Los padres primerizos se alejan del hospital, su recién nacido en el asiento trasero y una sonrisa cansada en sus rostros.
—¿Estamos listos? —pregunta ella.
—No sé —, contesta él, su mirada fija en la carretera.
La mujer mira hacia abajo y juega con sus dedos. El hombre quita una palma del volante y la detiene.
—Pero hagámoslo por Sofía.
Ella sonríe y lleva la mano de él al espacio debajo de su ombligo, donde la cicatriz que sanó hace meses aún le duele por las noches.
En el retrovisor, la bebé aún duerme. Más allá, enfermeras, doctores y una mujer en bata de paciente corren de un lado a otro en busca del infante que falta.
ES POR ALGO
Estás en la azotea de un departamento, donde una bocina solitaria toca reggaetón desde la esquina de la terraza.
¿Mujeres? Pa’ traer de arriba a abajo / Mañana yo no sé y no me importa / Hoy echamos fiesta y relajo / Y el próximo fin, repetimos con otra
Alguien envolvió los focos que delinean la barandilla con celofán rojo y azúl para darle un toque underground al lugar. El resultado, como cualquier iniciativa de gente borracha, te causa más pena que asombro.
Pero no importa, no estás aquí por el ambiente —lo que tú quieres es suficiente ruido, alcohol y cuerpos ajenos para apaciguar la tempestad que ruge en tu cabeza, el huracán con nombre y apellido que no te ha dejado navegar la vida agusto desde hace semanas. Sin embargo, algo sucede que cambia el objetivo de la velada.
La ves ahí, parada en una esquina rodeada de sus amigos. La reconoces por su pelo liso color ámbar que cae sobre sus hombros pecosos y llega hasta el huequito de su espalda. Si el escote de su espalda bajara más, verías su tatuaje de kanjis que poca gente conoce.
—Significa esperanza en japonés —, te dijo en el estudio de tatuajes.
Aquel día, le preguntaste si tenía miedo. Recuerdas cómo te miró y dijo que no mordiéndose el labio y achinando sus ojos con ese brillo que tienen. No soltó tu mano durante toda la sesión. Al final, le regalaste un dije de jirafa, su animal favorito. Rara vez la volviste a ver sin él puesto.
Lo último que querías era topártela aquí, pero la ciudad es pequeña y todo el mundo se conoce entre sí. De cualquier forma, y por la naturaleza terca del amor, no puedes evitar que el momento inflame las brasas de un fuego que lleva tiempo perdiendo calor. ¿Tendrá puesto el dije?
Echas la cabeza para atrás empinando la segunda cerveza de la noche; dejas que el valor líquido se escurra hasta el centro de tu pecho y se expanda. Agarras la tercera botella de la hielera, la destapas y te abres camino entre la multitud.
El parloteo del grupo donde ella está se mezcla con la música de turno.
Y sé que tú sientes lo mismo que yo / Por acá sigue lloviendo, y no dejo de pensar en la última vez que te hice mujer / ¿Por qué tan lejos, girl?, si ya yo estoy aquí
Logras murmurar un hola bastante manso, pero nadie lo escucha. Tomas un aliento profundo. El segundo intento parece más un grito que aterriza en el silencio entre canciones. Todas las miradas caen sobre tí, incluida la de ella. Una persona del grupo se ríe, de repente todos lo están haciendo. Ella se da la vuelta y huye hacia los baños.
Piensas ir tras ella, pero decides retirarte a tu lugar junto a la hielera. Mientras te alejas, las risas se van perdiendo con la música y el bullicio. La conmoción no te dió oportunidad de ver si tenía puesto el dije. Del puro coraje, tomas de la tercera cerveza hasta que pruebas aire. Abres la cuarta botella.
—¿Por qué te gustan tanto las jirafas? —le preguntaste aquel día afuera del estudio de tatuajes.Jugaba con la alhaja entre sus dedos, recuerdas cómo sonreía mientras lo hacía.
—Me gustan que son altas, que ven más lejos que cualquier otro animal.
El cosquilleo del alcohol en la parte de atrás de tu cráneo se arrastra hacia tus brazos y piernas. La valentía comienza a perder terreno, mientras las dudas lo ganan. Decides ir a la parte de la terraza que da a la ciudad. Lejos, las luces de las casas y los edificios bailan como chispas titilantes. Piensas en el brillo de sus ojos y tienes un debate contigo mismo:
No me quiere aquí.
¡Pero vino! Seguro vino a buscarme.
Hay otras personas; es una fiesta, sonso.
Pero estoy aquí, y ella también… Es por algo.
¿Es por algo?¡Es por algo!
Le das vueltas a la frase como cadena de bicicleta mientras paladeas un sorbo de cerveza. Piensas en lo misterioso que te has de ver ponderando filosofía con la noche de fondo. Decides que la respuesta es obvia: el destino los puso a ella y a ti sobre esta terraza, en esta fiesta, con la intención de reunificarlos.
Es por algo.
Con ánimos renovados, la buscas entre la multitud desde el barandal. Después de un rato, la ves salir del baño buscando a sus amigos entre la gente. Justo cuando decides caminar hacia ella, te ve, pero no lo hace más que por un instante —toma nota de ti como una persona se fija en una silla rota o un muro vacío.
En ese microsegundo, cuando sus miradas se encuentran, te percatas de dos cosas: la primera es que no tiene el dije de jirafa puesto; la segunda es que, en ese momento, cuando sus ojos cruzaron caminos, a los suyos les faltaba su brillo.
La borrachera se evapora. Algo en tu pecho se expande, cruje y desmorona. Volteas a la ciudad y recargas los brazos sobre la orilla del barandal. Piensas que si fueras una jirafa podrías ver más lejos, más allá de las luces mercuriales que parecen arder como incendios en un bosque. Dejas caer la botella y buscas la explosión de vidrio, pero la música retumba y no escuchas nada.
Hace mucho tiempo que le hago caso al corazón / Y pasan los días, los meses pensando en tu olor / Ha llegado el tiempo para usar la razón / Antes que sea tarde y sin querer me parta en dos
Le ruegas al destino por una respuesta.Te la repite: Es por algo.
Renán L. Cuervo (Monterrey, N.L. México, 1989) es un escritor de ficción corta y especialista en comunicación medioambiental graduado de la Licenciatura en Relaciones Internacionales del TEC de Monterrey (ITESM) y la Maestría en Desarrollo Sostenible del Instituto de Estudios Sociales (ISS) en La Haya, Países BAJO. Cuando no está escribiendo boletines de prensa, artículos para blogs y posts para redes sociales, Renán está creando cuentos sobre monstruos, criaturas extrañas, magia negra y otros miedos que le fascinan. Actualmente reside en la capital Yucateca de Mérida y pasa sus tardes agarrando el fresco en su balcón.
En el centro de la ciudad en que tuve la suerte de nacer, como en todas las grandes capitales del mundo, hay grandes avenidas con cafés y restaurantes, teatros, librerías, hoteles y parques; y hoy en día también, grandes almacenes en donde comprar tecnología. Hay estatuas y fuentes y en algunas esquinas hay placas que conmemoran momentos históricos. Hay sin embargo en mi ciudad una historia que yo estimo importante, pero que de no ser por este testimonio, estoy casi seguro que quedaría para siempre olvidada. Me refiero a la construcción de Iglesia de la Noguera, que hoy los turistas pasan por alto y aún más los creyentes; pero que a mediados del siglo pasado atrajo invariablemente la atención de los extranjeros por gigantesca e incompleta, por el aura de ruina romántica que imponía. La construcción, rodeada de cipreses, generaba desconcierto cuando la vista la recorría de abajo hacia arriba, pues carecía de cúpula, estaba abierta al cielo. Una abrupta y evidente interrupción de la estructura la asemejaba más a la torre del tarot que a un templo cristiano. Un periodico de 1955 registra una crónica en la que el periodista Ricardo Saenz se refirió a ella como un gran ojo de piedra que le devuelve la mirada al gran ojo del cielo.
A unas cuantas calles se encuentra la casa que durante años fue la residencia de Mariano Fulcanelli, el arquitecto que ganó el concurso para construir la iglesia en 1935. En aquellos tiempos de bonanza las autoridades se habían propuesto emprender la construcción de una magnífico templo que por un lado respondiera a las necesidades de la población religiosa (que por esos años era populosa) y que por el otro, compitiera con la recién inaugurada Catedral Metropolitana de Liverpool. El fallo a favor de la propuesta del entonces joven Fulcanelli no estuvo exento de polémica, pues su proyecto distaba mucho de las tendencias funcionalistas de la época. La propuesta de Fulcanelli apostaba por una mezcla de neoclasicismo de finales de siglo y algunas ideas del futurismo italiano de los años 20.
2
A finales de 1941, cuando el edificio estaba casi listo, ocurrió algo imprevisto: Fulcanelli, que por entonces ya era una figura pública respetada, cayó enfermo y tomó la decisión de interrumpir el proyecto de forma indefinida y marcharse a Turín con su mujer, Estela Fulcanelli, a pasar una temporada de reposo y de aire puro, como le sugirieron los médicos.
Sin embargo, la ausencia del arquitecto, así como su vida, se prolongó más de lo esperado y en la ciudad; la gente, confundida, se comenzaba a impacientar por ver el edificio terminado. Esto generaba un dilema, pues el diseño y la colocación de la cúpula constituían gestos simbólicos y exclusivos, reservados de una manera supersticiosa a Fulcanelli. Pasaron un par de años más y nuevos funcionarios públicos, para no desairar al arquitecto robándole la pincelada final de su obra maestra y para al mismo tiempo apaciguar a la población, resolvieron abrir las puertas de la iglesia inacabada, únicamente añadiendo pequeñas mejoras provisionales que la hicieran más o menos adaptable a las inclemencias del clima.
