por Rafael Ruiz Medina
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En el centro de la ciudad en que tuve la suerte de nacer, como en todas las grandes capitales del mundo, hay grandes avenidas con cafés y restaurantes, teatros, librerías, hoteles y parques; y hoy en día también, grandes almacenes en donde
comprar tecnología. Hay estatuas y fuentes y en algunas esquinas hay placas que conmemoran momentos históricos. Hay sin embargo en mi ciudad una historia que yo estimo importante, pero que de no ser por este testimonio, estoy casi seguro que quedaría para siempre olvidada. Me refiero a la construcción de Iglesia de la Noguera, que hoy los turistas pasan por alto y aún más los creyentes; pero que a mediados del siglo pasado atrajo invariablemente la atención de los extranjeros por gigantesca e incompleta, por el aura de ruina romántica que imponía. La construcción, rodeada de cipreses, generaba desconcierto cuando la vista la recorría de abajo hacia arriba, pues carecía de cúpula, estaba abierta al cielo. Una abrupta y evidente interrupción de la estructura la asemejaba más a la torre del tarot que a un templo cristiano. Un periodico de 1955 registra una crónica en la que el periodista Ricardo Saenz se refirió a ella como un gran ojo de piedra que le devuelve la mirada al gran ojo del cielo.
A unas cuantas calles se encuentra la casa que durante años fue la residencia de Mariano Fulcanelli, el arquitecto que ganó el concurso para construir la iglesia en 1935. En aquellos tiempos de bonanza las autoridades se habían propuesto emprender la construcción de una magnífico templo que por un lado respondiera a las necesidades de la población religiosa (que por esos años era populosa) y que por el otro, compitiera con la recién inaugurada Catedral Metropolitana de Liverpool. El fallo a favor de la propuesta del entonces joven Fulcanelli no estuvo exento de polémica, pues su proyecto distaba mucho de las tendencias funcionalistas de la época. La propuesta de Fulcanelli apostaba por una mezcla de neoclasicismo de finales de siglo y algunas ideas del futurismo italiano de los años 20.
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A finales de 1941, cuando el edificio estaba casi listo, ocurrió algo imprevisto: Fulcanelli, que por entonces ya era una figura pública respetada, cayó enfermo y tomó la decisión de interrumpir el proyecto de forma indefinida y marcharse a Turín con su mujer, Estela Fulcanelli, a pasar una temporada de reposo y de aire puro, como le sugirieron los médicos.
Sin embargo, la ausencia del arquitecto, así como su vida, se prolongó más de lo esperado y en la ciudad; la gente, confundida, se comenzaba a impacientar por ver el edificio terminado. Esto generaba un dilema, pues el diseño y la colocación de la cúpula constituían gestos simbólicos y exclusivos, reservados de una manera supersticiosa a Fulcanelli. Pasaron un par de años más y nuevos funcionarios públicos, para no desairar al arquitecto robándole la pincelada final de su obra maestra y para al mismo tiempo apaciguar a la población, resolvieron abrir las puertas de la iglesia inacabada, únicamente añadiendo pequeñas mejoras provisionales que la hicieran más o menos adaptable a las inclemencias del clima.
Durante ese periodo Fulcanelli había mejorado por completo y con renovado inesperado vigor, viajaba con su esposa Estela alrededor del globo para impartir conferencias y recibir reconocimientos por parte de las instituciones más prestigiosas del mundo. Curiosamente, lo único que construyó por aquellos años fue el modesto pero hermoso cenotafio de Laika, la perra espacial soviética que orbitó la Tierra por primera vez a bordo del Sputnik.
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En el año en que falleció su esposa Estela; yo me encontraba en el Perú, impartiendo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, un curso titulado La filosofía nihilista en la literatura latinoamericana, cuyas directrices principales eran una mirada profunda a las obras de Nicolas Gomez Davila.
Todos los hombres con una vocación definida saben reconocer los momentos estelares de su carrera. A mi me llegó el mío un domingo por la noche, después de pasar todo el día en la biblioteca de la universidad tomando notas para mis próximas ponencias.
Mi editora me habló por teléfono. Me puso al tanto de una noticia que en los próximos días inundaría los diarios y noticieros de toda la región: Fulcanelli había anunciado su regreso a la ciudad para terminar su obra. Yo no podía creerlo, lo daba por muerto. ‘Pero hay más –me dijo excitada mi editora– la hija Fulcanelli me ha llamado y ha dicho que el maestro no concedería entrevistas a los medios; pero quiere darte una entrevista ¡Sólo a ti! Al parecer le gustan mucho tus novelas. Tienes que subirte al primer avión y venir, la cita es al mediodía en su casa, el miércoles ¿Entiendes que esto es un momento clave para la revista, para tu carrera, para el mundo?.’ Me pareció que mi editora exageraba un poco, pero claro que lo entendía, lo entendía de sobra. Un sentimiento de trascendencia creciente me acompañó hasta mi regreso a la ciudad.
