Baalzzebúb

por Carlos Oswaldo Razo Venegas

I

-Jamás me ha gustado el frío- rezongó la señora Clarita sonándose la nariz. Emitió entonces un sonido vibrante bajo, gangoso como su voz de corneta.

Me limité a frotarme las manos, las marcas rojizas en mis muñecas me picaban. Hacía frío, un frío gélido, me felicité por ponerme el grueso abrigo afelpado. Por un momento el recuerdo de mi hijo y de mi marido volvió a mí. Tal vez el frío le impidió irse antes de que me percatase de su presencia.

-Ya Clarita- dije palmeándole la espalda con cariño, estábamos sentadas una al lado de la otra. Clarita daba la impresión de una niña pequeña, tenía casi noventa años y pareciera que hubiera nacido tal y como era, una ancianita diminuta y achacosa. Se sonó la nariz de nuevo y se encorvó apartándose de mi brazo. La contemplé con ternura mientras bajaba la mano y la ponía de nuevo en mi regazo. -¿Qué le va a importar?- dijo indignada como si yo no estuviera a su lado. -¡Qué importa lo que le pase a una vieja quejumbrosa de todas formas- volteó a verme, su triste rostro me resultó sumamente patético. –Éste año hace muchísimo frío, no creo que aguante, de seguro no llego al otro año.- Ese comentario me sorprendió. Clarita era dramática pero lo dijo con tanta convicción que me asustó la idea de que estuviera diciendo la verdad.

-No diga eso- contesté tratando de que mi voz no temblara. –Una nunca sabe, tal vez me muera yo antes, nunca se sabe, le digo.-

Clarita se apresuró a contestar mientras levantaba la mano derecha, manoteando como si espantara insectos. -¡Ni dios lo mande! Usted es muy joven como para estar pensando en morirse, lo que debería estar pensando es en buscarse un marido, no está bien que esté sola, siendo tan joven y bonita, una porque está vieja y achacosa, pero usted…- Disimulé una mueca de desagrado, si iba a empezar de nuevo con su cantaleta del matrimonio, mejor que se quedara callada. -¿Ya vio Clarita? Esa ardilla sigue yendo y viniendo, yo creo que anda recolectando nueces para el invierno. Este año los árboles están muy cargados, mire.- Y Clarita levantó la vista para observar con detenimiento los nogales cargados de nueces hasta los dientes, traían tantas que se caían de las ramas, tapizando el parque con sus cuerpos color marrón oscuro que se confundían con las hojas secas. El cielo era grisáceo. –Ah sí, es verdad.- sentenció la anciana después de verificar los nogales a nuestro alrededor.

Las dos permanecimos en silencio unos segundos mientras contemplaba el parque, la vista del sendero tapizado de hojas secas y nueces oscuras me parecía desolador. Arriba los árboles extendiendo suplicantes sus ramas hacia el cielo, abajo los jirones inertes de los cuerpos de sus hijos. No había nada allí que no pareciera estar muriendo. Me pareció que a trechos las nueces se amontonaban en pequeñas pilas afiladas. La ardilla, como otras, supongo, pasó de nuevo frente a nosotras apresurándose a recolectar la abundancia que las circunstancias le daban.

-La verdad es que mi Mauricio era un hombre como ya no hay.- dijo Clarita melancólica y me sacó de mis observaciones. –Oiga esto Sabrinita, nunca faltó un solo día al trabajo, nunca, estuviera enfermo, así lloviera, así suspendieran el transporte, se las arreglaba para llegar, sí señor, era como ya no hay…- Clarita hablaba para sí misma, -Le digo Sabrinita, por eso nunca me extrañó que muriera en la oficina. Sí señor, era un hombre como ya no hay. Y tan guapo, lo hubiera visto usted. –La intensidad de sus movimientos  me resultó extraña. –Era un santo, que dios me lo guarde en el cielo- dijo mirando al vacío. Yo no contesté, permanecimos así calladas, yo miraba el edificio en el que vivíamos.

