Eʀɴᴇsᴛᴏ Cᴀʀʀɪøɴ: Solar de huesos

BATMAN/DRÁCULA DE ANDY WARHOL

1

Es una barbaridad de muchacho limpiándose los ojos con sus quince uñas. El cuervo, el vampiro, el buitre y Batman son los únicos animales que le interesan.

No tiene miedo a confesar, bajo las alas de innumerables palmeras nocturnas, que ha visto una y otra vez a su abuelo volviendo de la tumba, pidiéndole por un abrazo entre lloriqueos humanos sobre un reborde de incienso.

Su juventud es trémula y apenas entra en sus venas muestra toda la estatura del infierno.

Crece hacia el olvido de la ternura acariciándose el corazón por el camino de los monstruos.

Su independencia y su pereza solo son sinónimos por los que revienta sin cambiar de rostro.

Está eufórico, al mismo tiempo que irremediablemente cansado. Aún no tiene nombre: por suerte aún desconoce de aquella charlatanería.

Se siente enamorado apenas deja la casa; y se pierde misteriosamente en un atardecer depresivo por todos los caminos que le ayudan a marchitar su asombro con el ruido de las cadenas de los autobuses.

Besa sus brazos cuando nadie lo mira para que la oscuridad no saque su cabeza de la profundidad de su carne.

Se deja caer en tugurios y callejones donde la copa se vuelca. Y sonríe apresando la energía de unos ojos que toman impulso guiñando en la noche.

Dice entonces: Batman es mi gurú y mi amor nocturno. Y el Vampiro es mi esperanza de exhibir mi ardiente espíritu con unos largos colmillos.

Dice entonces: el Buitre que posa su pico en el fondo y masca la carroña en los escondrijos de una fosa, que solo él descubre como un oasis admirable, es también el Cuervo que canta en la noche y vuela sobre las piedras y los árboles inmóviles, graznando con locura en mi cabeza que drena la vergüenza de sus plumas de cuero. Ese debo también ser yo: imitando caídas e impresionado ante mi naturaleza de roedor lujurioso.

De pronto vuela y sabe que siempre es ahora: un mismo tiempo aislado como un incendio dentro de una casa que hace del paisaje unas olas violetas y naranjas, con promesa de tempestad desde su torre salvaje.

Se mueve de puerta en puerta, dando tumbos, acariciándose los tobillos en cada caída, desplegando su confesión descarada como una familia de serpientes en el remolino de una pesadilla que sin palabras conquista su presencia en el mundo.

Sería preciso apartar su fortaleza insensible sobre otras criaturas. Sería preciso negar que la novedad le enseña sus dientes indomesticables en cada cuerpo que agita su deseo de vivir. Sería preciso hacer caer la soledad sobre esos ojos tenaces que pulverizan vínculos y frases secretas.

Pero no: el muchacho es ebrio, dichoso, roto y hermoso como un roble adormecido levemente bajo la capa de un murciélago inquietante, que está seguro de su capacidad de envolverse en tinieblas.

Hereje como los acueductos de una ciudad interior que demasiado pronto dibuja los caminos hacia la perdición de sus habitantes.

Adquiriendo vicios como defensas contra la vida.

2

Vivo en torno a la piel calcinada.

Estoy en casa, pero el pánico brota ante el muchacho de capa bien peinada que ha sobrevivido en los tejados aplastando las cabezas de los hombres, a buena distancia de familias pequeñas y lluvias nerviosas, que parecen adquirir caballos para el viento, tumbado en el aburrimiento de un Domingo de misa.

Sabes, su fatiga es una estela luminosa ensangrentando el océano. Todas las lágrimas entran en su espejo hacia una clausura líquida en los bordes del mundo.

Sus ganas de inventar la autodestrucción hacen temblar a obesos indios bajo las faldas de los Andes.

Pero ¿qué sabe él de la muerte? ¿O qué sabe de los Andes y sus imperios? Nada.

¿Calculando las máscaras de los faraones soplando en medio del desierto por su presencia? Nada.

Vestido de madurez dudable, con una chaqueta amarilla clavada en su columna, y sonriendo con una palabrera invitación a destilar alcohol sobre las piernas abiertas e impolutas de la belleza.

Nada sabe ese muchacho de la muerte, pero habla de ella con habitual esplendor tendido a lo largo de una piel adornada por la jalea de un sol que juega a las cartas y pierde contra una ventana.

Yo me lo quedo mirando ahora, llenándome de mí mismo, treinta años después de aquel primer encuentro entre ambos.

Bien sé que se hunde como la fiebre en las fuentes de la sorpresa.