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Llegué a la medianoche del martes, en un bloc de notas garabatee algunas preguntas esenciales: ¿Cuál era aquella enfermedad que tan intempestivamente le impidió continuar su iglesia? y ¿Por qué, habiéndose recuperado no se había decidido a terminarla años antes? ¿Por qué lo hacía ahora, de forma tan inesperada, tras la muerte de su mujer? ¿Qué había cambiado? La elucubraciones y la anticipación no me dejaban dormir. Me tome una pastilla que casi de inmediato me sumió en un sueño de piedra.
Al amanecer, afuera de mi edificio había un chofer esperándome. Yo llevaba un pequeño bolso de cartero con un par de libretas y bolígrafos, no llevé la grabadora. Me sentía como el protagonista de una novela de mis novelas policiacas. Sentí acercarse la revelación de un verdadero misterio.
El trayecto en auto que debió haber sido de no más de 30 minutos, me pareció eterno. Finalmente atravesamos una reja color verde y por un camino de tierra no muy largo, flanqueado por jardines franceses, me apeé en la puerta de la casa, donde me recibió una mujer de mediana edad (inmediatamente la reconocí de los diarios, era la hija de Fulcanelli) y sin preguntarme nada, me pidió que esperara en la sala. Hundido en el sillón, esperé minutos que a mi me parecieron horas. La hija de Fulcanelli apareció finalmente.
–Lamento mucho que haya tenido que esperar tanto, Rafael– me dijo la mujer– pero mi padre ha pasado una muy mala noche. Desde que murió mi madre su temperamento se ha tornado cada vez más melancólico. Y su salud ha empeorado mucho desde hace una semana, cuando hizo el anuncio.
La mujer debió haberse percatado de mi inquietud, pues agregó:
–No se preocupe, mi padre aún está dispuesto a verlo, mientras hablamos el médico lo está examinando. Me pidió que le dijera que por favor lo esperara –y agregó espontáneamente– ¿ya desayuno, Rafael? ¿Quiere una taza de café?
Admití que sí y aproveche para hacerle varias preguntas.
–Yo lo único que puedo decirle es que siempre ha sido un gran padre, un gran ser humano. La gente lo considera estrafalario y excéntrico, pero él es muy sencillo ¿sabe? Y muy simpático, tiene un gran sentido del humor. Debió haberlo visto trabajar en sus buenos años. ¡era–es–un genio! Es una pena verlo tan cansado, tan disminuido, como una vela que se apaga… supongo que simplemente se ha hecho mayor. Tiene 98 años, a final de cuentas la gente tiene que morirse ¿no es así? Quiero decir, cuando ya no tienen por qué vivir.
– ¿Por qué dice eso?
– Por el fallecimiento de mi madre–dijo y suspiró pensativa, apesadumbrada.
En ese momento el doctor apareció en la estancia, intercambió algunas palabras sombrías en voz baja con la hija, que lo acompañó hasta la entrada y reapareció después de unos minutos. El maestro estaba listo para recibirme.
Los muebles de esa gran habitación eran casi todos de nogal, los libros y los planos llegaban hasta el alto techo, un poco como me lo había imaginado. Flotaba en el aire un característico olor a viejo y a tabaco de pipa. Había mucho polvo en los candelabros. El anciano arquitecto estaba sentado en un sofá color verde y daba la impresión de que jamás se movería de ahí. Me sonrió cordialmente, con un gesto de la mano me invitó a sentarme frente a él. Fulcanelli era como yo lo había visto en algunas fotos, solo que muy viejo. Estaba delgado, casi un esqueleto, pecoso, arrugado. Como todos los enfermos terminales, daba la impresión de no haberse bañado en días. No vestía de la manera suntuosa en la que solía aparecer en las fotografías que se publicaban en las revistas, estaba en bata. Sobre su regazo había una manta y sobre la manta un gato que ya era casi cartílago, igual de viejo que él. No obstante, su voz era clara.
–Debe sentirse usted muy afortunado de estar aquí, Rafael ¡Y no es para manos! Le contaré algunas cosas importantes.
El maestro sonrió cómplice, en sus ojos cansados brillo por un momento la legendaria pasión de su genio.
Lo escuche con el bolígrafo y el bloc desenvainados, atento, muy atento.
–Secretos, Rafael. Hay algo en concreto que descubrí muy joven, en medio de la construcción del ojo. Es una revelación tan fundamental que me resulta extraño que nadie antes la haya hecho pública, pero por eso es que está usted aquí, para que yo se lo cuente y usted lo escriba…Ahora que no estoy en peligro, quiero que todo el mundo lo sepa.