Me extrañó el repentino oscurecimiento del cielo. Se había nublado muy rápido y todas las cosas, incluyendo nosotras nos habíamos vuelto grises, opacas. “¿A dónde va la gente cuando muere?” preguntó la voz de Raulito dentro de mi cabeza, mi niño, aquel que nunca pasaría de los siete años. Desde la ventana de mi departamento en el quinto piso del edificio se agitaba la cortina blanca, la tela se desplegaba y replegaba en la fría brisa que soplaba, me entró una punzada de miedo, aparté la vista, me había parecido que me llamaba para que volviera. Sentí el peso del bulto en mi bolsillo izquierdo. Clarita murmuró algo sobre la gloria celestial, sobre los ángeles y alguna otra cosa que no logré distinguir.

Los ladrillos del edificio me dieron la impresión de hacerse de un color carmesí más intenso, casi insoportable. Algo pulsó sobre mi sien, picaba “tal vez el próximo año salga con alguien, cuando pueda abandonar el luto por mi Enrique, por mi niño, Raulito.”

“No sé, hijito” contesté entonces a su pregunta. “Yo creo que la gente” dijo él en su inocencia “que cuando la gente muere va a un jardín muy bonito mamá, como los del libro, allí no hay dolor y la gente se pasea desnuda, como en el libro, también hay animales pero no se comen a nadie y todos siempre están contentos.”

Intento pararme, “¿Qué hora es?” pero de súbito me abandonan las ganas de hacerlo, “No, creo que me quedaré otro rato más aquí, en el fresco.” “Hay alguien en la ventana del primer piso, debe ser la casera con sus veladoras encendidas.” La silueta camina de un lado para otro, las cortinas de un beige amarillento están cerradas y no logro distinguirla bien. “¿Qué hora será?” Ya deben pasar de las seis.” De nuevo los ladrillos son pálidos, levemente rojizos, deslavados por el tiempo y la lluvia. La sien me pulsa, levanto la mano y me la toco, alarmada. Traigo un leve bultito en ella.

-Te digo Sabrinita, mi marido nunca faltó al trabajo, claro que se llegó a enfermar- Dice Clarita y yo la miro sobándome la sien que sigue picándome. –Pero nunca fue tan grave como para que faltara, tenía salud de acero.- La cara de Clarita se me antoja de pronto extraña, más pálida y huesuda de lo que suele ser. Siento los ojos como llenos de telarañas, de pequeños hilos que me nublan la vista. “Debería sacudírmelos, mejor no, ya se irán.” En vez de eso me apretujo las manos nerviosa “Es tarde, ¿qué hora será?” “¿A dónde va la gente cuando muere?” pregunta la voz de Raulito y miro en mi mente su rostro serio y preocupado. “El mundo es cada vez más gris, opaco y pálido. -¿Qué hora será?- Clarita permanece en silencio, como una niña regañada, se limita a quedarse allí, ausente, murmurando algo sobre su esposo muerto. “Voy a levantarme ya” Pero la ardilla me distrae con su sorpresiva fuga de árbol a árbol. “Cada vez me arde más la sien” y me la rasco con lascivia.

-Nunca me dijo una grosería, ni nunca se peleó conmigo.- Dice Clarita para sí misma, su voz parece llegarme desde muy lejos, quedita y con un leve eco. Y se me figura que es porque rebota desde un pozo o un agujero. Imagino que viene y va rebotando de una ladera a otra, rebota, y lo que escucho es el rumor de lo que asciende (No sé porque, pero asciende) y yo la escucho desde lejos. Sus labios amoratados por el frío le dan una expresión sombría, desesperanzada.

II

-Nunca me ha gustado el frío- dijo Clarita y culminó su reproche con un sonoro estornudo, todo fuera de nosotras, los nogales, el edificio, las nueces, las hojas, era cada vez más turbio, más negro.

-Ya Clarita- Dije sin pensar y me estremecí, de pronto mi voz sonaba como si rebotara también.

Le palmee la espalda en un gesto familiar, la vena me dolía cada vez más, el ardor y el hormigueo crecía “¿Qué hora es?” Y un extraño silbido empezó a trepar por mis oídos. Estaba sudando, aterrada, pero sentía como si una mano invisible me clavara en la banca. El peso del bulto en mi bolsillo izquierdo creció.