Durante ese periodo Fulcanelli había mejorado por completo y con renovado inesperado vigor, viajaba con su esposa Estela alrededor del globo para impartir conferencias y recibir reconocimientos por parte de las instituciones más prestigiosas del mundo. Curiosamente, lo único que construyó por aquellos años fue el modesto pero hermoso cenotafio de Laika, la perra espacial soviética que orbitó la Tierra por primera vez a bordo del Sputnik.
3
En el año en que falleció su esposa Estela; yo me encontraba en el Perú, impartiendo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, un curso titulado La filosofía nihilista en la literatura latinoamericana, cuyas directrices principales eran una mirada profunda a las obras de Nicolas Gomez Davila.
Todos los hombres con una vocación definida saben reconocer los momentos estelares de su carrera. A mi me llegó el mío un domingo por la noche, después de pasar todo el día en la biblioteca de la universidad tomando notas para mis próximas ponencias.
Mi editora me habló por teléfono. Me puso al tanto de una noticia que en los próximos días inundaría los diarios y noticieros de toda la región: Fulcanelli había anunciado su regreso a la ciudad para terminar su obra. Yo no podía creerlo, lo daba por muerto. ‘Pero hay más –me dijo excitada mi editora– la hija Fulcanelli me ha llamado y ha dicho que el maestro no concedería entrevistas a los medios; pero quiere darte una entrevista ¡Sólo a ti! Al parecer le gustan mucho tus novelas. Tienes que subirte al primer avión y venir, la cita es al mediodía en su casa, el miércoles ¿Entiendes que esto es un momento clave para la revista, para tu carrera, para el mundo?.’ Me pareció que mi editora exageraba un poco, pero claro que lo entendía, lo entendía de sobra. Un sentimiento de trascendencia creciente me acompañó hasta mi regreso a la ciudad.
4
Llegué a la medianoche del martes, en un bloc de notas garabatee algunas preguntas esenciales: ¿Cuál era aquella enfermedad que tan intempestivamente le impidió continuar su iglesia? y ¿Por qué, habiéndose recuperado no se había decidido a terminarla años antes? ¿Por qué lo hacía ahora, de forma tan inesperada, tras la muerte de su mujer? ¿Qué había cambiado? La elucubraciones y la anticipación no me dejaban dormir. Me tome una pastilla que casi de inmediato me sumió en un sueño de piedra.
Al amanecer, afuera de mi edificio había un chofer esperándome. Yo llevaba un pequeño bolso de cartero con un par de libretas y bolígrafos, no llevé la grabadora. Me sentía como el protagonista de una novela de mis novelas policiacas. Sentí acercarse la revelación de un verdadero misterio.
El trayecto en auto que debió haber sido de no más de 30 minutos, me pareció eterno. Finalmente atravesamos una reja color verde y por un camino de tierra no muy largo, flanqueado por jardines franceses, me apeé en la puerta de la casa, donde me recibió una mujer de mediana edad (inmediatamente la reconocí de los diarios, era la hija de Fulcanelli) y sin preguntarme nada, me pidió que esperara en la sala. Hundido en el sillón, esperé minutos que a mi me parecieron horas. La hija de Fulcanelli apareció finalmente.
–Lamento mucho que haya tenido que esperar tanto, Rafael– me dijo la mujer– pero mi padre ha pasado una muy mala noche. Desde que murió mi madre su temperamento se ha tornado cada vez más melancólico. Y su salud ha empeorado mucho desde hace una semana, cuando hizo el anuncio.
La mujer debió haberse percatado de mi inquietud, pues agregó:
–No se preocupe, mi padre aún está dispuesto a verlo, mientras hablamos el médico lo está examinando. Me pidió que le dijera que por favor lo esperara –y agregó espontáneamente– ¿ya desayuno, Rafael? ¿Quiere una taza de café?
Admití que sí y aproveche para hacerle varias preguntas.
–Yo lo único que puedo decirle es que siempre ha sido un gran padre, un gran ser humano. La gente lo considera estrafalario y excéntrico, pero él es muy sencillo ¿sabe? Y muy simpático, tiene un gran sentido del humor. Debió haberlo visto trabajar en sus buenos años. ¡era–es–un genio! Es una pena verlo tan cansado, tan disminuido, como una vela que se apaga… supongo que simplemente se ha hecho mayor. Tiene 98 años, a final de cuentas la gente tiene que morirse ¿no es así? Quiero decir, cuando ya no tienen por qué vivir.
– ¿Por qué dice eso?
– Por el fallecimiento de mi madre–dijo y suspiró pensativa, apesadumbrada.
En ese momento el doctor apareció en la estancia, intercambió algunas palabras sombrías en voz baja con la hija, que lo acompañó hasta la entrada y reapareció después de unos minutos. El maestro estaba listo para recibirme.
Los muebles de esa gran habitación eran casi todos de nogal, los libros y los planos llegaban hasta el alto techo, un poco como me lo había imaginado. Flotaba en el aire un característico olor a viejo y a tabaco de pipa. Había mucho polvo en los candelabros. El anciano arquitecto estaba sentado en un sofá color verde y daba la impresión de que jamás se movería de ahí. Me sonrió cordialmente, con un gesto de la mano me invitó a sentarme frente a él. Fulcanelli era como yo lo había visto en algunas fotos, solo que muy viejo. Estaba delgado, casi un esqueleto, pecoso, arrugado. Como todos los enfermos terminales, daba la impresión de no haberse bañado en días. No vestía de la manera suntuosa en la que solía aparecer en las fotografías que se publicaban en las revistas, estaba en bata. Sobre su regazo había una manta y sobre la manta un gato que ya era casi cartílago, igual de viejo que él. No obstante, su voz era clara.
–Debe sentirse usted muy afortunado de estar aquí, Rafael ¡Y no es para manos! Le contaré algunas cosas importantes.
El maestro sonrió cómplice, en sus ojos cansados brillo por un momento la legendaria pasión de su genio.
Lo escuche con el bolígrafo y el bloc desenvainados, atento, muy atento.
–Secretos, Rafael. Hay algo en concreto que descubrí muy joven, en medio de la construcción del ojo. Es una revelación tan fundamental que me resulta extraño que nadie antes la haya hecho pública, pero por eso es que está usted aquí, para que yo se lo cuente y usted lo escriba…Ahora que no estoy en peligro, quiero que todo el mundo lo sepa.
– ¿Cual peligro es ese?
– El único peligro fundamental, mi joven poeta. Me refiero a la muerte, naturalmente.
–Pero todos morimos, maestro–le respondí instantáneamente, sin pensar.
–Si… Me refiero a que ahora estoy a salvo de morir antes de tiempo. No dejo nada atrás, no me he perdido de nada. Estoy muy viejo. Ya he enterrado a quien he amado más, a mi esposa Estela–
Perplejo, pero consciente de mi deber; pedí explicaciones, le insistí gentilmente que ahondara. Pero el viejo maestro parecía absorto en sus pensamientos o paralizado en su melancolía. De pronto empezó a sonar música de piano que venía desde el pasillo. Por un momento pensé en si la música estaba en mi cabeza, pero comprendí que era su hija tocando el piano. El anciano sonrió melancólicamente y abrió los ojos otra vez para hablar.
–Es Mozart–dijo– esta pieza es bellisima, aunque ahora no recuerdo como se llama. Yo tenía 35 años cuando empecé a construir mi iglesia. Se podría decir que no era yo un muchacho, pero lo cierto es que sentía que aún tenía toda la vida por delante y los años venideros, que han sido sin duda los mejores de mi vida, así me lo han demostrado. Sobre todo por mi querida esposa, Estela. ¿Sabe usted que falleció hace un par de semanas? Es por eso que he decidido terminar la iglesia, mi proyecto de vida, mi obra maestra. A veces he tenido la sensación de que vivir no es más que la proyección y el levantamiento de un edificio extraño, en el que sin saberlo de manera consciente, todos los seres humanos desempeñamos un papel. Hay papeles de pequeña o gran relevancia, pero todos fundamentales, como cuando se construye un edificio de piedra. –el discurso del anciano arquitecto había cogido de pronto una vehemencia inesperada– Hay quien en su vida tiene la tarea de ser Napoleon, así como en el levantamiento de un edificio hay quien tiene la misión de poner los ladrillos. Solo que este edificio nunca está terminado, joven poeta. Y siempre, después de nuestra muerte, alguien nos sustituye. ¿Sabía usted, Rafael, que Mozart murió a los 35 años? Por supuesto que lo sabe. Si, murió bastante joven, a la edad que usted tiene, sin duda prematuramente. Pero él en parte fue el culpable, porque él antes de los 35 años ya era Mozart, ya había traído a la tierra sus creaciones ¡ya había incorporado a la historia experiencia humana sus sublimes composiciones! ¿Cómo no iba Mozart a morir si él ya había colocado su ladrillo? Es una cuestión de lógica: sencillamente él ya no tenía ningún cometido que lo atara al mundo. Pensará usted que yo estoy loco o que estoy filosofando nada más, pero esa simple conjetura elemental es la que me ha permitido vivir por tanto tiempo. Cuando prefiguré los planos de la iglesia me sentía cada vez más seguro que aquel proyecto sería la misión de mi vida. Lo supe de forma irrefutable, como si fuese una revelación divina… y tal vez lo haya sido– en este punto de la conversación Fulcanelli estaba claramente afectado por la emoción y hablaba con excitación creciente– ‘Noté que a medida que el proyecto progresaba, comenzaba a sentirme mal. Cada ornamento, cada puerta colocada y cada ventana, acrecentaban en mi una desagradable sensación física. El segundo médico que consulté me desahucio, me dijo que tenía un cáncer muy avanzado y los meses de vida que estimó para mi coincidían perfectamente con la puesta de la cúpula. De repente todo me pareció muy claro y decidí poner a prueba mi teoría. Sin gastar más tiempo ordené que cesara la edificación y llevándome los planos, partí con Estela a Turín, al norte de Italia. Las primeras semanas mi esposa y yo notamos que mi enfermedad no parecía extenderse, sino que había alcanzado un límite. Al cabo de los meses, mi enfermedad claramente retrocedió hasta que al término del primer año se replegó por completo. Ese fue un bello verano. No busqué ninguna explicación médica, pues sabía que el milagro era una trampa de la metafísica. Mi fortuna fue reconocer mi proyecto de vida, eso fue lo que me salvó. Ahora que mi esposa se ha ido, estoy listo para darle término. Muchas gracias por su tiempo, señor Rafael.
