Sonata de Rakhmaninov

por Sherzod Artikov
traducido al inglés por Nigora Mukhammad
traducido al español por Dimarys Águila


Nilufar estaba encantado. Finalmente, sentada frente al piano pudo tocar la sonata de su compositor favorito sin partitura y sin equivocarse en ningún lado. Esta situación fue una noticia muy emocionante para ella. Porque no había podido hacerlo durante semanas, y no importaba cuánto lo intentara, sus esfuerzos fueron en vano. Al final, su incansable y duro trabajo valió la pena.

Ahora puede interpretar fácilmente la famosa sonata «re-menor» de Rakhmaninov en un programa de primer concierto largamente esperado sin una partitura. Según esta sonata, ya no necesita una partitura. Pensando en esto, estaba extremadamente feliz y emocionada. A veces iba a su piano rojo, a veces miraba la foto de compositores colgada en las paredes de la habitación y caminaba de un lado a otro. Incluso quería bailar de puntillas como una bailarina. Pero se avergonzó y cambió de opinión. Si sus gemelos hubieran estado allí, sin duda los habría abrazado, besado sus caras y compartido su alegría con ellos. Desafortunadamente, están en un internado de fútbol. Llegan el fin de semana. Lo lamentó. Quería compartir su alegría con alguien mientras preparaba la cena. No pudo contenerlo. Probablemente por eso miraba a menudo el teléfono negro en el estante del pasillo. Después de un rato, llegó al teléfono. Lo cogió y marcó los números requeridos. Luego se restableció la conexión y se escuchó una voz familiar en el receptor.

–Estoy en una reunión.

–¿Vienes a casa temprano hoy? –Ella dijo, encantada, sin importarle que su esposo esté en la reunión.

–¿Qué pasa? –Preguntó sorprendido su marido.

–Todo está bien –continuó ella, tratando de calmarlo al amanecer. –Si vienes, te lo diré. Ocurrió un evento maravilloso–.

–Está bien, me iré–.

La voz de su marido dejó de sonar. Supuso que la conexión se había perdido. Aunque estaba un poco molesta por esa situación y volvió a colgar el teléfono por la frustración, recordó su éxito nuevamente y estaba de buen humor. Sonrió con satisfacción mientras se miraba en el espejo colgante en el pasillo.

Nada ni nadie podría lastimarla en este momento. Porque había logrado un gran éxito por sí misma. Hasta ese día, solo podía interpretar la sonata de Beethoven dedicada a Eliza, los valses de Brahms y dos o tres de los pequeños nocturnos de Chopin sin partitura. Pero eran composiciones musicales breves que cualquier pianista aficionado podía interpretar. No requirieron entrenamiento o talento extra. La sonata de Rakhmaninov, por otro lado, era más larga y compleja en estructura, y si se descuidaba la atención a estos dos elementos, confundiría a la intérprete y la obligaría a cometer un error. Incluso cuando se realiza con una partitura.

–¿Qué pasa? –dijo su marido.

Había cumplido su promesa y regresó temprano del trabajo. Nilufar lo vio y aplaudió con alegría. Se imaginó que el día del concierto vendría de la misma manera –bellamente vestida y con un ramo de flores en las manos. Y estaba encantada de pensar que este sueño pronto se haría realidad. Con esos pensamientos, tomó gentilmente la mano de su esposo y caminó hacia la habitación donde estaba el piano. Entró en la habitación y acercó la silla marrón al piano. Ella le pidió a su esposo que se sentara en ella. Su marido, que no entendía nada, se sentó impotente en la silla. Se detuvo frente al piano.

–Tocaré la sonata “re-menor” de Rakhmaninov sin partitura –dijo, sentada en una silla. –¡Escucha cuidadosamente!

 Apuntó con el dedo índice a su marido como una niña, con las mejillas enrojecidas por la emoción. Luego se puso el dedo delante de la nariz y en tono de broma le dijo: «tss» a su marido. Luego empezó a tocar la sonata sin partitura. El misterio de la música, que durante siglos ha sacudido el corazón del ser humano, la consoló y la hizo feliz, encarnó su amor puro y su odio doloroso, se extendió silenciosamente por toda la habitación con la ayuda del piano. Esta vez, la melodía encarnaba los recuerdos del pasado en el corazón humano. La sonata siempre le recordó su infancia. Cuando era estudiante en el conservatorio, cuando estaba incluida en su programa personal en varios concursos, cuándo y dónde actuaba, recordaba su infancia. Fue lo mismo hace un rato y ayer. Es lo mismo ahora. Movería sus dedos largos y delgados sobre las teclas blancas y negras y las tocaría en plano. Y los dulces recuerdos de una infancia lejana, feliz y despreocupada vinieron a la mente uno tras otro. Envolviendo un pañuelo blanco alrededor de la frente de su madre y horneando pan caliente en el horno, su corazón se hundió por un momento como preludio de los recuerdos. Cuando era niña, su madre siempre horneaba pan en el horno los domingos. Llevaba una canasta que era más grande que ella y no podía moverse cerca de ella. Después de tostar e hinchar los panes, su madre los cortaba y los arrojaba a la canasta. Y los esparcía para que el pan se enfriara más rápido. Mientras tanto, se pondría los conmovedores empapados en leche del enano en el bolsillo de su chaqueta, tanto cálida como secretamente. Después de eso, asfixiaba a los conmovedores en el agua del arroyo que fluía por las calles y disfrutaba comiendo las tortas apoyadas en el albaricoquero. Cuando la sonata llegó a la mitad, el recuerdo de su infancia cobró vida aún más vívidamente. He aquí, ella está tocando el cable podrido en la calle y devolviendo los números. Es pequeña, como una ardilla. Su pelo es rubio. Incluso entonces, todos la llamaron «rubia». Ella estaba contando números sin parar, y sus compañeros se escondían en diferentes lugares en este momento. Después de un tiempo, los estaba buscando por todas partes. «Berkinmachoq»1, suspiró, sus manos, que se movían constantemente sobre las teclas, de repente se debilitaron.

Los días de verano no venían de la calle, ignorando las cerezas que su padre le colgaba de las orejas y agitando su cabello, que su madre trenzaba como ramitas de sauce. Ella era mucho más juguetona. Si nieva en invierno, sería un día festivo para ella. Ella haría un Papá Noel con los niños en medio de la calle o jugaría bolas de nieve con diversión sin fin. Hasta la noche, conduciría el trineo que su padre había traído.