Bien sé que en lo más hondo de sus muslos hay una soledad con la cara golpeada por la sagacidad de los perros que no van al colegio.

Buscando así nuevos ídolos a los que reverenciar.

Batman y Drácula, por ejemplo.

Oscuros y enormes rebeldes sobre misteriosos balcones de hierro forjado. Murciélagos enigmáticos e insaciables. Una historieta y un gran libro que nadie ha desechado jamás.

Ecos de conquistadores de la muerte precisando de peleas las veinticuatro horas.

Dos colmillos y puños. O cara y cruz de una misma nostalgia justiciera y sedienta de sangre.

Dos hombres en un mismo hombre que conviven condenados a esconder esa identidad que otros temen, pero que a ellos cautiva.

Una dualidad, entonces, que invade absolutamente todo con una sonrisa llena de prunas agridulces.

Por un lado, los horizontes y sus delirios de muchedumbres nómadas y errantes canciones cuando un león de piedra dobla sus rodillas hasta que rechinan. Y lo tormentoso ajeno se torna lo tormentoso de uno. Porque la idea de hacer de aquel muchacho su propio superhéroe y su propio vampiro, y, porqué no, su propio cuervo boxeador, reclama la realidad sin guardar semejanza con el juramento hecho a los padres.

Aunque, por otro lado, el sacrificio es una fealdad artificial que el joven rechaza.

Y perfilado, pero alterado por la fronda de su cerquillo, empieza a olvidar los modales.

Siempre en sus cálculos aventurados la noche es temeraria y le pertenece.

Y cuando se mira en el espejo con su disfraz oscuro, poco antes de irse a bailar por antros y billares, comprende que con el miedo y el desprecio de los otros le basta para resistir.

                         (Batman y Drácula)

Desde entonces ha sido un turista atraído por los gritos de auxilio.

3

Yo hablo de ese muchacho como si lo conociera. Como si tuviera el derecho. Pienso en sus perfumes y peinados. En la forma intrépida que tenía de doblar sus pulgares hacia afuera.

Y rejuvenezco de pronto en la maldad que solo en él reconozco.

De las puestas de sol de aquellos años, corriendo tras palabras como conejos pelados que levantaban la lona de un cuerpo que odiaba las campanadas de los festejos y las ceremonias que sumergían aún más el sexo      

                                                  insumergible.

Charlando y fumando con el riñón caliente y la náusea en los codos. Precipitándose.

Mirando ahora a ese muchacho precipitarse hacia las nubes como solitaria pelota de fútbol en arco adversario.

Yo hablo de ese lenguaje perdido en la memoria de una navaja. Y de unos padres desaparecidos que concentraban olores fúnebres en el espinazo, bordeando jaulas o cunas con despertadores colgados en sus ancas terrestres.

Y de un gran globo que retrocedía atareado con la migración de su propia sombra, al ritmo de una danza tradicional que sólo era visible en el paréntesis de una cabeza que renacía como un cementerio invadido por estatuas embotadas a la manera antigua.

                De presencia beligerante.

Entre los vivos dando tajos al aire, con una pluma para marcar la herida por donde merodeaban la inmadurez y el pecado, junto a todas esas fábulas dactilares que ahora escondo.

Y no me avergüenzo de ello: escondo también la bomba de mi corazón en el dibujo izquierdo de un pecho fofo que se llena de insectos cuando salgo a la calle, a esta edad, ignorando la amargura de unos pies que se borran al contacto con la hierba.

Todo es performance fuera de lugar.

Todo es recuerdo roto en estado de combustión.

Aunque aquella pubertad -de la que hablo- era pura agua metálica lloviendo sobre la piedra calva del fin del mundo. Trenzando en mi interior oscuro un llanto primitivo que arrastraba fantasmas.

Allí donde negarse a morir dividía las amistades en tropas húmedas.

Y tener los ojos abiertos no alcanzaba para obtener una opaca honorabilidad más insignificante que el hilo que apresa al pájaro-brujo en su juego con la sombra de un armario.

Yo hablo del sudor en las peripecias de los ciegos que reventaron sus pestañas de arañas contra la lluvia, por amor a la luz. Y de madrugadas de chicos estúpidos que admiraban a suicidas en torno a bellas sábanas colgadas en sus patios, donde se metían droga cuando la familia se quedaba dormida.

Aún recuerdo el sabor a leche cortada corriendo por mi lengua cuando un camarada se excitaba frente a nuestra lente mental, obligándonos a imaginar su propia muerte.

Nunca más crecerán arrogancias de esos muertos frotándose las manos.