Me incorporé de inmediato, atolondrado. Y le extendí la mano.
–Muchas gracias, maestro –le dije honestamente conmovido– esta será sin duda la crónica más importante de mi carrera como escritor.
–Entonces, si yo fuera usted, no la publicaría inmediatamente.
Lo demás, es historia.
Rafael Ruiz Medina es un escritor y poeta mexicano.
Cada vez que sentía el rose de su pierna junto a la mía la piel se me ponía de gallina, un sudor recorría mi espalda y mis manos se humedecían, estudiaba cada una de sus facciones y mi corazón se estremecía… en esa época no podía apalabrar lo que sentía, sabía que era raro, nunca lo había visto antes ni en las novelas que mi abuela ponía a la hora de la comida, ni en nuestros paseos por el parque.
Tania tenía permiso de venir a casa cada 15 días, pasábamos horas planeando lo que íbamos a hacer, pero todo siempre terminaba en lo mismo, tomadas de la mano viendo una película de terror, era mi momento favorito ya que yo aprovechaba cuando ella gritaba de miedo para abrazarla y sentir su olor.
Constantemente me preguntaba ¿Por qué no me atraen mis compañeros del sexo masculino? Cada que llegaba un profesor de biología y empezaba con la cantaleta de que el hombre se debe casar con la mujer y reproducir me causaba nauseas, porque una mujer debía tener contacto con un ser tan arrogante y nauseabundo, lo que me llevo a confesarme…
Me acerqué a mi abuela mientras preparaba la cocina y le dije todo lo que sentía por Tanía, después de todo ese sentimiento ya había durado toda la primaria y secundaria, para ella yo era su mejor amiga y para mi ella era lo que yo más quería.
Siempre creí que mi abuela iba a entender, después de todo gracias a ella había tenido mis primeros acercamientos al alcohol y tabaco, siempre hablaba del liberalismo y que las mujeres debían ser la persona fuerte de la casa, pero no fue así… al escucharme me hincó de forma violenta y con un palo de escoba golpeo mis piernas hasta dejarlas dormidas y con poco funcionamiento, me dijo que a partir de ese momento iríamos a la iglesia todas las tardes y rezaría hasta que Dios me borrara esos pensamientos. ¿Dios? Me preguntaba yo, si lao que proclama es amor ¿Por qué yo no puedo amar a Tanía?
Pasaron alrededor de 4 meses, la iglesia se había vuelto una tortura, el padre se acercaba a mí, con sus manos jabonosas tomaba mi cabeza y rezaba un padre nuestro, me ponía agua bendita y le pedía en voz alta a Jesús que me salvara, que sería una cierva obediente, que yo estaba arrepiente de mis perjuriosos pensamientos.
Al no poder confiar en nadie decidí plasmar todo en un diario, después de todo ¿Quién se atrevería a leer lo que escribe una niña de 14 años? …fue una idea estúpida, pero bueno solo era una adolescente buscando inmortalizar el amor, para mi sorpresa mi madre aburrida, viviendo en soledad lo leyó…
…lloró durante 2 noches y al 3er día como Cristo cuando resucitó en ella nació una idea, visitaríamos mi primer hospital.
Al acercarnos al lugar comencé a sentir miedo, quienes eran estas personas babeantes, vegetales, despeinadas que se encontraban en esa puerta ¿A qué clase de hospital me trajeron? ¿Es tan malo amar a alguien? La psiquiatra se acercó a mi madre y con voz de preocupación le dijo que de acuerdo a la clasificación del DSM III (Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales) yo tenía un trastorno mental, no recuerdo el nombre especifico que le dio pero se me tachaba de volteada, descompuesta, rarita, finalmente homosexual… mi madre decidió dejarme internada, durante ese mes recibí más pastillas de las que me puedo imaginar en conjunto con platicas de curación que me harían ser una persona normal ¿Normal? ¿Normal para quién?
Pasó por mí y en el camino me preguntó ¿Cómo te sientes? ¿Estas curada? … yo respondí que seguía amando a Tania, ella aparcó el coche y me golpeó, fue tan fuerte y tantas las veces las que lo hizo que me desmayé…cuando cobré consciencia estaba en la entrada de mi casa, con las maletas listas, decidió junto con mi padre mandarme a UTAH a un retiro espiritual y de buenos modales ¿Qué clase de estupidez fue esa?
Otro mes escuchando sobre dios, además utilizando faldas largas y aprendiéndome a comportar como una “Señorita”, tenía que aprender a cocinar para que mi esposo me amara, dar las gracias, sentarme bien, masticar bocados pequeños, rezar 5 veces al día, agachar la mirada cuando un hombre se acerara ¿En qué momento iba a parar? ¿Cómo podía escaparme de esa realidad tan horrible?
Pasé siguiendo órdenes, había perdido el contacto con Tania así que los siguientes años hasta llegar a la mayoría de edad decidí pasar desapercibida, fantaseando constantemente en que un día sería libre…
El día que cumplí 18 años comencé a salir con un grupo de amigas y así descubrí Zona Rosa, un lugar lleno de pequeños bares en la zona céntrica del Distrito Federal, la gente parecía más suelta, y despreocupada, dejé de usar faltas y me comencé a vestir como a mí me gustaba con camisas muy grandes, mezclilla y las famosas Dr. Martens, la gente me veía feo, pero no me importaba, claro que en mi mochila traía un vestido y zapatillas para que al llegar a casa nadie sospechara.
Llevaba una doble vida, a mis padres y su círculo les hacía creer que ya me había “Curado” pero cuando salía mi verdadera yo podía tener unas horas para mostrar su personalidad, preferencias y creencias.
Una tarde en un bar cerca de Reforma, una chica comenzó a mirarme, sonreía y bajaba pícaramente su mirada, así se mantuvo durante un largo tiempo la situación hasta que con una cerveza Tecate en la mano se acercó a mí, me dijo al oído que la acompañara afuera… sin pensarlo salí, tomó mi mano y me dijo que camináramos un poco, al llegar al final de la calle, bajo un árbol metió su mano a través de mi pantalón y comenzó a introducir sus dedos en mí, me besaba y yo solo disfrutaba ese placer nunca antes sentido.
Comenzamos a frecuentarnos y en cada rincón de la ciudad buscábamos llenarnos de caricias y besos… una tarde calurosa en Chapultepec, Lucia me dijo que me amaba, la emoción recorrió todo mi cuerpo y me llevó a besarla frente a una buena cantidad de personas, todos ellos comenzaron a aventarnos cosas, a gritar “pinches lenchas”… un camionero se detuvo al ver lo que ocurría y nos golpeó con un bate, el bochorno, los gritos, el bullicio de la situación hizo que llegara la policía, entrevistó a unos cuantos y sin pensarlo nos llevó al MP, los cargos no me quedaron claros pero era algo así como exhibicionismo en vías públicas, violencia con arma blanca, alcoholismo, etc.
Ahí encerradas en los separos, con miedo, fuimos agredidas nuevamente ahora por la policía, “Te la voy a meter toda para ver si así te haces mujer” “Estás marranas recibirán su castigo” “Deberían estar aprendiendo a cocinar”
….
Ahora tengo 40 años, estoy sola, triste, abandonada por mi familia y lo único que me pregunto es ¿A quién tengo? Claramente Dios si es que existe nunca estuvo conmigo, la sociedad no aguantó a dos mujeres que se aman, mi familia me puso al olvido para no convivir con una anormal, ¿Cómo puedo vivir con tanta angustia? ¿Cómo puedo aceptarme a mí misma si los demás no lo hacen?
¿Quién creo estas leyes que no permiten a la gente ser lo que se es? ¿Quién me dejó sufrir tanto? ¿Quién me ayudará a encontrar nuevamente un camino? ¿Seré algún día una buena mujer? ¿Dónde está ese dios que en su reino y en las leyes de la tierra castiga?
Ivette Estefany Fernández Espinoza es licenciada en Criminalística, trabajó como perito en Criminalística de Campo en la Fiscalía de la CDMX, ha impartido cursos de Cadena de custodia y Procesamiento del lugar de los hechos. Actualmente estudia de Psicología en la Universidad del Claustro de Sor Juana y es practicante en COAPSI.
Las vivencias de un grupo de jóvenes de Collique, víctimas y victimarios de la violencia urbana, se condensan y transforman en Cuando muere la niebla, la más reciente nouvelle de Nilton Maa. La periferia limeña, sus carencias, sus relaciones sociales y su geografía e infraestructura marginales son el marco en que se desarrolla una historia heredera del realismo urbano que busca retratar el crecimiento de la capital, las penurias y destinos de sus habitantes.
Aunque el centro de la narración es el enfrentamiento de dos pandillas de adolescentes, el relato inicia con un juego de niños que involucra sí una aproximación violenta a la sexualidad, un señalamiento que marca el destino de Chino, primera voz narradora del relato.
Asistimos, primero, a la voz del joven que narra en primera persona su melancolía, sensación que cubre todo lo que observa en el barrio (y que, de alguna manera, permea los demás testimonios). Esa mirada lo distancia, pero no lo hace ajeno a la realidad, sino que lo lleva a reflexionar sobre ciertos elementos de la vida cotidiana: la comida de la semana, la que se reparte en comedores o la que se obtiene con los esfuerzos de una abuela que sobrevive con un solo salario, las agresiones del barrio para someterlo a una categoría; llega incluso a observar y cuestionar el sentido de la esperanza misma.