Poco después, fue a la olla de un tío, que estaba vendiendo nisholda2 al comienzo de la calle. Cuando era niña, durante los meses de Ramadán, ese tío siempre llenaba su taza con nisholda. Cuando llegó a casa, estaba lamiendo la parte superior de la nisholda con el dedo. Tendría una muñeca sucia en brazos y zapatos con agua en los pies. «Hubiera sido tan dulce el nisholda», dijo casualmente. Luego recordó los días en que iba a todas las casas con los niños en las calles las tardes del mes sagrado y cantaba la canción del Ramadán.

Hemos venido a tu casa diciendo Ramadán,

Que Dios te dé un hijo en tu cuna…

Cantaban esa canción. Aquí, recordó. La canción fue larga. Desafortunadamente, solo recuerda el comienzo. Así es como empezaría. Lo dirían junto con los niños. Niños y niñas cantaron canciones de Ramadán al unísono, extendiendo un largo mantel en sus manos. En la puerta de cada casa… Gritando… Los vecinos a veces daban dinero, a veces dulces, frutas y pronto el mantel se llenaba con lo que habían dado. Luego, sentados en una piedra al comienzo de la calle, los niños distribuían uniformemente los artículos reunidos en ella. A menudo le daban galletas con trocitos de chocolate y manzana. Los niños se llevaron las monedas.

Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras terminaba la sonata. Se dio cuenta de que era una niña abandonada y que extrañaba mucho a sus padres muertos. No ha pasado mucho tiempo desde que sus padres murieron. De hecho, lo que le enseñó a memorizar la sonata no fue su habilidad, sino la nostalgia de su infancia. Eso pensaba ella. Últimamente había estado interpretando mucho esta sonata y con pasión porque extrañaba la extrañaba. Esta fue también la razón por la que decidió dar un concierto como artista autónoma. Probablemente, Sergei Rakhmaninov también extrañó su infancia en los Estados Unidos durante sus años de exilio. Por eso la ha interpretado muchas veces en giras por ciudades americanas y ha recibido aplausos. Merecía reconocimiento. Miró a su esposo interrogante después de tocar la pieza. Había una pregunta en sus ojos. La pregunta no era «¿Lo hice? ¿Actué bien?»; la pregunta era, «¿También te acuerdas de tu infancia?”. También quería contarle sobre su primer concierto la semana entrante en la Casa de la Cultura de la ciudad. Su marido la ignoraba. No había interés en que la sonata le avivara sus recuerdos, o su cabeza estaba ocupada con pensamientos ansiosos.

–Toco la sonata sin una partitura –dijo con la cara abierta porque su esposo no hablaba. –Quería decirte eso. También quería decirte que la semana que viene será mi primer concierto en la Casa de la Cultura–.

Al escuchar sus palabras, su esposo se puso de pie como un hombre desesperado. Se acercó a ella, rascándose la frente y aflojándose la corbata.

–Odio ese hábito –dijo, presionando las teclas del piano una o dos veces como para divertirse. –Siempre me molestas por cosas triviales. Aquí está hoy. Debido a este trabajo, no podré asistir a la presentación de nuestro nuevo producto esta noche. ¡Me estoy perdiendo un evento así, desafortunadamente! –

Nilufar suspiró y se mordió los labios con fuerza. Ella susurró como «Ojalá estuvieran sangrando», no quería soltar los labios entre los dientes. Luego se rio con sarcasmo en su cabeza y cerró el piano con indiferencia. Le temblaron las manos y los labios inyectados en sangre. Su esposo negó con la cabeza cuando vio que ella estaba en silencio y caminó hacia la puerta.

–Por cierto, –dijo y salió por la puerta. –Tengo que irme por la mañana. Habrá una boda en la casa de nuestro gerente general. Así que plancha mi traje gris. Ha estado en el estante durante mucho tiempo sin haber sido usado. Puede estar arrugado. –

Involuntariamente, Nilufar miró a su marido con tristeza. No había rastro de la alegría que llenaba su corazón. No quería levantarse, no podía moverse en absoluto, como si tuviera una piedra atada a las piernas.

–Lo plancharé antes que termines de comer –dijo con la voz quebrada.

Así que cerró los oídos con fuerza. Con eso, trató de no escuchar los sonidos que zumbaban en sus oídos. Pero fue inútil. Las voces felices, impecables y despreocupadas de ella y los niños, que habían permanecido bajo su oído como un niño, no se fueron.

Hemos venido a tu casa diciendo Ramadán,

Que Dios te dé un hijo en tu cuna…


  1. Berkinmachoq. Es un juego que los niños esconden y un niño tiene que buscarlos.
  2. Nisholda. Es un dulce que se elabora en el mes de Ramadán.

Sherzod Artikov nació en 1985 años en la ciudad de Marghilan de Uzbekistán. Se graduó de Instituto Politécnico de Ferghana en 2005 año. Sus obras se publican con mayor frecuencia en prensas interiores republicanas. Principalmente escribe cuentos y ensayos. Su primer libro «The Autumn’s symphony ”se publicó en el año 2020. Es uno de los ganadores del concurso literario nacional «Mi región de la perla» en la dirección de la prosa. Fue publicado en Rusia y Ucrania. revistas de la red como “Camerton”, “Topos”, “Autograph”. Además, sus relatos fueron publicados en las revistas literarias y sitios web de Kazahstán, EE. UU., Serbia, Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistán, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania, India, Polonia, Guatemala, Israel, Bélgica Indonesia, Irak, Jordania, Siria, Líbano, Albania, Colombia y Nicaragua.

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Las estaciones errantes

por Manuel Jorge Carreón Perea


Cuando la conocí, en primavera, no tenía dinero para invitarla a cenar o al cine, así que me las ingeniaba para pasar tiempo con ella sin gastar. Al principio no era tan difícil. Nos quedábamos en su apartamento viendo una película, jugando backgammon o platicando historias de la vida antes de nosotros.

Cuando sentí que su interés en mí disminuyó, opté por leerle en voz alta algunos de mis cuentos favoritos. Empecé con los de Kafka; seguí con El ruletista de Mircea Cartarescu. También los contenidos en El exilio y el reino de Camus. Hizo el mismo ejercicio que yo y gracias a ella conocí a varias autoras y autores a los que no me hubiera acercado como Odisea para el espacio inexistente, de M. B. Brozon o El desafío de Vargas Llosa, aquel autor que se ha ganado más animadversión que lectores por sus ideas políticas.