-¡¿Qué le va a importar?!- dice Clarita apartándose de mí, tose violentamente y por un momento juraría que una bolita alza el vuelo escapando de su rostro, solo reanuda su monólogo cuando al fin arredra la tos. -¿Qué importa lo que le pase a una anciana achacosa como yo? Éste año hace mucho más frío, no creo que aguante, de seguro no llego a otro año.- Y la tos regresa como una marea que vuelve a levantarse. La ardilla otra vez cruza con la boca llena de semillas, trepa el árbol como espantada y desaparece.

“¿Qué está pasando?” Y mis palabras salen de nuevo como si volaran fuera de mi boca. –No diga eso Clarita, una nunca sabe, tal vez me muera yo antes que usted, nunca se sabe, le digo.- Y aunque el mundo es más oscuro percibo cada vez más clara a Clarita.

-¡Ni dios lo mande!- contesta Clarita apresurada y realiza un torpe y violento ademán con la diestra luego me mira, algo o alguien me hace girar la cabeza y siento los músculos cambiar de expresión en mi cara mientras todo pasa, la sien me está matando, pero mis manos se frotan una contra otra tratando de aminorar el frío que siento “Que frío”

–Usted es muy joven como para estar pensando en morirse, lo que debería estar pensando es en encontrarse un marido Sabrinita, no está bien que esté sola, siendo tan joven y bonita, una porque es vieja y achacosa, pero usted…- El comentario de Clarita me molesta, pero es una sensación rara, como si una mano moviera un interruptor que me hiciera molestarme. Al fin bajo la mirada y me veo las manos “Debo estar soñando” pienso, pero no es así, mis manos empiezan a perder masa, a diluirse poco a poco, como si fueran de cera, “como si se disolvieran”Mis uñas se desprenden de una carne que ya no las sostiene, pero no duelen, lo que duele es la sien, de nuevo, me está matando el ardor.

“¿A dónde va la gente cuando muere?” de nuevo la voz de Raulito me alcanza, ahora que parece repetirse, comienzo a poner atención a sus palabras, suenan extrañas, artificiales, como un disco puesto por una garra ajena “¿una garra?” Y me dan la sensación de un tono azul lechoso, tóxico “¿Tóxico?”

“No sé hijito” Y mi voz es tan extraña como la de Raulito. Mi brazo derecho comienza a arder también, enrojecido, irritado, y me quema la piel, como en cámara rápida veo surgir las dolorosas ampollas de calor sobre mi piel. –Hágame caso, Sabrinita- dice la voz de la anciana, hay algo raro en el sonido de su voz. Mis manos ignoran el dolor y se frotan cada vez más violentamente, parecen de pronto rabiosas, angustiadas, culpables y se empieza a hacer un desastre de sangre por todo mi regazo, en donde estaban mis uñas hay ahora solo carne viva y sangrante. –Debería buscarse un esposo- sentencia la voz de Clarita como si se ahogara.