Desde ese lugar melancólico, el ensimismado protagonista se siente ajeno a un mundo que, debido a su origen, solo le devuelve su propia fragilidad, su sentido de no pertenencia. Pero es con la adolescencia que se manifiestan la violencia ritual de las pandillas, las demostraciones de fuerza, burla y hostilidad que sufre el protagonista, manifestaciones cuyo objetivo es la subordinación de su identidad. De ellas, el protagonista se refugia en la imaginación.
La narración de la bronca decisiva, hecho que define la existencia de los personajes, resulta vívida e impactante. Pero la narración de Chino sobre el hecho se centra en algo más vital e íntimo: el descubrimiento del propio deseo, refugio ante la muerte y la pérdida, y la culpa de ese mismo sentir.
Otro mérito de Cuando muere la niebla es su construcción polifónica. El punto de vista de cada miembro de la pandilla amplifica la realidad. El mismo evento y sus consecuencias son narrados por los agresores del protagonista, que a su vez son víctimas del círculo de violencia. Así, podemos conocer el orden de ideas en que se desarrolla su mundo, sus afectos, el temor de que la violencia llegue a sus seres cercanos, sus propias contenciones y limitaciones. Además, los saltos en el tiempo ayudan a dejar en claro que la historia de Cuando muere la niebla está viva en cualquier ciudadano de la ciudad de Lima, que sus hechos nos alcanzan e interpelan.
En Cuando muere la niebla, es el juego con la violencia —“adolescentes que buscan emociones más fuertes para hacerse los valientes, porque no se tolera la inocencia”— la que determina el destino y obliga a cada miembro de la pandilla a tomar una decisión.
La nouvelle de Naa está emparentada con relatos de contemporáneos como Enmanuel Grau y su libro de relatos Hijos de la guerra y J. J. Maldonado y su libro Los Buguis, que a su vez son herederos del realismo limeño de Congrains y Reynoso. Quizás el mayor mérito de Cuando muere la niebla sea la oralidad fiel de sus personajes, los monólogos interiores de los personajes en los que se percibe una comprensión propia del autor, un deseo de dar sentido al caos en que sus personajes crecen envueltos.
Biografía de Julio Durán:
Es un escritor peruano, autor de la novela «Incendiar la ciudad» (2002) y el libro de relatos «¿Y quién eres tú para juzgarme?» (2017). Su más reciente novela, «A un lugar que ya no existe», fue publicada por entregas en el diario Peru21. Ha formado parte de distintas antologías como «El Cuento Peruano 2001-2010» (Petroperu, 2010) y «Selección Peruana II» (Estruendomudo, 2007). Algunos relatos suyos y extractos de su novela han sido traducidos al inglés y publicados en A Public Space, Words Without Borders y The South Carolina Review.
Julio Durán, autor de la presente reseña literaria
Texto de presentación del libro el pasado jueves 31 de octubre en la Casa de la Literatura Peruana (CasLit).
A primera vista, tras haber revisado la portada, la tipografía y los títulos que componen este volumen (Editorial Apogeo, 2019), podría considerarse que el nuevo de libro de Francois Villanueva Paravicino encaja en aquello que se considera literatura de terror. Una lectura atenta, sin embargo, nos revela que la intención del autor no ha sido originar miedo en el lector o, en el peor de los casos, despertar la sospecha de que estos relatos han sido concebidos con esa finalidad.
Pienso, por ejemplo, en El verdugo, primer cuento del conjunto. El narrador, a la vez personaje, huye mientras ensaya una crónica de los eventos inmediatos, de lo que acontece en tiempo real, tratando de evitar a una horda de demonios que lo persiguen para hacerlo pagar por sus faltas. De cierta forma, hallamos aquí ciertos puntos de convergencia con algunos relatos de Edgar Allan Poe, como en Un descenso al maelstrom, pero con la diferencia que, mientras la narración del Allan Poe confluye en el raciocinio, es decir, en aproximarse a una explicación lógica del infortunio o la maldad, haciendo que el narrador se detenga en lo inverosímil y lo estudie y verifique la posibilidad de un argumento que haga sentido con lo imposible, Francois Villanueva Paravicino elige formular un recuento que no busca nuestra aprobación, sino únicamente nuestra contemplación.
Con esto no quiero decir que el autor elija un camino fácil o que falle en la ejecución de sus relatos, sino que su camino es otro, su sensibilidad es diferente. Una cosa es enfrentarnos a un cuento como Los crímenes de la calle Morge y otra, muy distinta, es abordar un relato como La lotería de Shirley Jackson. En el primero, el autor no nos concede tregua en cuanto a sus pistas y observaciones milimétricas del crimen que se ha cometido, y, no contento con esto, él mismo formula las hipótesis y, finalmente, resuelve el caso con la maestría de Holmes o de monsieur Lecoq; por el contrario, Jackson nos sugiere un poblado y un culto y, también nos insinúa, además de la violencia del desenlace, el miedo y la turbación.
Más que del género del terror, la narrativa de Jackson asimila la influencia de la novela gótica de finales del siglo XVIII. La principal diferencia que podría señalar entre el terror y lo gótico es que lo gótico, más que propiciar una emoción en el lector a partir de lo que sucede con los personajes, busca recrear ambientes de deliberado claroscuro, una suerte de escenario que perturba y enrarece a los personajes inmersos en la ficción y, por extensión, estas sensaciones son transmitidas al lector.
En las descripciones que realiza Francois Villanueva Paravicino en sus relatos existe esta necesidad por ubicarnos en ambientes sofocantes, por momentos de un minimalismo malsano y, por otros, de una exuberancia que nos acosa. En Las heladas se puede apreciar este recurso, ya que, si bien nos sitúa en el inhóspito territorio de la puna, las descripciones son tan detalladas que nos sentimos atacados por la prosa del autor, por momentos despiadada en su detalle, y si a esto le agregamos la ausencia de personajes, nos sentiremos dentro de la escena, apremiados por huir. Una sensación que se parece a la que nos genera leer El castillo de Otranto de Walpole (quizá la novela que inaugura el género gótico), ya que el autor nos hace ir y venir tantas veces por galerías oscuras o ingresar en celdas donde la humedad escapa a su mención y nos hostiga, que, por un momento, la trama se anula y disfrutamos/sufrimos el diseño de la atmósfera.
Sin embargo, lo gótico en este libro de Francois Villanueva Paravicino, además de funcionar como utilería, o mero escenario de los hechos, se revierte hacia los personajes, a partir del discurso que cada uno ejerce y ofrece, por lo que lo gótico se convierte también en la decoración de la psiquis de cada uno de ellos; así, en cada soliloquio de los personajes es fácilmente reconocible ese camino de tenue iluminación, lleno de pasadizos estrechos por donde, más que ideas, transita la turbación de cada uno de ellos. No estamos, entonces, ante ese raciocinio luminoso de los relatos de Poe, sino más bien en la oscuridad de lo desconocido, en las tinieblas de la incertidumbre que, a su manera, incide en las reacciones de cada uno de los personajes de los cuentos de Francois Villanueva Paravicino.
Hay matices de estos rasgos, como en Las heladas, que ya he comentado, y también en La familia de un conocido, donde lo absurdo de la situación nos genera un extrañamiento genuino que se ve reforzado, una vez más, por la descripción de la escenografía narrativa que nos propone el autor; si a esto le agregamos ese temor a la inmortalidad (que ya ha sido explorado por otros autores como Swift o Borges), tendremos una muestra precisa de lo que persigue este libro en cuanto a sus propuestas estéticas.
Algo parecido, aunque con otros resultados, encontramos en el relato central y que da título al libro. En él asistimos a un retorno al lugar de origen, el cual encierra una serie de conflictos aún no resueltos, latentes, y con los cuales el narrador se ve enfrentado, algo bastante usual y que se ha explorado innumerables veces en la literatura (no quiero citar algo obvio como Pedro Páramo; prefiero mencionar La luna y las hogueras de Pavese). Nuevamente vemos el desconcierto del narrador, como en La lotería de Shirley Jackson, ese desfase con respecto a las formas originales, esa apariencia con que la realidad, dentro de la ficción, embiste a quien presencia los hechos. Aquí lo indescifrable o, mejor dicho, aquello para lo que no se encuentra una explicación oportuna y puntual, es también otra de las formas con que el legado de lo gótico decreta su presencia.
Recordemos las intrigas en El italiano de Ann Radcliffe o en La dama de blanco de Collins para hacernos una idea de cómo es que Francois Villanueva Paravicino establece los tiempos dentro de su relato, aunque su manera de presentar los hechos escape del sensacionalismo del dato escondido y se enfoque más en transmitir, con sensatez, sensibilidades y reacciones. Lo que podría ser una burda narración de muertos que acosan la cotidianeidad de los vivos se convierte, gracias a la pericia del autor, en una ocasión para develar cómo es que la personalidad de sus personajes hace frente a situaciones extravagantes; creo que el valor de estos relatos radica precisamente en ello, en cómo el lector puede asistir, desde la distancia benevolente de la ficción, a eventos excepcionales y que contradicen todo aquello que asumimos con nuestra normalidad. Con todo esto, y a pesar de la primera impresión que despierten estos relatos, Francois Villanueva Paravicino ha construido un conjunto que escapa de la convención del terror llano y se acercan, felizmente, a la estética privada del autor.
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*Cristhian Briceño Ángeles: Ha publicado el poemario Breve historia de la lírica inglesa y el conjunto de prosas La trama invisible. Ha sido antologizado en El fin de algo. Antología del nuevo cuento peruano 2001-2015. En 2012 obtuvo el primer lugar de la XXV edición de El Cuento de las 1000 Palabras, organizado por el semanario Caretas, con el relato «Fiebre». Asimismo, en 2013 ganó el premio Copé de Plata de la XVI Bienal de Poesía con La comedia inmóvil (Petroperú Ediciones Copé, 2014). Sus textos han aparecido en revistas peruanas y extranjeras como Buensalvaje, El Hablador, Lucerna, Poesía (Venezuela) y Luvina (México). En 2018 fue incluido en la antología País imaginario. Poesía Latinoamericana 1980-1992 y, también, se reditó su primer libro de cuentos, La literatura en Alaska.