Así pasamos varias tardes de sábado y domingo, disfrutando del clima apacible de la Ciudad de México en verano, leyendo y escuchando a Cigarettes after Sex y Belle and Sebastian, disfruntando de nuestra parcela de felicidad.

El verano se fue con la celeridad de los momentos felices y empezó el otoño. Ella usaba su gorra de los Dodgers de los Ángeles para hacerme enojar y mofarse que, nuevamente en cinco años, los Giants de San Francisco no habían alcanzo la postemporada. Yo disminuía mi consumo de cigarros conforme los días de la temporada de hojas secas avanzaban.  Seguía sin dinero, pero feliz a su lado.

Compramos boletos para el primer concierto de Interpol en el país en dos años – un verdadero record –; me besó cuando pagué los tickets, prometiendo cantar a mi lado Not even jail. Otro momento de felicidad.

En invierno ella tuvo muchísimo trabajo y yo –aún cuando no estaba del todo desempleado, mi actividad laboral era mínima– la miraba trabajar en el café al cual asistíamos todas las mañanas. Los empleados nos trataban estupendamente y siempre cada tercer día traían nuevos libros para que yo me entretuviera. Recuerdo pensar que sería lindo, cuando nos casáramos, invitarlos a ellos al brindis de honor. Al final se convirtieron en personas determinantes para nosotros.

La primavera volvió, pero no las partidas de backgammon o las películas. La felicidad sí se quedó.


Manuel Jorge Carreón Perea. Filósofo. Ha publicado minificciones en Cardenal Revista Literaria y en Mood Magazine, y artículos académicos en diversas publicaciones de investigación en América Latina y Europa. Es Consejero en la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México.

La sinfonía del otoño

por Sherzod Artikov
traducido del inglés al español por Daniela Sánchez


Llegué muy tarde al restaurante “Le Procope”, Maftuna ya había llegado y me estaba esperando, sentado sólo en la mes, hojeando una revista de solapas rojas. Me había parecido muy raro que su esposo no estuviera con ella.

–Llegas muy tarde– me dijo ella mientras se levantaba de su silla, sonreía. Me senté, pesadamente, en la silla que estaba frente a ella.

Tenía muchísimo trabajo en la embajada.

Maftuna cerró la revista que tenía en la mano y me miró cómo si no creyera en mi excusa.

–Pedí el pato asado en salsa de tomate– me dijo mientras hojeaba el menú con interés.

Después, volteó hacia mí. – ¿Qué vas a ordenar tú?

–¿Me podría traer un omelette y la sopa de cebolla, por favor?– le pedí al mesero, sin haber visto siquiera el menú.

–¿Qué va a tomar?– me preguntó el mesero.

Jugo de naranja, por favor.- le contestó primero Maftuna.

–Yo quiero lo mismo– añadí.

Cuando el mesero se fue Maftuna estiró su cuello y miró a su alrededor, como si buscará algo. Se veía fresca, muy bien vestida, probablemente esto fuera un reflejo de su estado de ánimo. Su cabello oscuro le caía lacio sobre los hombros. Traía un vestido negro con una cadena dorada alrededor de su cuello, se veía muy guapa.

–Te ves muy mal– me dijo mirándome intensamente. –De todos modos, no te molesta que mi esposo no haya venido, ¿verdad?–

–Para nada, pero me sorprendió mucho. Pensé que estaría aquí, me invitaron los dos juntos.–

–Tuvo una emergencia de trabajo.–

No mucho tiempo después, el mesero regresó con nuestros platos. Me tomé  el  jugo  de naranja de un trago antes de comenzar a comer. Ella comenzó a comer el pato, cortándolo en pequeños pedazos. El restaurante estaba repleto, los comensales trataban de celebrar bajo el pretexto de una cena elegante, compartían sus preocupaciones diarias y las frustraciones que habían acumulado durante el día. Sonaba una melodía, creo que era Jazz, pero estaba tan desafinada que pareciera que uno estuviera en un mercado y no en un restaurante.

Probablemente, por esto desde que llegue un dolor de cabeza no me abandonaba.

–Me gusta mucho Paris–, me dijo Maftuna mientras comía. Hizo un pequeño círculo en el aire con su tenedor. –Especialmente, con este clima. Me gustaría poder quedarme más tiempo,  le dije a mi esposo, espero podamos alargar un poco más el tiempo de nuestra visa. ¿Tú qué crees? ¿Será posible?–

En lugar de contestarle, negué con la cabeza mientras tomaba una cucharada de mi sopa. El hecho de que Maftuna estuviera comiendo ávidamente influyó en mí, ya que comencé a comer con la misma rapidez, tratando de distraerme del dolor de cabeza. Aunque no era un experto en platillos, me pareció que la sopa sabía muy ácida y el omelette parecía sobre cocido.

–Si no te molesta, te quiero preguntar algo– me dijo Maftuna, yo seguía  pensando  y  juzgando la comida en mi mente. –Es una pregunta un poco tonta, pero desde el día que    nos conocimos en el Louvre quise preguntarte. No tienes que contestarme si no quieres.

–¿Qué quieres preguntarme?– le dije y paré de comer. Ella dudó unos segundos pero al final me dijo.

–He escuchado a muchos decir que París es la ciudad del amor– dijo alegremente. –¿Es eso cierto?–

–Es un rumor infundado que circula entre la gente– le dije, mi cuello se endureció y mi tartamudeo regresó.

–Las francesas son mujeres hermosas, ¿no?–

–En realidad, no les he prestado mucha atención.–

–Pero, no pareces una persona totalmente despreocupada, hasta donde yo sé.–

–No me parece que ésta sea una ciudad tan interesante. Mi trabajo está aquí y por eso estoy aquí. Muchas veces cuando la ciudad no me interesa, las personas dentro de ella tampoco.–

Sin explicación alguna comenzó a reírse.

–Ese es un buen hábito– me dijo todavía riéndose, y siguió comiendo aún más ávidamente. –Me encanta la carne de pato, y aquí la preparan riquísima. ¡Está excelente!–

Sus ojos brillaron por un momento, me veía mientras tomaba su jugo de naranja.

–Significa que no a todos les gusta Paris, aún siendo tan famosa.–

–¡Exactamente!–

–Creo que tu descubrimiento es muy bueno.–

–¿Estás redescubriendo la ciudad a tu manera?– le dije mientras me reía un poco.