Nunca más nos aburriremos, ese muchacho y yo, por viajar a Marte en la cola llameante de un cometa con rabia innecesaria.

Nunca más hablaremos sobre el taller mal hecho por los hombres que tenían miedo de jugar con sus hijos en la orilla del río.

Y que retornaban a casa con dólares atados a los cabellos como sirenas perdidas.

Pero es con mi necedad por acabarme que refinamientos clasifican los recuerdos.

Paralizando la ternura para que un desierto presencie lo que ha vuelto a perderse.

Pero es con mi silencio que encuentra prisión el misterio de aquella edad oscilante
y victoriosa como cascada de garras amasando la bruma.

Pero es con mi redención, como artista inútil, que resplandece aquí el muchacho muerto y disfrazado de alcohol que afiló su ánimo salvaje entre icebergs de edificios depurados donde jamás trabajó.

Mirando caer cenizas, minuto a minuto, sobre un mundo evanescente.

4

Mi madre hizo del dinero una franja de sol. Raramente mostrándose desnuda frente a sus hijos.

Nos dio una buena casa, intimidatoria y oscura, con maderas y espejos en el recibidor y la sala.

Recuerdo jarrones de medio metro con hierro en las patas a la espera de algún saludo alienígena como hacen los azafranes.

En la vieja ciudad de bucaneros perdidos, donde quedaba el eje roto del sol, y los barberos te hacían un corte deportivo –tan viejo como la dinamita– acompañado de una espesa colada por cincuenta centavos.

En un puerto de piratas que llevaban una asquerosa muleta con la que espantaban a los niños cuando desembarcaban por provisiones, dejando una jauría de botellas vaciadas aullando tras su paso.

Un lugar donde las visiones conspiraban detrás de unos párpados abiertos y llenos de laberintos como ampollas venenosas. Allí donde los miserables despertaban movidos de sus sitios en torno a palmeras que cuidaban con su sombra el espíritu contemplativo.

No era difícil que cien años después toda esa gente se hiciera cristiana.

Y que, de aquel puerto de orates, solitarios y borrachos miserables, apenas quedaran la hospitalidad de la amargura y el amor revistiendo cuantiosas calzadas.

Eran dibujos a carbón de casas y calles, como arterias y venas, donde cientos de gallos afilaban sus espuelas y cuchillos protagonizando por la madrugada, a la luz de una vida entre aguaceros paranormales, la batalla por la especie predominante.

En la memoria real de qué árbol amarillo estallará esa estampa del siglo XVIII.

No era difícil que más de cien años después el dinero, su arroyo triunfal, fuera el único propósito para esas vidas tan solapadas como el olor de una catedral deteniendo los tiempos. (Debajo de su púlpito aún hay cadáveres y obreros muertos por amor a la Revolución.)

Esta noche, en la pátina difusa de mi infancia en ruinas, arrinconada por congeladas chimeneas de fábricas industriales que fueron creciendo de los manglares de aquella ciudad alzada con masoquismo y desnuda chatarra, miro otra vez a mi madre y esa buena casa que ya no alberga nuestras vidas sostenidas por los elásticos de la sombra.

Donde aprendimos a ser estigmatizados por cualquier estupidez

mientras enfermos perros dejaban su esqueleto, entre jadeos, al pie de nuestra puerta.

5

Sólo en la pubertad el amor fue parecido al amor. Aunque se tratase de un amor no correspondido.

Este mundo es mosca. Y si se proyecta: un laberinto de cuerpos quemados que eligen vivir.

Deja esa oscuridad artificial que es el purgatorio y te va a tragar, me dijo una muchacha de cabellos claros, a la entrada de una ciudadela donde había aprendido a jugar a las escondidas, bajo la luz furiosa de un sol que siseaba sobre mis camisas de franela.

Esto es lo que soy ahora, respondí. Batman y Drácula. Un vampiro con una guitarra al hombro que canta desde su ego con la cara alargada.

Un chico con olor a cebo de bestia destruyendo a todos mis semejantes que afilan su normalidad bajo un sol villano.

Un manicomio, en otras palabras, donde mandará la buena mano que encuentre una soga futura para su largo cuello.

Aprendiz del mal y justiciero de almas en peligro.

Sereno y en caída hacia los errores que hacen añicos un presente que cruje como máquina de escribir, destripándose a las tres de la tarde en medio de nuestra jornada de tortura.

No me compadezcas, amor de pubertad, tan insincero y doliente como el bochorno del mal amante.

Eyaculando en segundos sobre sus propias rodillas con un mareo en los ojos de viuda negra.

Yo aún confío en que ese muchacho que fui
sabe perfectamente
lo que está por hacer.