Portada de Cementerio prohibido de Francois Villanueva.
Bajo el sello de Caja Negra, el periodista ingresa al campo de la narrativa. “Estos relatos son un homenaje a la tradición literaria”, comenta en la contraportada del libro la poeta Carmen Ollé.
El periodista Carlos Contreras Chipana, tratando de no perder el equilibrio, ha pegado un arriesgado salto hacia las veredas literarias. Acaba de publicar «Una carta sin Paul McCartney y otros relatos» (editorial Caja Negra), su ópera prima con la que ingresa al campo de la narrativa.
En los diez cuentos, que componen esta publicación, los personajes no defraudan a su destino y se sumergen en la tentación de ser, imposiblemente, humanos. El autor confiesa que con el libro pretende retratar las vivencias de una generación a través de múltiples voces que presentan sus desamores, traiciones y soledades.
“Desde Una carta sin Paul McCartney, pasando por Matalayunza, hasta La tumba sin dueño, Carlos Contreras nos ofrece diversos mundos posibles. Al sumergirnos en ellos, surge la inminente pregunta: cuál de estos cuentos que destacan en este libro es el más próximo a lo real. ¿Acaso el primero, sobre un amor de ocasión, que se desvanece como recuerdo juvenil? ¿Tal vez la resolución de una muerte, en el segundo, que pesa sobre la conciencia de los invitados a una celebración andina? O para mayor sorpresa, ¿el desdoblamiento de un personaje que lleva flores a la tumba de un difunto desconocido? Estos relatos son un homenaje a la tradición literaria: un cuento de amor rockero con dicción adolescente y citadina; seguido de la narración costumbrista que reconstruye el habla dialectal del campo, para culminar con un texto de efecto Rulfo. Todos escritos con mano diestra y gran habilidad expresiva”, ha escrito en la contraportada la poeta Carmen Ollé.
El libro ya se puede adquirir en la página web de Caja Negra y en diversas librerías de Lima, como el Virrey de Miraflores, Book Vivant, Escena Libre y Communitas.
Sobre el autor
Carlos Contreras Chipana (Lima, 1988). Estudió Periodismo en la Universidad Jaime Bausate y Meza. En sus más de 10 años como reportero ha trabajado en radio, TV y prensa. Actualmente, escribe crónicas y reportajes en el diario La República. También ha sido becario de la Red de Periodistas Latinoamericanos Cosecha Roja y es colaborador de la revista Anfibia. Ocupó el primer lugar en el Primer Concurso Nacional de Periodismo sobre Políticas Sociales (CIES-2015). Sus cuentos han sido publicados en antologías literarias. Es coautor de La banda sonora de tu vida (Autómata, 2019) y de Generación B, jóvenes del Bicentenario (Artífice, 2021).
Carlos Contreras, autor de Una carta sin Paul McCartney y otros relatos
Hace poco tuve la oportunidad de ir —junto a mi familia— al cine después de dos años, debido a la crisis sanitaria del coronavirus, a ver la película peruana Un Mundo para Julius. Fuimos al Cinestar de Metro UNI. Digo fuimos porque toda la familia disfruto del film, en el cual se cumplieron los protocolos de bioseguridad: el uso de mascarillas, la distancia social en las butacas; además en la entrada nos echan alcohol en las manos y nos miden la temperatura.
Fue un Miércoles 17 de Noviembre, del año 2021; eran las 6:30 de la noche. Ya habíamos comprado las entradas para la función de las 7:30 de la noche. En esa hora se proyectaba la película Un Mundo para Julius. Entonces, para “matar el tiempo”, nos fuimos a cenar un rico pollo a la brasa, una gaseosa Inka Kola de litro y medio, unas salchipapas y un cuarto de pollo broaster. Nos chupamos los dedos con la delicia de cena que nos “empujamos”. Eso no es todo. Guardamos los huesitos y sobras en una bolsita para las mascotas de casa. Al terminar de cenar, mi reloj marca 10 minutos para iniciar la función de cine.
—Ya falta poco —dije a mis padres y a mi hermano menor—. Son las 7:25, según mi reloj.
Los autos transitaban apurados; cláxones estruendosos, tan ensordecedores que golpeaban a mis oídos. Mi hermano menor reía a carcajadas, expresando su felicidad de volver al cine; la familia salía a pasear después de mucho tiempo. Se respiraba un aire fresco que relajaba nuestros sentidos; la noche empieza a oscurecerse; el alumbrado público iluminaba la ciudad de un anaranjado tenue.
Ingresamos, 2 minutos antes de la función, a la Sala 2. En aquella sala se proyectaría la adaptación cinematográfica sobre la novela más conocida de Alfredo Bryce. Después de ingresar, nos sentamos, tomamos la gaseosa, la canchita, las papas y los jugos (escondidos habilidosamente en nuestras bolsas; nadie nos descubrió). Nos “comimos” alrededor de 20 minutos de videos de publicidad.
Todos en la Sala 2 estábamos expectantes.
***
A los pocos minutos, nos matábamos de risa. Eso para empezar. Mientras trascurría la película, la humedad de nuestros ojos —sobre todo los de mi madre— se escurrían en nuestras mejillas. Nos sentimos impactados con un drama tan cercano a nuestra realidad, tan cercano a nuestra experiencia y tan cercano a nuestra sensibilidad.
“Que hijo de puta… Huevón de mierda”, dicho por un grupo de jóvenes de aproximadamente 20 años. Sí, al finalizar la película quedabas enfadado/melancólico al ver tanta inmundicia, tanta porquería, tanta… No sigo porque tal vez…
En fin, Julius de 11 años nos dibuja el contexto social latinoamericano en el cual impera la discriminación y la carencia de valores, de humanidad. Esto no ha cambiado a pesar de que la película se desarrolla en los años 50.
“Esta película sólo puede ser entendido por un público sensible y culto; lamentablemente los jóvenes de hoy no están preparados para esta obra cinematográfica.”, enfatizó mi padre con suma resignación.
Fin
Película Un Mundo para Julius de Rossana Díaz Costa.
*P. D: Esta crónica empezó como un borrador en el mes de noviembre, año 2021. Para ser concluido, después de varias correcciones, y publicarse en diversos medios.
Por: Julio Buitrón (Premio Caretas de las Mil Palabras)
Si tuviera que definir la literatura de Francois Villanueva, diría que es una literatura estridente. Estridentes son sus personajes, sus historias, sus escenarios, hay una ambientación que hace sentir a la selva de trasfondo, el río Apurímac, el Vraem y los Bajos Mundos. Ya en su primer libro de cuentos encontramos estas circunstancias y personajes que se tornan violentos, alegres y trágicos, como si la escritura a nuestro autor lo divirtiera y lo angustiara, de ahí una violencia moderna (con espíritu de cómic o anime en pasajes que hacen recordar a las películas de Tarantino: la minimalista, prolongada, ambiciosa, pelea a vida o muerte de Rhino contra sus asesinos) en medio del día a día en las zonas recónditas y urbanas de Ayacucho y por ratos Lima, pues esta novela se expande del Vraem al Perú (centro-sur) como si de otro Tahuantinsuyo se tratara, una cotidianidad que no solo es estridente, pues parece mágica, un escenario en que sobreviven los mitos urbanos y los de antes del arribo de los españoles, por ello, en esta novela los capítulos son más bien estampas.
Capítulos que se subdividen y conforman esta serie de historias que, por momentos, también se pueden leer como independientes, a riesgo de perderse de alguna intriga de Los Dragones y otros retratos-historias que a la par se van desarrollando, en especial, una que nítidamente se destaca y perfila ya casi al final, cerrando con broche de oro esta comedia humana cuyo reparto se compone de actores a los que, al igual que Dostoievski y C. E. Zavaleta, caracteriza una hipersensibilidad a flor de piel (asesinos, prostitutas, curas enloquecidos, narcotraficantes, senderistas, tribus selváticas, adolescentes camino a la adultez, pobladores comunes), que es la historia de un escritor, su vocación y su locura: la cima de esta novela en la que la disección de una enfermedad mental no es nada complaciente, sino que nos golpea por aterradora, oscura, terrorífica; de esta manera, este libro dialoga con diversas vertientes de la tradición de la narrativa peruana, bebe de referentes muy diversos para convertirse en una literatura urbana, regional, de aventuras, metaliteraria, detectivesca, narcoterrorista, de la violencia.
De todas estas fuentes bebe Francois Villanueva para trasladarnos a un mundo con personajes vivos. Con gran dominio del diálogo, retrata una coloquialidad que convierte a esta novela en coral, porque en ella los sucesivos personajes se dan la posta de la narración y así nos vamos enterando de sus peripecias y desdichas, estos diálogos son tan reales, verosímiles (en su dramatización) y encantadores como los que encontramos en Vargas Llosa, quien en sus inicios quiso ser dramaturgo.
De esta suerte, Francois Villanueva continúa con su tema: retratar a un Vraem que parece irreal, pero que existe porque está en los mapas, al contrario de la fórmula de Melville, un pueblo que cabe perfectamente en la tradición forjada por Rumi, Comala, Macondo, Santa María, Villaviciosa, o también el pesadillesco Chimbote de Arguedas en los Zorros. Esta obra que en muchos momentos se entrevera, debido al estilo estridente, también es una novela de iniciación en la que se advierte al principio una historia que avanza a trompicones para luego ganar en soltura; es decir, la estridencia la ha naturalizado el lector a partir, entre otras cosas, de una prosa más fluida, armoniosa[1]. Siendo, de igual modo, una novela de iniciación en la que este desfile de destinos sin rumbo, nihilismo alegre, vital, jocoso, pantagruélico (Bryce o Gregorio Martínez), de una juventud a la deriva, se emparenta –¿un diálogo involuntario como decía Borges que ocurría cuando la genialidad crea a sus precursores?– a la aleatoriedad de los capítulos de Al final de la calle o las primeras novelas de Jaime Bayly (No se lo digas a nadie, Fue ayer y no me acuerdo).