–¿Por qué no?– me dijo Maftuna y su cara se iluminó un poco más. –La estoy redescubriendo y me encanta estar haciéndolo.–

Continuamos la conversación pero Maftuna actuaba muy raro, parecía mucho más curiosa que como normalmente era.

–Si no te gustaron estos platillos, tal vez deberías pedir otra cosa.– Me miraba sorprendida mientras yo arrimaba los platos enfrente de mí.

–No, de todos modos no tengo mucha hambre.–

–Lo entiendo.–

Se veía un poco nerviosa, se aclaró la garganta y tosió un par de veces. Maftuna dejó sus cubiertos sobre la mesa de un sólo movimiento.

–Este lugar inmediatamente me sobresaturó. No hay mucho aire aquí. ¿Quisieras dar una vuelta conmigo en el coche?– me susurró, acercando su cabeza hacía la mía.

Cuando escuché su propuesta fruncí el ceño, justo en ese momento recordé que no había escrito el guión para un evento que sería la próxima semana. Además de eso, quería recostarme, me moría de sueño y estaba exhausto. No me atreví a decirle que no a Maftuna, no quería ser descortés con ella.

–Ok…–

–Ya terminamos–, le dijo Maftuna al mesero y le pidió la cuenta. –Vamos,  tomemos un poco  de aire fresco. Ya me engenté.–

Salimos y nos encontramos con las personas que salían del restaurante, algunos parecían estar borrachos. Maftuna no perdió su semblante alegre cuando salimos, aunque sí se veía un poco menos contenta. Caminaba derecha sobre sus tacones.

–¿Te importa si manejamos alrededor del Arco del Triunfo?– me dijo mientras manejaba sobre la avenida. Como estaba enfrascado en mis pensamientos no pude contestarle a tiempo.

–¿Qué es tan interesante sobre el arco?– le dije después de unos minutos. Atardecía en París y el coche veía cada vez más lúgubre. Los dos suspiramos y bajamos cada uno nuestra ventana.

–Tal vez no sea interesante para ti porque has vivido aquí mucho tiempo, pero es muy interesante para los demás. Como yo, no sé cuando volveré a estar aquí.–

Cuando llegamos al arco, Maftuna paró el coche y salió. No había mucha gente frente al arco, y las pocas personas que había caminaban tomadas de la mano.

–Remark escribió sobre este arco–, me dijo Maftuna mientras nos acercábamos. Volteó a verme y me preguntó, –¿Lo sabías?–

Siguió caminando esperando mi respuesta. Tuve que acelerar mi paso para poder alcanzarla.

–Lo había leído antes–, le dije cuándo pude alcanzarla. –El libro trataba sobre un doctor judío  y su amante, si mal no recuerdo.–

Maftuna inclinó su cabeza para poder ver mejor el arco.

–¿Hay algo que no hayas leído?– me preguntó y me miró de arriba a abajo. –¿Hay algo que no sepas? Has leído a Balzac, a Victor Hugo, a Dickens, a Márquez. Y ahora también a Remark. Hablas francés e inglés fluidamente. Eres un buen traductor y además muy guapo.–

De repente se acercó mucho a mí. El aroma intoxicante del su perfume me invadió.  La distancia que había entre nosotros cada vez se reducía más, hasta que estuvimos tan cerca que podía escuchar su respiración. Su respiración era agitada y sus ojos estaban posados sobre los míos. Me besó apasionadamente, y yo me perdí en el beso, había sido totalmente inesperado.

Cuando volví a ser consciente de mí, me separé de ella, lo que hirió su orgullo.

–¡Cobarde!– me dijo riéndose con amargura.

No importó qué tanto intenté controlarme, estaba muy enojado con ella por lo que dijo.

–¿Sería entonces un hombre valiente si coqueteará con una mujer casada?– le dije elevando mi voz.

–Todos los hombres son iguales–, continúo diciéndome, caminando cada vez más lejos de mí.

De repente se quedó parada donde estaba.

–No sólo mi padre, que me dio a un hombre deshonesto cuando tenía dieciséis. Ni es persona, que no puede ni recordar cuando me traicionó, ni con quién, ni en dónde, pero que vive muy orgulloso de quién es.

Volteé a ver hacia el arco para no verla a ella y me quedé así unos minutos. Maftuna se reía, no se parecía nada a la mujer modesta que encontré hace cuatro días en el Louvre, ni la que llegó antier a la embajada para alargar su estadía, tomada del brazo de su esposo. De repente caminó hacía el coche. Aunque no quería, la seguí hasta el coche.

–Abre la puerta, Maftuna.– Le dije cuando llegué. Me ignoró y aceleró el coche. Enojado caminé hacia los taxis vacíos junto a la acera.

–Por favor, siga al Citroen rojo.– Le dije al conductor que estaba parado más cerca.

El conductor aceptó y la siguió a una velocidad moderada. Cuando intentó alcanzar a Maftuna, ella deliberadamente aceleró el coche, aún cuando ya iba rápido antes.

–¡Qué carajo! ¿Está atentando contra su vida?– me preguntó el conductor sorprendido. –¡¿Cómo es posible que pueda manejar tan rápido en la ciudad?!–

En la vuelta hacía el río Siena, un camión apareció como caído del cielo en el carril opuesto, Maftuna apenas pudo dar la vuelta a la izquierda. La maniobra hizo que su coche se quedará atorado en la acera. El coche al otro lado de la acera pitó y siguió su camino. Salí del taxi y  corrí hacía ella con el corazón desbocado. Maftuna estaba sentada, sin mover un sólo músculo, con la cabeza en el volante, sorprendentemente no tenía ninguna herida.

–¡Abre la puerta– le grité y golpee el cristal –¡Te digo que la abras!–

Ella abrió la puerta, la cargué y la saqué del coche. La dejé sobre una de las bancas junto al Siena.

–¡¿No te importa tu vida?!– le grité con todas mis fuerzas. Maftuna me miró ausente.

–No es de tu incumbencia si me importa o no.–

Ella estaba temblando en su asiento. Aparentemente, el accidente no la había lastimado pero  sí le había afectado psicológicamente, estaba completamente aterrorizada. Yo también estaba asustado y la adrenalina corría por mis venas. Sentía mi corazón palpitar con todas su fuerzas, mientras estaba parado frente a ella.

–Estoy cansada de todo.– Me dijo Maftuna, mirando el ir y venir del río.