– ¿Cual peligro es ese?
– El único peligro fundamental, mi joven poeta. Me refiero a la muerte, naturalmente.
–Pero todos morimos, maestro–le respondí instantáneamente, sin pensar.
–Si… Me refiero a que ahora estoy a salvo de morir antes de tiempo. No dejo nada atrás, no me he perdido de nada. Estoy muy viejo. Ya he enterrado a quien he amado más, a mi esposa Estela–
Perplejo, pero consciente de mi deber; pedí explicaciones, le insistí gentilmente que ahondara. Pero el viejo maestro parecía absorto en sus pensamientos o paralizado en su melancolía. De pronto empezó a sonar música de piano que venía desde el pasillo. Por un momento pensé en si la música estaba en mi cabeza, pero comprendí que era su hija tocando el piano. El anciano sonrió melancólicamente y abrió los ojos otra vez para hablar.
–Es Mozart–dijo– esta pieza es bellisima, aunque ahora no recuerdo como se llama. Yo tenía 35 años cuando empecé a construir mi iglesia. Se podría decir que no era yo un muchacho, pero lo cierto es que sentía que aún tenía toda la vida por delante y los años venideros, que han sido sin duda los mejores de mi vida, así me lo han demostrado. Sobre todo por mi querida esposa, Estela. ¿Sabe usted que falleció hace un par de semanas? Es por eso que he decidido terminar la iglesia, mi proyecto de vida, mi obra maestra. A veces he tenido la sensación de que vivir no es más que la proyección y el levantamiento de un edificio extraño, en el que sin saberlo de manera consciente, todos los seres humanos desempeñamos un papel. Hay papeles de pequeña o gran relevancia, pero todos fundamentales, como cuando se construye un edificio de piedra. –el discurso del anciano arquitecto había cogido de pronto una vehemencia inesperada– Hay quien en su vida tiene la tarea de ser Napoleon, así como en el levantamiento de un edificio hay quien tiene la misión de poner los ladrillos. Solo que este edificio nunca está terminado, joven poeta. Y siempre, después de nuestra muerte, alguien nos sustituye. ¿Sabía usted, Rafael, que Mozart murió a los 35 años? Por supuesto que lo sabe. Si, murió bastante joven, a la edad que usted tiene, sin duda prematuramente. Pero él en parte fue el culpable, porque él antes de los 35 años ya era Mozart, ya había traído a la tierra sus creaciones ¡ya había incorporado a la historia experiencia humana sus sublimes composiciones! ¿Cómo no iba Mozart a morir si él ya había colocado su ladrillo? Es una cuestión de lógica: sencillamente él ya no tenía ningún cometido que lo atara al mundo. Pensará usted que yo estoy loco o que estoy filosofando nada más, pero esa simple conjetura elemental es la que me ha permitido vivir por tanto tiempo. Cuando prefiguré los planos de la iglesia me sentía cada vez más seguro que aquel proyecto sería la misión de mi vida. Lo supe de forma irrefutable, como si fuese una revelación divina… y tal vez lo haya sido– en este punto de la conversación Fulcanelli estaba claramente afectado por la emoción y hablaba con excitación creciente– ‘Noté que a medida que el proyecto progresaba, comenzaba a sentirme mal. Cada ornamento, cada puerta colocada y cada ventana, acrecentaban en mi una desagradable sensación física. El segundo médico que consulté me desahucio, me dijo que tenía un cáncer muy avanzado y los meses de vida que estimó para mi coincidían perfectamente con la puesta de la cúpula. De repente todo me pareció muy claro y decidí poner a prueba mi teoría. Sin gastar más tiempo ordené que cesara la edificación y llevándome los planos, partí con Estela a Turín, al norte de Italia. Las primeras semanas mi esposa y yo notamos que mi enfermedad no parecía extenderse, sino que había alcanzado un límite. Al cabo de los meses, mi enfermedad claramente retrocedió hasta que al término del primer año se replegó por completo. Ese fue un bello verano. No busqué ninguna explicación médica, pues sabía que el milagro era una trampa de la metafísica. Mi fortuna fue reconocer mi proyecto de vida, eso fue lo que me salvó. Ahora que mi esposa se ha ido, estoy listo para darle término. Muchas gracias por su tiempo, señor Rafael.
Me incorporé de inmediato, atolondrado. Y le extendí la mano.
–Muchas gracias, maestro –le dije honestamente conmovido– esta será sin duda la crónica
más importante de mi carrera como escritor.
–Entonces, si yo fuera usted, no la publicaría inmediatamente.
Lo demás, es historia.

Rafael Ruiz Medina es un escritor y poeta mexicano.