La tradición nos empuja (Hegel) de estos jóvenes limeños desencantados y aburridos de inicios de los noventa a los jóvenes de este siglo de internet y pobreza, y entre todas estas historias satelitales se consolida la amistad de una pandilla de adolescentes que se vuelven hombres. Los únicos ausentes en esta novela son los millonarios. Ese rincón privilegiado es el único inaccesible, pero la presencia de un poder opresivo está ahí, algo que se refleja en el prostibar El Refugio, uno de los burdeles de los Bajos Mundos. Otro moridero (Salón de belleza). Un mundo de rocola con música chicha, cumbia y boleros, donde precisamente se ha ido a refugiar Celia Camelia, la protagonista de la otra historia principal, la de un (des)amor rocambolesco y funesto que tuviera ella con Fidel Larco Astete, esta especie de vaquero que va en rescate de su amada, la que se ha convertido en prostituta, madre soltera. Suena a chiste y es trágico al mismo tiempo. De este punto pasamos a una exposición que alcanza niveles regionales que, en cuanto a técnica, hace recordar al fragmentarismo de Ciro Alegría[2], una estética que luego Vargas Llosa (una desmesura abarrocada de la que vuelve con La tía Julia y que luego afianzará en los ochenta para rematar con ese invaluable testamento total que es El pez en el agua) revolverá como un cuadro de Pollock.
Si tomamos en cuenta, por último, otra particularidad que hace de Los bajos mundos (Editorial Apogeo, 2021) un muestreo de la amplia gama que ofrece la contemporánea tradición peruana[3], Francois Villanueva elige a Los Dragones como sus antihéroes (posteriormente esta candidez se pierde en la criminalidad del mundo adulto), pandilla de muchachos que podemos rastrear en Congrains, Reynoso, Vargas Llosa, Gutiérrez y los nada criminales, pero muy alegres sanisidrinos de Bryce Echenique, o los arguedianos de Los ríos profundos[4]. Pues si Vargas Llosa lamentó que cuando él empezó en el oficio se consideró un huérfano por no tener a nadie a quien tomar como padre-referente de la novela peruana, salvo Ciro Alegría, ahora no podemos decir lo mismo de nuestros titanes novelescos que para el Perú vendrían a ser lo mismo que fueron Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola (Proust es Dios) para los franceses. Como se ve, para enriquecer a nuestra tradición se necesita de algo más que talento.
Los bajos mundos, primera novela de Francois Villanueva, joven a todas cuentas, nutre y pertenece a la tradición narrativa peruana.
[1] François me confiesa que la novela la empezó en la secundaria.
[2] El recurso de un pueblo de telón de fondo está presente tanto en Los perros hambrientos como en los escenarios selváticos de La serpiente de oro, una novela de la que el ciego Borges se sabía de memoria el primer capítulo.
[3] La transformación de la provincia y la vida de sus pobladores por la irrupción de la modernidad es otro tema caro a Los Bajos Mundos y a nuestra tradición.
[4] La narrativa peruana tiene a la juventud como su protagonista favorito, y podemos mencionar así tanto a La casa de cartón, como a Ribeyro y Rivera Martínez.
Novela: Los bajos mundos (Editorial Apogeo, 2020).Francois Villanueva, autor de la novela Los bajos mundos
Primer libro del narrador piurano Tadeo Palacios, y quinto título de la colección Iceberg, reúne 12 relatos y 1 nouvelle polifónica sobre 14N, a la par que retoma la literatura como herramienta de denuncia social.
Ficha Técnica de Libro
Título: Mañana nunca llega Autor: Tadeo Palacios Precio: S/ 39.00 Serie: Iceberg / Cuento 226 páginas | 11 cm x 18 cm | Tapa rústica con solapas ISBN: 978-612-4416-28-6 Fecha de publicación: noviembre de 2021
Nacido en Piura en 1994, el narrador Tadeo Palacios Valverde debuta a sus 26 años en el escenario literario local con Mañana nunca llega, un volumen que reúne doce cuentos inspirados en la realidad nacional y una nouvelle polifónica sobre el estallido social del 14N, a un año de su acaecimiento.
Heredero de grandes narradores con conciencia social como Pilar Dughi y Miguel Gutiérrez, y también de la oralidad lírica del mejor Reynoso de Los inocentes, Palacios sorprende por su potencia narrativa, la versatilidad de su pluma y una profunda agudeza para aprovechar literariamente los grandes desencuentros que palpitan en ese territorio real e imaginado llamado Perú. A veces desde el humor ácido ribeyriano, otras indagando descarnadamente en sucesos terribles, e incluso cuando bordea el registro del terror fantástico, Palacios logra un retrato del país imperfecto, un tanto ridículo, pero sobre todo trágico, que nos cobija; esa tierra que se constituye como una sumatoria de violencias, fantasmas sociales, traumas colectivos y postergaciones. Y es, justamente, esa postergación eterna y violenta la que motiva el título de este libro: aquella promesa de un «mañana mejor» anhelado por quien sufre, usufructuado por los políticos en campaña y promocionado por la prensa mediante reportajes mediocres y simulacros marqueteros, sin que jamás se materialice. Esa secreta esperanza que el lector también abriga, pero que en Perú se trastoca en potencial decepción, palpita fuertemente en estos relatos, a la par que cuestiona el statu quo nacional, en pleno Bicentenario.
Tadeo Palacios se muestra, pues, en esta, su ópera prima —y el quinto título de la colección Iceberg—, como un narrador valiente y dispuesto a poner el dedo en la herida para dejar que «salte la pus», como decía Gonzáles Prada; un artista de la palabra que no teme develar lo que normalmente se calla y esconde, ni tampoco discutir la narrativa falaz del éxito peruano y el progreso aparente. Voces como la de él, que se levantan y exponen la aspereza de la realidad sin relegar a la belleza a un segundo plano, que denuncian sin caer en lo panfletario, son probablemente las que necesitamos hoy en día —cuando el imperio de las fake news y los likes y el imperativo de la felicidad descartable nos distraen— para detenernos un momento a pensar y reconocernos como individuos, como nación, mientras evaluamos el rumbo de nuestras vidas, la posibilidad o imposibilidad de nuestros sueños, y la patente desigualdad de nuestras sociedades.
Tadeo Palacios
Tadeo Palacios (Piura, 1994) es abogado por la Universidad Nacional de Piura y actualmente cursa la Maestría de Literatura Hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). En 2017 fue becario del programa Arequipa Imaginada del Ministerio de Cultura. En 2020, una versión previa de su relato «El legado» fue ganadora del Concurso Nacional Nuestros Relatos, organizado por la Presidencia del Consejo Ministros (PCM) y el Proyecto Especial Bicentenario de la Independencia del Perú. Sus intereses orbitan la narrativa de la violencia política latinoamericana, el social thriller estadounidense y la cultura pop japonesa. Actualmente, conduce el podcast Proyecto Machete y escribe en www.tadeopalacios.pe
Instagram: @sonambulario
Twitter: @SonambuloRojo
Lima, noviembre de 2021 // SE AGRADECE LA DIFUSIÓN
Blurbs
Sin concesiones, con prosa ágil, vigorosa y registros que subvierten con talento las convenciones, los cuentos de Tadeo Palacios Valverde nos hunden en la vorágine de las pasiones humanas que los tiempos de crisis sanitaria y política han acrecentado. Se trata de la radiografía lúcida de una sociedad frente a cuya descomposición resisten con terquedad quienes aún creen que otromundo es posible.
Christiane Félip Vidal
A pesar de su juventud, Tadeo Palacios tiene una prosa tan lograda que podría leerse cantando. Vive en ella algo de la oralidad de Oswaldo Reynoso —en Los inocentes— y de la música del hablar de Piura. Pero esta elegancia sutil no es señal de calma: el lenguaje, como un viento que se manifiesta suave solo al principio, va construyendo historias donde el dolor y la ira emergen brutales, con la sensorialidad a flor de piel.
Juan Manuel Robles
«La tarde ya lo inundaba todo con su sangre», escribe Tadeo. La tarde y su promesa agridulce, materna y paterna. Espera, abandono, amor, resistencia, malentendido, pisoteo, lucha. La tarde es ambigua y urgente. La tarde arremete, no es retráctil. Como estos cuentos. Sus colores: rojo fuego; su paisaje: el desierto, el mar y la ciudad; un sabor: tamarindo; y estos lenguajes: la ternura y la cólera. Cada tarde llega a su mañana, Tadeo, pero el mañana nunca llega.
Katya Adaui
La irrupción de Tadeo Palacios en el circuito literario con estos poderosos relatos confirma lo que intuíamos los que nos acercamos a sus primeros esbozos: no solo es el vuelo y la innegable calidad de su prosa, estamos ante un escritor impetuoso, vital, arriesgado que vive la literatura y defiende a muerte esta extraña forma de vida.
Diego Trelles Paz
Ante todo, Mañana nunca llega es un libro que no teme. No teme construir desde los insumos locales: de la Piura bullente, de su habla, mar, desierto, sueños y miedos; su burocracia y estructuras verticales, que son las del país. No teme tampoco explorar zonas grises y los saldos de la violencia del conflicto armado interno, ni teme devolverle a la ficción la posibilidad de inquirir en lo inmediato —hoy dominio de la crónica—, como la memoria del 14N. Mañana nunca llega, primera entrega de Tadeo Palacios, responde a la urgencia de contar historias a partir de la recuperación de la memoria; construye desde un lenguaje que captura la densidad de la experiencia vivida. A partir de modelos mayores como Pilar Dughi y Miguel Gutiérrez, en los que el individuo es hechura de sus vínculos, Palacios recuerda el pacto histórico de la narrativa peruana con su dimensión política, colectiva y humana.