Septiembre estaba a punto de terminar, la tarde estaba fría. Los últimos tres o cuatro días aquí en París habían sido algo fríos y algunos días, llovía un poco. Aún hoy el día estaba un poco frío, el cielo estaba nublado y la luna estaba escondida, un día típico, otoñal.

–No apagaste las luces de tu coche– le dije mientras me sentaba junto a ella. Maftuna miró el coche con disgusto.

–Un Citron rojo, demasiado rojo– dijo, repitiéndolo varias veces.

Seguía temblando, aunque ahora lo hacía por el frío. Me quité el saco y lo puse sobre sus hombros. Me agradeció con un susurro y no dijo nada más. Yo tampoco abrí la boca.

–Mi padre quería que me casará a los dieciséis– dijo Maftuna, rompió el silencio pero seguía mirando el río. –No tomó en consideración mi juventud, ni siquiera prestó atención a mis lágrimas. Lo recuerdo mucho, apenas los había cumplido. Era tan bonita en esa época. Como todas las niñas, estaba obsesionada con mis fantasías, y un día todo eso acabó, me casé. Sabía que algún día tendría que casarme, pero nunca creí que ese momento llegará tan pronto. Me casé sin siquiera saber lo que era ser independiente. Cuando era niña, soñaba con un hombre como el Señor Darcy de ‘Orgullo y Prejuicio’. Deseaba que mi futuro esposo fuera tan noble, tan leal, tan valiente como él, pero ese sueño no se volvió realidad. Fue en ese momento en que me encontré con un hombre y me entristeció saber que era  muy diferente del hombre de mis sueños, no se parecía nada al Sr. Darcy. Aún así, no dije nada, ni me opuse a mi padre. También mi mamá aprobaba la unión, y que se realizará de esa manera. Así que me casé. Si te digo la verdad, nunca me gustó mi esposo. No sentía nada por él, aún hoy no siento nada por él. Estaba desilusionada, yo tampoco le gustaba a él, sabía que algún día me traicionaría. Pasaron los días, las semanas y los meses, ni siquiera me di cuenta cómo pasó el tiempo, me sentía como en otro planeta. Como resultado, mi   vida y mi motivación se redujo día con día. Viví así ocho años de mi vida, mis sueños se evaporaron en el aire, y ya no tenía ninguna intención de convertirme en abogada. Dejé de leer los libros de mi tarea y mi pasión por el lenguaje desapareció. Mi vida dejó de tener significado para mí. Al octavo año de mi matrimonio descubrí que estaba embarazada. Créeme, fue como si la vida hubiera regresado a mí. Estaba tan feliz, fue con si Dios me hubiera regresado la felicidad que había perdido cuando me casé. Mis sueños cambiaron, y quería ser madre. Este pensamiento me inundó de felicidad. Un día fui al hospital, y ahí vi a mi hijo en la pantalla del ultrasonido. El doctor vio la imagen y se río, parecía que el bebé se estaba bañando con sus manitas. Después de ese día comencé a hablarle al bebé que crecía en mi vientre. Le contaba historias y le compraba ropa para el día en que naciera. Toda mi motivación para vivir había regresado. Un día, al quinto mes de mi embarazo, regresó mi esposo, fue un viernes por la noche. Olía al perfume de una mujer y estaba borracho. Me insultó severamente como si algo le hubiera hecho. Me golpeó con los ojos muy abiertos y gritando como un animal salvaje. Sentí un intenso dolor a lo largo de mi cuerpo, algo se había roto dentro de mí y mi corazón parecía gritar con todas sus fuerzas. Perdí a mi bebé al día siguiente en el hospital.–

Maftuna rompió a llorar en ese momento. Sus hombros temblaban violentamente y un eco de profundo dolor resonó en su llanto.

–Pasé muchísimo tiempo en el hospital, mientras recuperaba la consciencia. Estaba devastada y profundamente deprimida. No quería ver a nadie, sólo quería  dormir.  Ni  siquiera quería ver a mis padres, me asqueaba la sola presencia de mis esposo. No podía ni siquiera imaginarme volver a vivir en la misma casa con quien ya no era feliz y a quien comenzaba a odiar. Pero regresé a él, mi padre me dejó con él asegurándome que tendría otro bebé algún día. ¿Qué chistoso, no? ¿Por qué es así la vida y las personas? No puedo encontrar respuestas a esto. El comportamiento de mi esposo es aún más ridículo. El hombre que golpeó a su esposa hasta que perdiera a su hijo la trajo a París para que se divirtiera un poco.–

Ahora me veía directamente, y yo luchaba para no voltearla a ver.

–El primer día que llegamos aquí, no deje el hotel, ni siquiera me asomé afuera. Ni siquiera me gustaba la ciudad, que es el sueño de millones de personas, la herida en mi corazón era demasiado profunda. Me sentaba sobre la cama y miraba la torre Eiffel todo el día. Mi esposo se iba todas las mañanas y regresaba todas las noches. Yo sólo miraba la ciudad a través de la ventana del cuarto. El cuarto día, finalmente, le pregunté a mi esposo por la casa-museo de Victor Hugo. Él accedió a llevarme, me dejó ahí sola y prometió regresar por mí después. Estaba sola frente a la casa del mi escritor favorito. Cuando pude entrar, parecía haber una reunión en la entrada. Era más una ceremonia de presentación que una reunión. No pasó mucho tiempo antes de que uno de los empleados del museo se acercará y verificará mi teoría. ¿Recuerdas ese día? Había una presentación sobre el trabajo y la escritura de Víctor Hugo, que tu tradujiste al uzbeco, le contabas a las personas sobre el escritor y su papel en la cosmovisión uzbeca. Me senté a una orilla y te miré, por un momento olvidé el dolor que atormentaba mi alma, sus heridas abiertas y escuché tu discurso, me sentí como si otra vez tuviera dieciséis. Después te conocí, me dijiste que trabajas en la embajada. Hablamos sobre Víctor Hugo y la literatura francesa. Yo había leído casi todas las obras de Víctor Hugo, y cuando escuchaste esto tu cara se iluminó. Él también era tu escritor favorito. Cuando regresé del museo me sentí mucho mejor. Como si una tormenta dentro de mi alma por una vez se hubiera detenido, por primera vez en mucho tiempo, y sentí la suave brisa de la tranquilidad. Mi humor mejoró, abrí  la ventana y miré alrededor. Me encontré con la idea de que la vida en realidad era hermosa, y no sólo se veía en blanco y negro. Lo más interesante fue que comí con apetito esa tardes y dormí tranquilamente toda la noche sin despertarme ansiosa.