Parpadeo, una y otra vez, en vano intento sacudirme la certeza de lo que sucede. Las ampollas empiezan a reventar y un líquido lechoso, rosado brota junto con un licor azul brillante. Lo siento todo, el ardor, el dolor de la exposición de mi carne irritada al aire. Pero hay algo más, una mano invisible me mantiene en la banca “¿Qué hora es?” “Se hace tarde” Intento levantarme pero es como un hilo que tira de mi voluntad, no de mi cuerpo, Pronto comienzo a sentir el ardor en todo el cuerpo, en el rostro, en la nuca. Algo me controla, como un títere giro la cabeza hacia Clarita y un grito de horror parece querer brotar, pero algo lo atrapa y lo desvanece. “!El rostro!, ¡Dios!, ¡Su cara!” El rostro de Clarita supura como mi cuerpo, como las velas comienza a consumirse a una velocidad impresionante, me sonríe, estoy casi segura de ello pero poco a poco su cara empieza a cambiar de tono, está plagada de sangre, de un efluvio pálido rosáceo y ese líquido azul tóxico. Parece un cadáver, un cadáver bañado en cera fundida “!No quiero mirar!” “!Por favor, Dios, no me hagas mirar!” Mi cabeza se queda en su sitio, sostenida por una mano invisible. La expresión de Clarita se descompone, su rostro, moviéndose desde debajo de la carne comienza a abrirse en todos lados mientras continúa gesticulando, pero solo un borboteo surge de ella. Noto las pequeñas larvas en su cara, en su cuello, se están comiendo a mi amiga. Su cara de tonos cada vez más definidos contrasta con la luz cada vez más deficiente. Distingo con claridad sus huesos, sus cartílagos, el hedor de la podredumbre me alcanza y mi estómago burbujea y se retuerce, quemante. Algo me mantiene con la vista clavada en el horror del rostro de Clarita. Sus ojos se vuelven vidriosos, cada vez más plásticos. Y de la nada unas larvas gordas y feroces brotan reventando sus globos oculares, los míos comienzan a agitarse, ahora ya no hay telarañas sino pequeñas líneas que se retuercen alterando mi visión. Clarita me sostiene el dejo de sonrisa que le queda y medio parpadea tirando sus viscosos parpados y terminando de descarnarse, luego volteo.

El resto del mundo parece hacerse aún más oscuro, menos definido, mi boca intenta articular algo mientras mi mente me repite como si viniera desde otro valle “¿Es tarde? ¿Qué hora es?” Un poco más allá solo el color rojo de los ladrillos me alcanza, la cortina blanca, la silueta de los extraños nogales que (¿descarnados?) elevan sus retorcidas ramas hacia un cielo “!Un cielo, Dios mío!, ¡Ampárame Dios! ¡No puede ser cierto un cielo así…!” Millones de ojos insectiles, como estrellas sobre el negro del cielo. Verdes brillantes, enormes como la luna. El zumbido de sus siniestros dueños asciende como la marea de un océano.

-Lavddfgeovnewvvvowvmrsfnsrscsadasfasyandrasnavvlsdvnvssst…- Las palabras de Clarita se convierten en una serie de estertores que apenas y distingo, siento que algo ha caído sobre mis hombros y resbala aún más abajo. Estoy clavada en la banca, intento gritar, reaccionar, pero cada orden es como un golpe inútil contra una puerta de hierro. Estoy conectada como a una corriente, siento, atada, cada sensación. Mi ojo derecho es el primero en ceder, revienta y comienza a escurrirse hirviente por mi cara descarnada. De pronto las manos que me mantenían clavada en la banca me sueltan, intento levantarme, como si pudiera, me parto, cedo bajo mi propio peso y podredumbre y cuando intento gritar elevando mis ramas hacia el cielo mi quijada cae y todo lo demás colapsa. Y desde el fondo de la masa gelatinosa en que se ha convertido todo lo que alguna vez fui nace un borboteo que no consigue volverse grito.

III

-Jamás me ha gustado el frío- Rezonga la señora Clarita mientras una mosca pequeñita posada en el hombro de Sabrina se frota las patas como si combatiera el frío. Sabrina permanece quieta, sudando, como una muñeca a la espera de que el titiritero la levante.


Carlos Oswaldo Razo Venegas. Nací en la Ciudad de México el año de 1989; me interesa sobre todo el valor que la ficción puede alcanzar, trascendiendo tiempo y en algunos casos culturas diversas, siempre viene a mi mente una línea de William Shakespeare que declara, “Soy humano y todo lo humano me concierne”. De ahí que me resulte bastante desagradable el poco valor que se le da a la ficción y al artificio del artista en favor de la supuesta corrección política del mensaje que transmite cualquier acto creativo, hay que visibilizar las tensiones humanas, no maquillarlas o “corregirlas” en el papel. Me declaro fanboy de autores como Akutagawa, Faulkner y King, así como de otros medios capaces de contar historias como el cine o los videojuegos. Aunque me considero un aficionado frente a autores tales, siempre intento rescatar lo mejor de entre lo que escribo e intento, porque no, de pensar en cómo lo expresaría o lo narraría tal o cual autor.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s