Pudiera ser que cada árbol albergue un bosque en su interior, de ahí que sean tan callados, pues el escuchar diario la misma multitud deja sin palabras a cualquiera. Largo tiempo he contemplado el árbol de ceiba: la ceiba es un árbol desnudo que muestra lo que es tener adentro una multitud, un bosque y todas las nieblas que conlleva tal bosque. Muestra sus espinas y enseña a todos a tomar distancias; se le acercan como si de contactos superficiales se tratara la vida. No es que tenga la sombra de cosas con fantasmas y solas que tiene la de un ciprés (un ciprés sí es pesimista), pero tampoco tiene la sombra que todos buscan de una palmera (una palmera sí es popular). Nadie busca la sombra de la ceiba cuando se necesita amparo y refugio, pues en estos casos siempre se busca un cómplice: los árboles de superficie lisa son tal vez los que reciben más abrazos, a quienes piden más ayuda, tal vez porque casi todo se les resbala. Pero sus espinas no son espinas, sino gárgolas silvestres hechas para espantar niños, ardillas y demás crédulos y custodian lo más valioso que ésta puede ofrecer. Cómo explicarle que para convivir existe una corteza que todo bosque sabe y maneja para que así no duelan las distancias, para pisar las tardes áridas sin quebrarse. La ceiba es un árbol desnudo. He visto adentro suyo largo tiempo y largo tiempo ha visto adentro mío: todas las nieblas que tiene una ceiba, como todas las espinas que es una persona. Dormir, qué falta de respeto para los sueños. Sin embargo, no se puede regresar invicto de donde se apuesta todo el otoño y los brazos, toda la lluvia que se es y todo el cuerpo. Sé que estás ahí, cama, que me observas. Sabes que voy a querer dormir cuando deba enfrentarme a cosas que no puedo desatar, que entre días piedra y horas pantano me recuesto. Llegan tarde mis sueños, me encuentran completamente gris y abotonado. Llegan temprano los deberes, me encuentran completamente azul y despeinado. Debo pedirles disculpas por dejar que el dormir me los robe, pues sin ellos no sé cómo estar despierto, disculpas por las ciudades que abandono cada vez que la tarde abraza las almohadas. Ahí estás, cama. Sabes que necesito acostarme después de que un portazo no termina de sonar. Me ves existir desde la sala oveja hasta la recámara loba con todos mis otoños y mis brazos. El día está cerrado y hay palabras negras habitando mis ojos y la humedad inaugura su reino en las cobijas. Que me despierten cuando se hayan retractado las piedras más negras de la noche, hasta que se haya marchado septiembre y su idioma de cosas caídas. Yo sé bien que una persona que duerme hasta tarde es un dolor que descansa, que no necesitan camas las verdaderas bestias, que las bestias de verdad son responsables con su sueños. Debería frecuentarme menos y acudir a las fiestas. A mis codos, por ejemplo, les gusta la fiesta y nunca he hablado de ellos. Mis pies se han olvidado de bailar a causa de tantas rutas inútiles que les impongo y cosas lejanas a los que los someto (porque me he enamorado de todo lo lejos). Ni hablar de mis manos y esas cosas raras que la mano hace (mis manos: mitad sudor, mitad caricias y terminan en uñas). Intento ser fiesta y tropiezo con mi lengua, con las tardes y con mis uñas y por eso nadie invita a mi lengua, ni a las tardes, ni a mis uñas a sus fiestas. Mis codos son auténticos. Guardan todos los bailes que he coleccionado desde niño para poder sonreír: auténticos superan por mucho el pasaporte de una sonrisa y superan el llevar la tristeza como un comprobante de domicilio. Basta que se meneen para salvarme. Porque no todo es enfrentar los grises del día con el voltaje de mi sangre, ni andar por ahí con el rostro como un naipe bocabajo; sin expresión escondiendo espadas (también sonreír tiene sus espadas). Son sensatos, auténticos mis codos. Debería acudir más seguido a la fiesta que me proponen, recordar que existe el baile cuando la tarde se quede inmóvil frente a sus papeles. Para matar cualquier cosa basta dejarla quieta. Por eso, ahora de viejo quisiera ser igual de joven que mis codos.
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Ricardo Arenas Azcárate (1994). Estudió Música en La Casa de la Música Mexicana y estudia la licenciatura en Creación Literaria de la UACM. En 2019 ganó el Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa por el libro En el armario no hay lugar para dos monstruos. Actualmente es docente y toca jazz en diferentes establecimientos de la CDMX.
Muchas gracias Revista Cardenal y a ti Richard por compartir tan lindos textos
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Muy buenos poemas. No lo conocía. ¿Tienen más material del autor?
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