–Me dijiste que todos los fines de semana vas al Louvre, y faltaban dos días más para que llegara. Perdí el tiempo hasta el domingo, y ese día me desperté temprano y fui al Louvre, quería encontrarte. En cuanto llegue, quede atónita, era un lugar enorme lleno de personas. Recuerdo que hablaste sobre la Mona Lisa. Pregunté dónde estaba y llegué hasta ella, ahí te vi. Me alegré cuando te encontré, me acerqué para llamar tu atención. Estabas parado, ocupado, escribías algo en tu cuaderno. Te miré un momento, en silencio, aunque te diste cuenta al instante y me sonreíste. Tuvimos una maravillosa conversación sobre la Mona Lisa y recorrimos juntos el museo.

–Cuando regresé al hotel, mi esposo estaba bebiendo champaña, y me dijo que sólo faltaban dos días hasta que nuestra visa expirará. Le rogué que la extendiéramos un poco más. Me miró sorprendido, pero logré convencerlo. De verdad quería quedarme un poco más en París. Ni siquiera sé porqué, sólo quería quedarme más tiempo, no quería irme a otro lado, ahí me  sentía como si mi corazón hubiera despertado.

–Dos días después mi esposo y yo visitamos la embajada. Te encontré una vez más, y tú nos ayudaste a extender nuestra visa. Mi esposo y yo te invitamos a cenar, estuve aún más feliz cuando aceptaste. Desperté esta mañana soñando con esta cena. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que me había visto en un espejo, y me senté frente a él un momento. Me pondría el vestido que compré por si algún día tuviera algún evento. Esta vez   me costó trabajo encontrar qué ponerme, tampoco sabía que collar usar. Este collar había estado abandonado en una maleta por años. Conforme el tiempo pasó y la cita se acercaba,  no podía controlar mi emoción, o los nervios de llegar tarde. En la tarde, mi esposo salió como si tuviera trabajo. Me pidió que te pidiera que lo perdonaras. Así que vine sola en el coche que él rentó. Me sentí mucho más relajada en el restaurante, lo sé, porque tenía el privilegio de hablar con la persona con la que más quería hablar. Eso me distrajo un momento, y como resultado te pregunté puras tonterías durante la cena. Olvidé como controlarme y tú, obviamente, pensaste que era una cabeza- hueca. También yo me odié a mi misma. Ese sentimiento tomó el control de mi cuerpo e hizo que se me nublarán los ojos, y que el velo de  la vergüenza empañara mi cara. Por ello es que entré al coche para librarme de ese sentimiento que echaba mi alma a perder, pero fue entonces cuando me dolió más aún. Limpie mis ojos de la agonía y aceleré aún más. Llegué a la absurda conclusión de que este sentimiento, que empeoraba cada vez más, me abandonaría si muriera. El odio por uno mismo puede causar que una persona actué así, y eso fue lo que me ocurrió a mí hasta que me encontré con el camión. Estaba demasiado asustada cuando apareció el coche, no quería morir. No era ni lo suficientemente fuerte o débil para hacerlo.–

Maftuna se levanto y se acercó al río. Observó la oscuridad de la noche y escuchó el sonido del Siena por unos minutos. Después, regresó sin prisa, ya no lloraba más, se había calmado y se veía mejor.

– Cuando el otoño llega a nuestra vida, es difícil que la primavera regresé–, me dijo mientras miraba el río a la distancia, suspiró y comenzó a recitar un poema de memoria:

“Esperé por alguien, creía en algo,
Miré hacia el cielo como un álamo,
Ni siquiera puede caer como las hojas,
Como si aún te necesitará a ti.
La lengua rara vez tiembla como una hoja,
El otoño triunfante esparce otra vez su humo,
Yo pintaría el mundo con un hermoso color,
Lo siento, el otoño ha llegado antes, perdón….”

Después de recitar el poema, tomó mi saco, lo doblo con cuidado y lo puso junto a mí. La miré en silencio.

–Mañana me iré de París– me dijo mientras miraba a su alrededor y al instante se decepcionó cuando nuestros ojos se encontraron. –En realidad, como tú, no estoy interesada en absoluta en la ciudad. La razón por la que me quedé no tiene nada que ver con la belleza de la ciudad.–

Me levanté y dudé un momento si debía decirle algo. Francamente, no sabía si aclarar las  cosas con ella o si debía consolarla. Cuando me acerqué a ella, Maftuna se alejó de mí e hizo un gesto con las manos para alejarme. Me quedé donde estaba, nada sonó dentro de mí, nada que pudiera consolarla o tranquilizarla. Mis ojos estaban empañados y mi mente estaba repleta de pensamientos confusos como si una bruma hubiera caído sobre mí. Después de un rato ella comenzó a prepararse para irse, no me dijo adiós y caminó hasta su coche, con las luces todavía prendidas. Sin voltear, se levantó una vez más y caminó, dignamente hacia el coche.

–Citroen Rojos, demasiado rojo– me dijo mientras caminaba hacia el coche. –Un regalo de mi amable esposo…–


Sherzod Artikov nació en 1985 años en la ciudad de Marghilan de Uzbekistán. Se graduó de Instituto Politécnico de Ferghana en 2005 año. Sus obras se publican con mayor frecuencia en prensas interiores republicanas. Principalmente escribe cuentos y ensayos. Su primer libro “The Autumn’s symphony ”se publicó en el año 2020. Es uno de los ganadores del concurso literario nacional “Mi región de la perla” en la dirección de la prosa. Fue publicado en Rusia y Ucrania. revistas de la red como “Camerton”, “Topos”, “Autograph”. Además, sus relatos fueron publicados en las revistas literarias y sitios web de Kazahstán, EE. UU., Serbia, Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistán, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania, India, Polonia, Guatemala, Israel, Bélgica Indonesia, Irak, Jordania, Siria, Líbano, Albania, Colombia y Nicaragua.

DEMASIADO HUMANO

por Rodrigo Díaz Bárcenas


Me gustan las mañanas como la de hoy… el señor Morales se levantó temprano y me preparó algo de comer, es una de las personas más buenas que conozco, y a decir verdad, es la persona más importante en mi vida; posiblemente la única que tolera mi pasado.