Va a enamorarse de alguien que nunca podrá quererlo, arrugando el teléfono con sus manos empapadas en ron barato, empujando su ronca voz por un cuarto en tinieblas, aislándose así hasta que tropiece finalmente con el poema en llamas.

Afilando en la falsedad de ese amor su labio de grillo.

Hasta que un día ese nuevo poema, grano reventando en su nula semilla, corte en dos su mundo: el del niño perdido

                              y el del niño perdido e intransigente.

Multiplicando su tristeza, según va la tradición,

para que empiece a mejorar su escritura con el pasar de los años.

6

Nadie nos otorgó la muerte para sentarnos sobre ella como en un trono bruñido y llorar por todos los siglos de manera enfermiza.

La muerte no es un sillón ni una pandereta, ni un vegetal que rejuvenece al otro lado del agua.

Quizás la muerte nos fue dada para reconocer en ausencia de la vida el color de las cosas.

Para mentir sobre cada charco donde el otro subjetivo multiplica su esencia. O para hacernos adultos imitando el misterio de las mariposas.

Sin embargo, aquellos que le temieron al trueno jamás se atrevieron a escarbar, entre un montón de disfraces, la posibilidad de un presente menos ficticio.

Cualquier otro muchacho que haya visto esa mañosa estrella llamada Betelgeuse, sabe que de las sombras proviene su alimento.

Es tan extraño escuchar los gritos de los vivos llevándoles comida a los muertos con hedor a pescados salvajes recogidos al pie de la costa. Una fogata arde ahí, mezclada con el polvo, que se hace inmensa por los mecanismos con los que la marea cubre esos cuerpos encorvados en su privilegio de perderse hacia una racha sin tiempo.

La fiesta, la del agua y su hidrógeno imperecedero, propone un cielo limpio bajo la tormenta daltónica de los animales que lo oyen todo y se hacen los tontos cuando purifican la vigilia con perdurabilidad falsa.

También bajan caléndulas a saludar el arribo de otros fantasmas, que toman nuestro lugar arrastrándose por la espesura de los cangrejillos que se atoran entre cadenas de relámpagos insalvables.

Bailan entonces babazas en los orificios pálidos de las orejas mientras nosotros extendemos la mirada hacia el cielo como un tapete roto.

Y el agua se divierte: suelta un aullido.

Este mundo es mosca. Zumba mandamientos demolidos en su modo de rehacer gente agripada.

Aunque pronto nosotros también estaremos muertos. Bien muertos, nos habla así un ciprés ahorcándose en las nubes. Y bien muertos miraremos el mundo atrapamoscas desde el árbol prohibido.

Porque aquello que nos salva y nos engendra es el amor a esta muerte.

Guayaquil, (1977). Poeta, novelista y guionista. Máster en Guiones de Cine, Tv y Dramaturgia por la Universidad Autónoma de Madrid. Desde 1998 hasta 2014 confeccionó un tratado lírico titulado «ø», comprendido por trece libros divididos en tres tomos: I. La muerte de Caín: El libro de la desobedienciaCarni valeLabor del Extraviado y La bestia vencida. II. Los duelos de una cabeza sin mundo: Fundación de la nieblaDemonia factoryMonsieur MonstruoLos diarios sumergidos de Calibán y Viaje de gorilas. III. 18 Scorpii: El cielo ceroNovela de diosVerbo (bordado original) y Manual de ruido. En 2015 empezó a publicar narrativa. Sus novelas son: Cementerio en la lunaUn hombre futuroCursos de francésIncendiamos las yeguas en la madrugada, El día en que me faltesEl vuelo de la tortugaLa carnadaUlises y los juguetes rotos. «Triángulo Fúser» es una trilogía narrativa formada por: Tríptico de una ciudadCiudad Pretexto y Ciudad de fondo. Ha merecido, entre otros, el Premio Miguel Donoso Pareja de Novela (2019); Premio Lipp de México (versión hispana del Prix Cazes–Brasserie Lipp de París) (2017); Premio Casa de las Américas de Novela (2017); Premio de Literatura Miguel Riofrío de Novela (2016); Premio Único Bienal de Literatura de Poesía Universidad Católica Santiago de Guayaquil (2015); Premio Pichincha de Poesía (2015); Premio de Poesía Jorge Carrera Andrade (2013); Becario del Programa para Creadores de Iberoamérica y Haití en México (Fonca-AECID) (2009); Premio de Poesía Jorge Carrera Andrade (2008); Premio Latinoamericano Ciudad de Medellín del Festival Internacional de Poesía de Medellín (2007); Premio de Poesía César Dávila Andrade (2002). 

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