Tres poemas de Ricardo Arenas Azcárate

Pudiera ser que cada árbol
albergue un bosque en su interior,
de ahí que sean tan callados,
pues el escuchar diario la misma multitud
deja sin palabras a cualquiera.

Largo tiempo he contemplado el árbol de ceiba:
la ceiba es un árbol desnudo
que muestra lo que es tener adentro
una multitud, un bosque y todas las nieblas
que conlleva tal bosque.

Muestra sus espinas
y enseña a todos a tomar distancias;
se le acercan como si de contactos superficiales
se tratara la vida.

No es que tenga la sombra
de cosas con fantasmas y solas
que tiene la de un ciprés
(un ciprés sí es pesimista),
pero tampoco tiene la sombra que todos buscan
de una palmera
(una palmera sí es popular).

Nadie busca la sombra de la ceiba
cuando se necesita amparo y refugio,
pues en estos casos siempre se busca un cómplice:
los árboles de superficie lisa
son tal vez los que reciben más abrazos,
a quienes piden más ayuda,
tal vez porque casi todo se les resbala.

Pero sus espinas no son espinas,
sino gárgolas silvestres
hechas para espantar niños, ardillas y demás crédulos
y custodian lo más valioso que ésta puede ofrecer.

Cómo explicarle
que para convivir existe una corteza
que todo bosque sabe y maneja
para que así no duelan las distancias,
para pisar las tardes áridas sin quebrarse.

La ceiba es un árbol desnudo.
He visto adentro suyo largo tiempo
y largo tiempo ha visto adentro mío:
todas las nieblas que tiene una ceiba,
como todas las espinas que es una persona.
 
 

Dormir, qué falta de respeto para los sueños.

Sin embargo, no se puede regresar invicto
de donde se apuesta todo el otoño y los brazos,
toda la lluvia que se es y todo el cuerpo.

Sé que estás ahí, cama, que me observas.
Sabes que voy a querer dormir
cuando deba enfrentarme a cosas que no puedo desatar,
que entre días piedra y horas pantano me recuesto.

Llegan tarde mis sueños,
me encuentran completamente gris y abotonado.
Llegan temprano los deberes,
me encuentran completamente azul y despeinado.
Debo pedirles disculpas
por dejar que el dormir me los robe,
pues sin ellos no sé cómo estar despierto,
disculpas por las ciudades que abandono
cada vez que la tarde abraza las almohadas.

Ahí estás, cama.
Sabes que necesito acostarme
después de que un portazo no termina de sonar.
Me ves existir
desde la sala oveja
hasta la recámara loba
con todos mis otoños y mis brazos.
El día está cerrado y hay palabras negras
habitando mis ojos
y la humedad inaugura su reino en las cobijas.

Que me despierten cuando se hayan retractado
las piedras más negras de la noche,
hasta que se haya marchado septiembre
y su idioma de cosas caídas.

Yo sé bien que una persona que duerme hasta tarde
es un dolor que descansa,
que no necesitan camas las verdaderas bestias,
que las bestias de verdad
son responsables con su sueños.
 
 
 
Debería frecuentarme menos
y acudir a las fiestas.
A mis codos, por ejemplo, les gusta la fiesta
y nunca he hablado de ellos.

Mis pies se han olvidado de bailar
a causa de tantas rutas inútiles que les impongo
y cosas lejanas a los que los someto
(porque me he enamorado de todo lo lejos).
Ni hablar de mis manos
y esas cosas raras que la mano hace
(mis manos: mitad sudor, mitad caricias
y terminan en uñas).

Intento ser fiesta y tropiezo
con mi lengua, con las tardes y con mis uñas
y por eso nadie invita a mi lengua,
ni a las tardes, ni a mis uñas a sus fiestas.

Mis codos son auténticos.
Guardan todos los bailes
que he coleccionado desde niño
para poder sonreír:
auténticos superan por mucho el pasaporte de una sonrisa
y superan el llevar la tristeza
como un comprobante de domicilio.
Basta que se meneen para salvarme.

Porque no todo es enfrentar
los grises del día con el voltaje de mi sangre,
ni andar por ahí con el rostro
como un naipe bocabajo;
sin expresión escondiendo espadas
(también sonreír tiene sus espadas).

Son sensatos, auténticos mis codos.
Debería acudir más seguido
a la fiesta que me proponen,
recordar que existe el baile
cuando la tarde se quede inmóvil
frente a sus papeles.

Para matar cualquier cosa basta dejarla quieta.

Por eso, ahora de viejo
quisiera ser igual de joven que mis codos.

.

Ricardo Arenas Azcárate (1994). Estudió Música en La Casa de la Música Mexicana y estudia la licenciatura en Creación Literaria de la UACM. En 2019 ganó el Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa por el libro En el armario no hay lugar para dos monstruos. Actualmente es docente y toca jazz en diferentes establecimientos de la CDMX.

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