Hoy la mañana es muy linda, pero no puedo dejar de pensar, ni un solo instante, en el lugar de donde vengo. Sé que fue hace mucho tiempo y que el señor Morales se ha esforzado mucho intentando que algún día olvide esa vida horrible que alguna vez llevé, pero siento un poco de pena por él –y por mí- porque creo que nunca lo podrá lograr. A veces me comporto muy alegre y trato de mostrar mi gratitud de todas las formas que conozco, pero en el fondo sólo yo sé que el recuerdo sigue ahí… si el viejo Morales pudiera saber que jamás olvidaré lo que pasó, y que pese a sus energías y esfuerzos que deposita en mí con cada detalle, pienso todos los días en mi antigua vida criminal, estoy seguro que lo decepcionaría profundamente. Por eso prefiero no decir nada, de cualquier forma, aunque lo intentara, estoy seguro que nadie me entendería.

Era un sábado por la tarde cuando el suelo de cemento, del patio de aquella casa obscura, se tiñó de rojo; había pedazos de piel y cabello regados por todo el suelo, si cierro mis ojos aún puedo sentir la calidez de su sangre viscosa empapando mi pecho, mi cara, mis piernas. Mi corazón me golpeaba el pecho con mucha fuerza y comencé a temblar tanto que sentí como si me fuera a desplomar en cualquier momento, sentía mi boca pastosa y mi respiración acelerada, la voz me temblaba y el olor de las tripas regadas a mis pies, me provocaba arcadas. Estaba aterrado. Aún recuerdo cada detalle a la perfección, ya casi se ponía el sol cuando me di
cuenta de que había asesinado a mi propio padre. Había tanta sangre… yo jamás había hecho algo parecido, creo que nunca entenderé por qué lo hice. Sin embargo, por algún motivo que hasta ahora no logro descifrar, tampoco había estado nunca tan emocionado y orgulloso como me sentí aquel día. Me sentí fuerte, me sentí mayor, me sentí importante; había matado por primera vez y la hazaña de haber acabado con mi rival, siempre tan poderoso y soberbio, que
ahora yacía inerte frente a mis ojos, me hizo sentir invencible; aun así, mis hermanos me veían con una tristeza y un miedo tan profundo, que jamás lo podré olvidar. De pronto sentí un golpe seco en mi nuca, y lo siguiente que recuerdo es que mi compañero Gilberto me arrastraba por todo el piso, jalándome de los pies.
Hasta ese momento me di cuenta que mis piernas no me respondían desde que acabó la pelea con mi padre. Más tarde, aunque no pude abrir mis ojos debido a las costras y las costuras, alcancé a escuchar – al parecer a un médico- que le decía a Gilberto algo que cambiaría mi vida para siempre: yo jamás volvería a caminar.

Cuando desperté, a la mañana siguiente, detrás de los barrotes de esa fría celda, y sin Gilberto a mi lado, pensé que mi vida había terminado, finalmente me lo merecía, ¿no es cierto? Me resigné a mi suerte en aquella celda solitaria, y justo cuando me dispuse a disfrutar de mi muerte y a sentir el cálido ardor de las heridas en mi maltrecho cuerpo, me informó el guardia que alguien había pagado mi fianza, era libre otra vez. La noticia no me alegró más de lo que me desconcertó; no sabía quién podía ser, yo no tenía a nadie en el mundo a quien le importara mi suerte, y aquel desconocido que me quería sacar de ahí y que interrumpía mi tormento, justo cuando empezaba a saborearlo, me pareció más mi verdugo, que mi salvador.

Ahora que estoy rehaciendo mi vida, y que el señor Morales me ha abierto las puertas de su casa, todo me parece muy extraño… el anciano es muy amable conmigo y ha intentado que me sienta mejor, cura mis heridas y me repite incansablemente que no fue mi culpa, de hecho, creo que no está tan equivocado, finalmente sólo me estaba defendiendo, mi padre había comenzado la pelea. También me han dicho que yo no podía saber que estaba matando a mi propio padre, que me abandonó hace tanto tiempo que sería imposible que me acordara de él. Yo sólo afirmo con la cabeza para que no se angustie por mí, pero la verdad es que en cuanto lo vi por primera vez, antes de que se lanzara sobre mí, lo reconocí al instante y estoy seguro que él tampoco me había olvidado, sin embargo, algo había cambiado en él, ya no era el mismo de antes.

Cuando era pequeño, recuerdo que mi padre solía jugar conmigo cada tarde, salíamos juntos al parque y jugábamos con el balón hasta el anochecer, siempre cuidaba de mí y me daba buenos consejos. De repente un día, al despertar, ya no estaba a mi lado, según me intentó explicar mi madre, lo habían reclutado para una misión muy importante. Me explicó, como pudo, que al lugar a donde lo llevaban, y con la fuerza que mi padre tenía, podríamos ganar mucho dinero y hacer feliz a mucha gente, y aunque tiempo después me enteré que así fue, mi madre y yo nunca vimos un solo peso de aquel trabajo, y estoy seguro que él tampoco lo disfrutó como le habría gustado. En fin, creo que tuve la mala fortuna de heredar su fuerza y coraje, esa misma fuerza que me sirvió para que ese sábado inolvidable pudiera hacer crujir sus potentes, pero viejos huesos, estrellándolos contra la pared hasta que dejó de respirar.

Sé que cometí un error muy grave y que tal vez nunca me perdonen por lo que hice, también sé que soy muy diferente a todos los que viven en esta casa, ellos jamás habrían hecho algo tan atroz como lo que me atormenta cada noche, pero puedo jurar que desde ese día no he vuelto a sonreír y trato de no mover mi cola cuando se acercan a mí, para no molestar. Me queda claro que no merezco ser feliz nunca más y que sólo me queda estar echado en el piso a los pies del viejo Morales, que es quien cuida siempre de mí con una gran sonrisa, y es el único que me alimenta y me lava porque yo no puedo mover mis patas traseras, a partir de mi accidente. Cada día me esfuerzo por demostrarles que no tienen que tenerme miedo, escondo mis grandes y torpes dientes con mucha vergüenza para que vean que ya no los usaré más, que no le haré daño a nadie.

Estoy seguro que las personas no son tan crueles como lo he sido yo, pero… aparte de defenderme de mi padre en una pelea, que por cierto, dejó mucho dinero, no entiendo por qué los demás me tratan con desprecio e indiferencia, ¿será porque no creo en Dios? ¿Será porque no hablo como ellos o porque no comemos lo mismo? Daría lo que fuera por librarme algún día de estas cadenas que no me dejan decirles lo que siento, decirles que muchas de las cosas que creen saber de mí no son ciertas, que no sólo ellos añoran y no sólo ellos pueden cambiar y tratar de ser buenos, yo también aprendo de mis errores y trato de no olvidarlos. En fin… creo que de eso se trata cuando hablan de algo así como la humanización de los animales… ¿o la animalización de las personas? No sé, la verdad nunca he entendido bien la diferencia.


