por Carmen Nozal
A la memoria de mi tío Cesáreo,
quién murió en la Guerra Civil Española
el 1 de diciembre de 1936,
a los 24 años,
luchando cuerpo a cuerpo
durante la batalla del Monte de los Pinos en Asturias
defendiendo la República.
Gallinas
Una ráfaga, polvo de cal y granizada de tejas. A la prima Soli la dejaron sin casa. Salió huyendo a través de las paredes y encontró a un campesino de guerrera militar cargando un saco. No sabía si era rojo o era azul. “¿Qué llevas ahí?”, le dijo Soli. El campo cacareaba. “Salvo gallinas sobrevivientes. No quiero que las coman los fascistas”. “Eso es amor”, pensó la prima. Y el hombre le respondió: “Sin amor no se puede ir a la guerra”.
La teta
I La abuela tuvo un hijo que se caía como se cae un techo. Se desplomaba frente a los precipicios con los ojos en blanco mirando el cielo azul. El oleaje contra las rocas y la espuma azotada entre sus labios. Cuántas palabras turbias, cuántos cangrejos sobre su cuerpo. Como quien levanta una patria perdida, corría la abuela a levantarlo. Antes de bombardear, sonaban las sirenas para ir a los refugios. Sentada en la mecedora de bejuco, Aurelia se quedaba en casa dándole el pecho a su hijo. “Que pase lo que tenga que pasar”, pensaba ella, mientras sus hijas iban a esconderse de su leche temible, entre la arena y los eucaliptos.
II Su hijo se desvanecía como el amanecer sobre la cordillera. Igual que La Piedad, la abuela lo cargaba por el mundo. “Hay un remedio de hierbas”, le decían, y emprendía el camino. Dos rayos de sol se ocultaban en la maleza. Los retenes militares les impedían el paso. Parecían maniquíes en la espesura. Aurelia era un camaleón: alzaba el puño, levantaba la mano, cantaba todos los himnos. Un día la intervinieron: “Te vamos a fusilar”, le dijeron los fascistas. Su hijo se convulsionó. “Que pase lo que tenga que pasar”, repitió, Aurelia. Llegaron los republicanos. “Se mataron entre todos”, le dijo al brujo, mientras su hijo bebía el te de hierbas, entre la arena y los eucaliptos.
Mala sombra
A Carmen la fueron a buscar a la Plaza del Sur como quien busca un nombre o un piojo y la encontraron con sus manos pringadas de manteca. La fueron a buscar como quien busca una piedra dorada. La tarde se llenó de peces. “Tu hijo no volverá”, dijeron los militares: “se quedó en el Monte de los Pinos”. Rompió a llorar y se limpió las manos. No sabía escribir. Dijeron: “¡Firma!” Frotó su pulgar con el mandil. Le dieron un papel, un puñado de letras y una bandera. Puso su huella como una lápida.
El preso
Álvaro, el marido de Teo, hablaba poco. Era un hombre de bien hasta que un día lo metieron en la cárcel y le dijeron: “En cualquier momento te vamos a fusilar”. Y se quedó mirando su reloj como quien mira por un microscopio. Cada noche ponía un punto en la pared. Pensando que lo iban a matar habló del tiempo, de las corrientes del aire y los pajares. “Cállate y vete”, lo interrumpieron, antes de verse de cara al sol con la camisa vieja.
Guerra Civil
“La Tranquila” murió de mi mano con la lengua trabada en la garganta. Lo último que dijo fue el nombre de su hija. De Etelvina ya no se supo y en la familia se dio por muerta, no por desaparecida. Nadie volvió a hablar de ella. Una tarde sonó el teléfono. Dijo: “Sal, estoy en la calle, te quiero conocer”. Quería su herencia. Por las escaleras recordaba a mi abuela, ahogándose en una palabra. Segura de encontrar a una perversa, miré alrededor del parque, inspeccioné a las señoras. Me detuvo mi nombre. La voz retumbaba en mi columna. Sus ojos verdes eran dos campos con asturcones cabalgando en la neblina. “Tía”, le dije, y la guerra terminó. Caminamos sobre las hojas marchitas. La valentía tiene distintas direcciones. Entonces, pronuncié el nombre de su madre. “La agonía es arrepentimiento”, dijo, consolada, mientras el mar se asomaba entre cipreses y sauces. “Si estabas viva, ¿por qué no la buscaste?” Habían peleado. “Mi madre me echó de casa”. (¿La desahució mi abuela?) Llegaron los aviones ese día. Caían bombas. Etelvina, 15 años y el terror golpeando las aldabas y gritando: “Ábreme la puerta, madre.” Mas “La Tranquila” la dejó en medio de la contienda. “No tuve tiempo para llorar.” Mi tía se fue escondiendo en los portales hasta llegar a las vías. Sin nada, se lanzó al vagón de un tren. Por eso, busca su herencia.
México
Al cuñado de Paquita lo denunció su hermano. “Esta noche vendrán por ti”, le dijeron los vecinos cuando sacaba el ocle de los pedruscos. Tragó saliva, se secó el sudor viendo las olas y encontró un barco a punto de zarpar. Toda la vida le pasó por su frente. Con los pantalones arremangados y el pecho saliendo de su camisa echó a correr sobre la arena quemada. A zancadas venían los pensamientos. Los tres años de su hija y su esposa por parir. Entre la muchedumbre, miró por última vez el cielo. No había viento, ni nubes, ni aves. “¿Cómo se quita el sol?”, dijo, mientras marchaba sin saber a dónde iba. En la cubierta estaban las mujeres. Nadie hablaba. La miseria olía a sal. Comenzó a oscurecer. Los disparos salieron de la bruma. Vio cuerpos lanzarse por estribor y se escondió en un tonel donde dormían las ratas. “No pude ir a la guerra”, se dijo y decidió luchar. Pensando que las ratas eran fascistas, sacó valor. Mientras las estrangulaba recordó a su hermano. La traición no tiene cuello. Es una lengua sin fin. Ensangrentado y famélico puso los pies en la tierra. Arpas y marimbas. El aire cálido. Las nubes tropezaban por el cielo. Y él, descalzo, sin saber a quien decirle: “Mi hijo acaba de nacer”.
Poemas tomados del libro República, publicado por Parentalia, México, 2018.

Carmen Nozal (1964) es licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha sido galardonada el Premio de Poesía unam (1991), Premio Universitario de Poesía (1991), Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nadino (1992), Premio Nacional de Poesía Salvador Gallardo Dávalos (1993). Entre sus libros se encuentran Viaje al fondo de la O (Praxis, 2015) y República (Parentalia, 2018).