De que habla “Qué maneras de vivir tiene el olvido”
La nostalgia siempre será el mejor lugar de la casa para encontrarnos, sin querer, con los fantasmas que sacamos en las bolsas de basura por la mañana. A veces nos hablan al oído mientras lavamos las tazas blancas de café con besos de quien no va a regresar o justo toman forma cuando lavábamos la ropa y pensamos cuando hacíamos juntos en el día a día hasta darnos cuenta de que ya no existe en nosotros el tan lastimado “para siempre”
La nostalgia es una habitación donde no hay una sola puerta donde a veces la encontramos a través de la soledad, esa intimidad que toca la fría ventana de la noche, pero ya no hay fuerzas para abrirla o cuando nos disponemos a limpiar los años cansados del rostro, encontrándonos convertidos en espejos, quizás buscando la reconciliación de todos los que fuimos, los que seremos. Será entonces desde las propias ruinas donde podremos construir de nuevo.
Y tal vez se trate de eso, cerrar la puerta con doble llave y no salir de la casa hasta encontrarnos, aunque esté envuelta en llamas templando a los espectros.
CON OCHENTA PESOS puedo comprarme un café en Starbucks o comerme unos tacos afuera de cualquier estación del metro —incluso hasta darme el lujo de dejar propina— Podría pagar una sola entrada al cine, pero en día de promoción o dar limosna a todos los que alcancen aunque no alcance. Comprarme un paquete de galletas, un litro de helado y ver la película pirata de El diario de Bridget Jones y así unirme a la desgracia amorosa de todas las mujeres. Puedo emborracharme con ochenta pesos comprando una botella de licor barato que represente esta jodida tristeza. También podría comprar un paquete de cigarros sin filtro y fumarme todos mis recuerdos. O regalarle unas flores a mi ex e ir corriendo a buscarla y decirle que me perdone, que estoy arrepentido. y sentirme satisfecho. O podría bajarme del camión y regresarle el monedero a la señora que estaba a mi lado. NO SÉ POR QUÉ LLORO EN EL SUPERMERCADO cuando veo las aceitunas, parece ridículo llorar por un fruto tan negro de pecho, tan verde como el color de tus ojos avinagrados que se marcharon. Alguna vez escuché a un poeta decir que uno puede llorar con cualquier palabra o con cualquier cosa si se le da la gana. Tal vez no se trata solo de llorar sino de aceptar a esos días que no tenían que levantarse o intentar huir de esos aguaceros que caen en medio de estos pasillos o quizás, aprender a caminar descalzo como todos los viernes cuando íbamos al supermercado. Comprar tus días de verduras sin colores amarillos, llegar a casa y bebernos más allá del fondo de una copa de cristal, comer aceitunas lentamente, de la misma manera que caía nuestra ropa y el cansado trabajo de tu oficina, de la misma manera que dejaba descansar las sombras de tu diario morir discreto antes de que te despertaras. No sé por qué insisto en comprar aceitunas si en este momento cualquier cosa que vea en el supermercado puede ser como activar una bomba de tiempo. SI MI PERRO NO FUERA UN PERRO seguramente sería un caballo de carreras, lo sé por su postura cada que tocan la puerta pero por su carácter noble y mirada agachada se dejaría vencer en todas las carreras para que los demás caballos ganen. También podría ser un gran cantante porque al ladrar tiene registro de barítono que hace contrapunto cada que pongo un disco de Mahler. O sería un buen psicólogo porque se queda escuchando muy atento cuando rompo y limpio el llanto que cae al suelo en mis noches con insomnio. Por las mañanas me despierta para sacar a pasear mis desveladas tristezas siendo mi entrenador personal de cardio, mi cómplice en esta rutina inacabada. Si mi perro no fuera un perro seguramente no patearía a nadie, llegaría temprano a casa para compartir la mesa y antes de dormir escribiría un poema que hable del porqué su humano no es un perro como él.

Ángel Díaz. Poeta mexicano, estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la FFyL de la UNAM. Cursó la maestría en Educación en la UFLP. Actualmente es profesor a nivel preparatoria y licenciatura.