A Jean, uno de esos cometas que solo se ven una vez en la vida.
“Un cometa, por ejemplo, es la semilla de un mundo.” David Hume.
[Si bien es cierto que nada es un hecho, se sabe que cada setenta y cinco años, aproximadamente, este cuerpo grande y brillante, orbita alrededor del sol. Próximo perihelio: 28 de julio de 2061. ¿Viviremos para verlo? ¿Cuántos estaremos juntos?]
Amar es recordar lo que un día fue.
La última vez que vi a Manuel estuve lejos de pensar que pasaría tanto sin volver a verlo. Le dije sí, nos volveremos a ver, no importa si pasan días o semanas, si a la tierra le crecen árboles o el invierno lo hela todo. Le dije sí, nos volveremos a ver. La cuestión era ser feliz en la tremebunda ausencia, en la soledad que se izaba como un grotesco cuervo una vez que llegaba a casa. Me acuerdo de que experimenté un naufragio arrebatado cuando lo vi alejarse en la distancia, como una ínfima estrella fugaz que robaba miradas. Allí iba él, dentro de un coche verde que empequeñecía gradualmente hasta tomar la forma de un guisante, un guisante que rodaba tardo por las calles empinadas y que pronto se perdería, como un punto colorido, entre la gama de vehículos que haría fila detrás de él.
Esa tarde el sol descendía lento detrás de los cerros, apenas opacado por los espaciosos nubarrones que configuraban el cielo. “Las nubes nunca son de ese color si las ves desde arriba”, dijo alguna vez, luego de explicarme a través de dibujos el origen de sus tonalidades plateadas y la formación de los rayos. Me habría gustado detenerme, como era costumbre, en la dimensión de los detalles. Trazo tras trazo, dibujo tras dibujo, resultaba sino imposible, al menos sí difícil imaginar que aquello llegaría a su final.
Lo que sucedió a continuación resultó escabroso a todos ojos, pero todo pasó así y no de otra manera. No hay otra forma de contar las historias, aunque nos empeñemos en deformar la realidad.
En una de nuestras despedidas, poco antes de que yo subiera al ómnibus, convine en atajarlo.
—Mira que aún te quiero —le dije—. Ya sabes por qué…
—No —dijo él, con una sonrisa que comenzaba a dibujarse—, no sé. A ver, comenta.
—Porque todas las mañanas, cuando me levanto, aún pienso en ti.
Pronto él sonreirá, ensimismado en lo último que acaba de escuchar. Tomará su mochila y guardará un libro, el primero que le di. Entonces, él dirá: “lo ves, esta es mi forma de quererte”. Hablará solo, aún con esa sonrisa irrevocable en su rostro, su cabello se agitará constantemente mientras haga pie a la sala de espera. Pero ya no habrá nada que esperar. Dejaré el equipaje en las manos de un hombre y recibiré un boleto. Él me dirá: gracias, ¿tiene usted una moneda? Pero yo no tendré salvo los recuerdos en las manos, apretados como si se escondiese una paloma a la que no deseara liberar.
—Notifícame cuando llegues.
Escucharé su voz cadenciosa desaparecer en la distancia. Querré sostenerla, volverla tangible y esconderla en el pecho, atesorarla porque no sabré cuándo volveré a saber de él.
—Tú también.
Vendrán a rodar unas cuantas lágrimas, cristalinas rocas que atravesarán las pestañas y caerán al suelo. Entonces, el ruido será aún más estrepitoso que de costumbre. No sabré qué es lo que escucho y estaré lejos de reconocer su voz. Se habrá ido en cuestión de minutos, dejando apenas una estela de melancolía. ¿De esto va el amor?, me preguntaré, agachando la cabeza mientras subo al ómnibus. Cuando esté sentado, escucharé su voz golpearme la memoria. Cantaré en silencio, con los labios apenas entreabiertos “Sígueme queriendo un chingo, vamos bien. Nadie nos podrá hacer pedazos nuestro amor”.
Sentiré un leve dolor en la pierna y abrazaré el olor a tierra mojada que ofrecen las noches nubladas, junto al breve, pero airado capricho de los vientos.
En el cielo, revestido de negro, articulaciones doradas quebrarán la bruma. Dormiré, tranquilo y cansado, a la espera de la alarma. Pronto, muy pronto, estaré a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Sentiré un breve, pero demoledor dolor de cabeza. Algo vibrará, un dolor incipiente. Algo que hará que todo cambie. Llegará, obstinado y violento; llegará, resuelto y airado.
Subo las escaleras con un dolor ineludible. Hay algo que no está cuadrando. El cansancio viene acompañado de una punzada en el pecho. Está aquí, otra vez, está aquí y tardará en marcharse, me digo. Llego a la puerta e ingreso la llave, pero no puedo girarla. Tiemblo, hay alguien dentro de mí que me detiene. Un espasmo, luego otro y otro. El miedo de convertirme en una roca me acecha. Recuerdo los árboles y postes, el camino que hacía hasta hace unas horas, los coches y gente que fueron quedando atrás. Lo recuerdo a él, debe pensar que estoy bien, que he llegado a salvo a casa. ¿Cómo explicarle? Su bondad ha atravesado los límites de la comprensión humana. Sentirse insuficiente resulta poco. Y creeré, creeré que hay alguien allá afuera que lo merece a él más que yo, que una psique dañada como la mía no puede sostener este amor. Le pediré que se vaya, que se aleje mientras pueda. Anda, vete, antes de que te destruya, anda, vete, antes de que no te puedas salvar de mí. Me arrastro por el suelo, las rodillas raspadas, los codos grises, coloridos por el polvo, mi vista apenas se eleva y veo la bombilla titilar. En el fondo sabré que no he amado a nadie así. No podré contarle, aunque así lo desee, que la ansiedad me consume, que el perro negro está de regreso. Hago el esfuerzo por levantarme mientras me apoyo de un banco, luego abro la ventana. Afuera, el alba despierta y se desenrolla sobre los edificios. Un azulejo planea al frente y canta, canta a solas, a la espera de nadie. Y yo me pregunto ¿cómo se puede vivir en soledad? En el móvil se asoman sus mensajes. Un emoji de corazones al lado de su nombre. Aléjate, no me escribas, desaparece, pienso, y arrojo el dispositivo al suelo. Lo amo, lo amo en el fondo, lo amo como no puedo amar a nadie más, pero hay una sólida sombra apoyándose sobre mi espalda.
Buscaré las píldoras y encontraré el frasco.
Luego,
simplemente dormiré.
[El primer avistamiento fue en el 239 a.C., se cree que dos apariciones suceden en una vida humana. Dato curioso: se halla en la Nube de Oort y es de los cometas más brillantes de periodo corto.]
¿Adónde has ido?
Sigo aquí.
¿Aquí dónde?
Dentro de ti.
La primera semana transcurrió lenta, casi interminable. Mañana tras mañana veía sus mensajes iluminar la pantalla del móvil. “Buenos días, solecito”. ¿Cómo podría explicarle lo que sucedía? No había dejado de amarlo, no había dejado de extrañarlo. En el fondo, como un fuego fatuo, ese amor seguía vivo, solo que ahora aparecía soterrado por el peso de las cosas, hundido en el abismo de mis mundos fantásticos. Un día dormiré y olvidaré que puedo despertar, me dije, y avancé a la cocina. La estufa se mostraba límpida y abandonada, hacía días en que no la tocaba. Me apuré a buscar las pastillas antes de que el cuerpo se endureciera más, antes de que no pudiera regresar a la cama. La gente me escribía, demandaban atención, explicaban su día a día, algo necesitaban, seguro querían algo, pero yo no podía ofrecer nada.
El ánimo apenas me alcanzó para abrir la puerta de la estufa. Las manos artríticas no podían encender nada. Un ligero gas se escapaba, su aliento metálico se fundía en mis fosas nasales. Recordé, vagamente, la vida de Sylvia Plath, el cruel abandono, la renuncia ineludible del presente. Vino a mi memoria “Lady Lazarus”. Morir/ es un arte /como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien. /Lo hago para sentirme hasta las heces. / Lo ejecuto para sentirlo real/. Podemos decir que poseo el don.
Los primeros mareos comenzaron en breve. No se trataba de tener la convicción de hacerlo, había algo más, algo de por medio: la dificultad de echar a andar un cuerpo sólido, tan endurecido como las rocas que se resisten bajo el mar. Desde las cenizas me levanto / con mi cabello rojo / y devoro hombres como el aire. De a poco cerré la puerta y una serie de tosidos devino en breve frente a la ventana.
La vecina, despavorida, vendrá en breve a preguntar qué es lo que sucede. ¿Qué le ha pasado? ¿Quiere un vaso de agua? Ella me verá, cansada, quizá podrá sentirse humillada ante mi aplastante silencio. Formularé mis palabras, una tras otra tras otra vez, pero ninguna saldrá. Aterrada por las condiciones en que me verá, convendrá en decir que me llevará al médico. Tengo depresión, alcanzo a decirle, y esto no es solo estar triste. Querré decirle que todos los años pasa, que constantemente he intentado quitarme la vida, que no hay luz artificial ni natural que ilumine esta alma ennegrecida. Haré el esfuerzo por confesarle que siempre tengo miedo a estar solo, que me veo y me desfiguro, que paso los días escribiendo un diario para salvarme, que frente a mis puertas hay una nota, un contrato de no suicidio que firmé con mi terapeuta.
—Yo lo entiendo. También lo vivo.
Siento la aproximación de las arcadas. ¿Podrá entenderlo? Imposible. Esa manía que tiene la gente por compadecer al otro me resulta repugnante.
—Quiero estar solo.
—No puede estar así.
—Hay algo que me salva.
Ella se quedará en silencio largo rato, moverá las manos como preguntándose qué es aquello que me mantendrá a raya.
—El amor, solo el amor puede salvarme ahora.
En algún momento supe que no podría seguir así. La luz entraba diáfana y obcecada por la ventana y el pálido polvo levitaba calmo sobre un rayo dorado.
Esto me está superando, le confesé a Manuel, y no sé cómo manejarlo. No puedo ni podré y no sé si estaré mañana. Claro que podrás, dijo él, no puedes dejarme aquí. No estoy preparado. Mientras compraba un boleto del ómnibus, pensé en la carga que a veces conlleva tener que lidiar con alguien así. El amor todo lo salva, escuché decir, y quizá era aquello lo que me mantenía de pie, trémulo y a veces sísmico, de pie porque mis raíces abrazaban el suelo. No sé si me pondré bien, no tengo la certeza, le dije. Y quizá era el momento de aceptar que uno podía también no ser lo mejor para el otro. Lo estarás porque siempre has podido, recordé su voz y ese ligero aire de confianza. Así como eres, eres el hombre al que amo. Puedes encontrar algo mejor, dije. Yo no necesito algo diferente, yo no quiero algo diferente, respondió al poco rato.
El camión llegó antes de que despuntase el alba. El frío recorría, como era costumbre, las calles principales de la ciudad y la luna aún podía verse con claridad, un círculo blanco luminiscente en un cielo desnudo. ¡Cuánta soledad! No estaba seguro de hacia dónde pensaba encaminar los motivos que me habían llevado a ejecutar el viaje.
A Manuel lo vi cerca del mediodía. Había avisado que abandonaría su jornada laboral antes de lo esperado. Instalado en el cuarto piso de un edificio, vi su coche llegar bajo una luz intensa. Aquel guisante brillaba intransigente mientras hallaba algún lugar para estacionarse. ¿Cómo podía explicarle que me había convertido en una roca inamovible? Apenas me vio nos fundimos en un abrazo.
—No quiero vivir así —le dije.
—Es solo un mal momento.
Ese mal momento, como él lo llamaba, se había repetido implacablemente durante siete años. Sabía, en el fondo, que aquello que yo buscaba, más allá de alejarlo de mí, era saberlo cerca, sentirme seguro y tranquilo. Es probable que nunca hubiese necesitado de alguien como lo hacía ahora con él.
—Te ves muy guapo —dijo.
—No tienes que mentirme para hacerme sentir bien.
El día transcurrió lento y, sin tantos preludios, hicimos camino al consultorio de mi psiquiatra. Fármacos, más fármacos, porque no había otra cosa que pudiera salvarme. Litio, seroquel, lexotán… Me negaba a pasar otra temporada en el hospital. Reventé una vez más, por la noche, en una terrible crisis. La penumbra reinaba implacablemente en mi recámara, extendía sus brazos robustos por las paredes y el suelo, luego descendía, tranquila y sigilosa, debajo de la cama. La incapacidad para mantener la calma me superaba. Vi la noche por la ventana, la luna ahora brillaba como una luciérnaga sumida en la bruma. Al poco tiempo, convine en escribirle. Te dedico esta luna, le dije, haciéndole una foto al cielo. Él me correspondió de la misma manera. La pantalla volvió a iluminarse. Se trataba de una imagen, estaba él, recostado en la cama, con los ojos cerrados, abrazando a un oso de peluche blanco. No pude sino pensar en la fragilidad de las cosas, en las cosas convertidas en cristales, en el amor no como un regalo sino como una decisión, un compromiso.
Probablemente nunca encontraría a otra persona que me amara tanto como él.
[A través de naves especiales, fue el primer cometa observado a detalle. No tardaron en estudiar la estructura de su núcleo cometario, como tampoco lo hicieron con el mecanismo del coma y la cola.]
Llegado el día de volver, nos vimos una vez más. Una oleada de recuerdos me atravesó la mente. Estaba seguro, sé que lo estaba, estaba seguro de que era él y nadie más a quien quería en mi vida, instalado como un roble, pero con la libertad y osadía de las aves. El cuerpo se volvió más ligero y la vida pesaba menos. Y en la distancia podía verlo acercarse, una vez más, sonriendo como siempre lo hacía.
—Te dije que podrías —dijo él.
Yo no pude sino abrazarlo.
Caminamos en línea recta sin saber adónde íbamos. El camino estaba bordeado de setos y abedules, los gorriones cantaban sobre los ramajes, que no eran sino extensiones del alma de los árboles, los perros cruzaban las calles buscando la sombra, mientras que nosotros, perdidos en la avalancha de vida, hacíamos pie a lo desconocido, hasta que, al cabo de un rato, decidimos volver al coche. El gélido viento nos golpeaba la piel, sobre nosotros una parvada de palomas blancas cruzaba hacia el Norte. A esas alturas de la vida, el corazón galopaba ya a velocidades inverosímiles. Me habría gustado decirle algo más, pero no pude sino reventar en un llanto más bien lamentable, llorar porque la vida, la vida renuente me demostraba que después de tantos años era cierto: algo bueno tenía que llegar.
A través del retrovisor vi a una mariposa volar brevemente detrás de nosotros. Pensé en la fragilidad de ellas, en la vida más bien efímera a la que debían enfrentarse y, sin embargo, ella estaba ahí, sin miedo al cambio. Entonces pensé que todos, bien o mal, experimentábamos una metamorfosis interna. Me siento vulnerable, dijo, y solo me puedo mostrar así contigo. Yo apreté los labios. No puedo hacerlo con alguien más. Me importas y te quiero, y valoro que estés aquí. Le dije que lo sabía y que debía tener la certeza de que estaría ahí, incluso cuando la vida pareciera sucumbir.
El amor todo lo puede, pensé, incluso levantar un cuerpo rígido y frío. Recordé las noches en el hospital, la vida destrozada y carcomida por el dolor y la desesperanza. Pensé en todas las personas que habían llegado y hoy no estaban, en el abandono como un arma cruel. Pero esa era, al fin y al cabo, la naturaleza de la vida. Y pensé que la vida también podía ser eso: un constante acompañamiento de sombras y luces. Yo sabía que después de esas palabras la inevitable despedida se acercaría en la distancia. ¿Lo volvería a ver? ¿Cuándo y en qué condiciones? Pensé, mientras reparaba en lo que estaba por venir, en la distancia que separaba un cometa de la vida humana. En especial aquel, esa bola luminosa que aparecía cada tantos años y que la gente se empecinaba en estudiar. Con suerte, la veríamos por primera vez en cuarenta años. ¡Toda una vida!, pensé.
—Debo irme —convine en decir.
—¿Me bajo para abrir la cajuela?
Había dejado mi abrigo dentro. Un perro ladraba en la distancia con la fuerza del infierno, al cabo de un rato, cansado de mover el hocico, dio un salto para detenerse, mientras un gato oscuro brincaba sobre los setos. El perro volvió al ruedo, pero ahora aullaba, aullaba con la fuerza y la ira de quien sabe que le han robado algo. Yo le dije que sí, pero no para eso. El gato se detuvo en el centro del jardín, lamió y relamió su piel, luego maulló como si se lamentara. Como se nos había hecho costumbre, la manera de despedirnos siempre había sido efímera, reducida apenas a un mimo, un beso, un abrazo. Cansado de aullar, el perro comenzó a dar vueltas siguiendo su propia cola. Podo después, se acostó sobre el suelo y dejó caer la cabeza tras un breve y agónico aullido. Aquella vez, en cambio, la despedida fue más larga que de costumbre. Un abrazo eterno y cálido, como solo lo puede ser el de un amor real e inmarcesible. Era verdad, si había algo que podía salvarme, era eso: el amor. Pero no cualquiera, había algo en el suyo que nunca encontraría en alguien más. Algo que, quizá, me costaría toda una vida descubrir. Y es posible que el amar al otro radicara en saberse comprendido, el saber que hay alguien que, aunque camine con la existencia rota, avanza porque sabe que no hay manera alguna, que no sea esa, de enfrentarse a la vida. El amor es, al fin y al cabo, una entrega total que no espera algo a cambio. Amar es darle el poder al otro de verte vulnerable y saber que, aunque tenga todo para destruirte, no lo haga.
Me despedí y besé su frente.
Él sonrió. Su coche avanzó, hasta perderse en medio de la nada. Vino a mi mente la periodicidad con la que se veía a ese cometa, ahora recordaba el nombre, era el Cometa Halley, que cada setenta y cinco años podría vérsele desde la Tierra.
Pensé que el tiempo que me separaría de él, aunque metafórico, poseía las mismas dimensiones de la próxima vez que nos volveríamos a ver. La espera siempre es larga cuando se sabe que a quien se ama yace lejos, bajo un mismo cielo, perdido en las inconmensurables extensiones y dimensiones de la abrumadora Tierra.
Pero él podría no ser solo un cometa, sino un universo entero.
Y, sin embargo, los días sin él pasan y pasan, y vuelven a pasar, y aún hoy tengo la convicción, como la última vez, de querer esperar y decirle que no, que no solo es un cometa, sino que podría ser, también, un universo entero.
El mío.
Alex Reyes (San Luis Potosí, 1997) es un escritor y periodista mexicano. Estudia la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus cuentos y artículos de crítica literaria se han publicado en diversos medios digitales e impresos. Publica semanalmente en su columna, “La rabia y el orgullo” a través del diario El Universal, donde además comparte entrevistas de enfoque cultural. Actualmente trabaja una novela de corte distópico y un libro de cuentos. Las temáticas de sus cuentos están orientadas a desentrañar la naturaleza de la violencia humana, sus inseguridades, los deseos y motivos que empujan al hombre a volcar su vida.