Rodrigo Díaz Bárcenas

Amante del deporte y del mundo de las letras, es licenciado en Sociología por la
Universidad Nacional Autónoma de México y realizó estudios en la Universidad de
Barcelona (UB), en España.

Miembro fundador, editor y colaborador activo de la revista Crisol Acatlán, en la
Universidad Nacional Autónoma de México.

Participó en la investigación, revisión crítica y publicación del libro Richard
Sennett: Cuerpo, trabajo artesanal y crítica del nuevo capitalismo; respecto a la
obra del sociólogo estadounidense.

Actualmente se desempeña como asesor legislativo y docente de ciencias
sociales, artes y humanidades.

Las palomas de papá

por Sherzod Artikov
traducción al español de Daniela Sánchez


–Este es el lugar del que me habló– me dijo el conductor.

El taxi paró casi a la orilla del camino. Miré a mi alrededor desde mi asiento en el coche. La vista, el edificio con dos cúpulas verdes, una infinidad de palomas aparecieron frente a mí. Mientras me acercaba encontré el patio lleno de palomas comiendo las semillas que las personas aventaban.

–Antes, llamábamos a este lugar “El cementerio de las palomas”– me dijo el conductor mientras me seguía. En el edificio de la esquina había un lugar de oración, hace no mucho tiempo.

Muchas personas frente al edificio entraban y salían, casi como por turnos. 

–Cientos de personas entran al peregrinaje todos lodos días– siguió diciéndome el conductor. –Aquí, las personas les rezan a los muertos, a las personas enfermas, a las parejas que no pueden tener hijos. Hacen que imam les dé su bendición mientras recitan el Corán, invocándolo. Caminan por el patio dejando semillas y peregrinando hacia dónde se encuentra el sagrado hombre.–

Mantuve mis ojos totalmente abiertos siguiendo las parvadas de palomas que volaban en el cielo, mientras lo escuchaba. Había casi las mismas personas que había descrito mi papá en sus álbumes: azul grisáceas, blancas y negras, y más gentiles y amables entre ellas, dándose miradas repletas de significado. 

–Estimado invitado, lo espero en el coche–, me dijo el conductor después de cierto tiempo, mientras se dirigía al automóvil. –Si no fuera alérgico al aire otoñal lo acompañaría más, desafortunadamente estar afuera me hace estornudar. –

Mientras se sonaba, caminó hacia el carro. Yo me acerqué un poco más hacia las palomas que permanecían ocupadas, picoteando las semillas que quedaban en el piso. En este caso, cómo los humanos, un grupo frágil a las orillas.

Había una mujer, vieja y flaca, vendiendo granos y semillas a un costado del templo. Al principio no la vi, pero cuando lo hice decidí comprarle algunas semillas. Las personas tomaban las semillas en bolsas de celofán. Las semillas seguían regadas en el piso, y yo estaba rodeado de palomas. Las que volaban en el cielo bajaron y se reunieron con las otras. En un instante, estaba rodeado de innumerables palomas. Olvidé el miedo, algunas picoteaban las semillas al igual que mi mano, mientras otras se posaban sobre mis zapatos. 

La bolsa se vació, ya no había más semillas. Me senté cansado, el cementerio reposa detrás de mí. El santuario y el cementerio estaban separados por un muro y era visible por el resquicio, a la mitad de los ladrillos. Creo que había una mezquita junto, porque la luna de cobre, creciente, estaba inclinada hacia el este. 

Me senté en una banca mientras veía a las aves, tomé mi cámara y saqué muchas fotografías de ellas. Después abrí mi maletín y saqué el álbum de mi papá. Comparé las palomas que me rodeaban con las fotografías que tenía. Vi las fechas y las notas escritas bajo las imágenes. Debajo de cada una había una pequeña nota y la fecha. Por ejemplo, junto a la foto de una paloma gris estaba la fecha “04.06.1995” y tenía la nota “Mi amor, hoy mi niño fue a su primer día de clases.” Debajo de esta foto había otra de una paloma blanca con la fecha “02.11.2001” y tenía escrito “Ayer, miré las estrellas por la ventana. Sentí como si estuviera viéndote, Blancanieves.” Entre ellas, la que más atrajo mi atención fue una foto a blanco y negro, una paloma regordeta. Mi padre escribió “07.06.2006”, y debajo las palabras “Compré un poco de chocolate de la tienda, tiene la imagen de una paloma en la envoltura, justo como tú, Fluffy.” 

Cuando ya no quedaba nadie frente al templo que el conductor había mencionado antes, me levanté y entré. Adentro, el imam* con su turbante y una barba blanca estaba sentado en el cuarto, el Corán** y las cuentas de preocupación estaban sobre la mesa cubierta con terciopelo azul. 

–Acérquese, señor. – El imam me dijo dándome una cálida bienvenida. 

–Quisiera que recite el Corán en honor al espíritu de mi papá– le dije cuándo vi su mirada inquisitoria.

Él comenzó a recitar el Corán. Mientras lo escuchaba pude ver a mi padre; evoqué sus últimos días en la sala de oncología en el Hospital del Noroeste de Chicago. En ese entonces, me quedé con mi padre, que estuvo en cama los últimos días de su vida con cáncer cerebral, perdió todo su cabello. Estaba demacrado y sus ojos estaban hinchados. Él siempre sostenía mi mano, cuando le daba una cucharada de agua o de sopa me miraba mientras me guiñaba un ojo. Él siempre quiso decirme algo, pero nunca pudo hablar, el tiempo lo había vuelto mudo.

Un día, su estado empeoró. Como nunca me alejé de él, en cuanto me di cuenta tomé el control remoto de la televisión y cambié los canales para distraerme. En algún momento, mi papá comenzó a resoplar, suavemente, levantó su mano como si fuera a gritar. Las palomas estaban en la televisión. Primero pensé que quería que cambiará el canal, pero cuando lo hice se puso muy nervioso y comenzó a mover sus manos más rápido. 

–Cambia el canal de regreso, al canal dónde estaban las palomas–, me dijo mi mamá y se acercó a tratar de callar a papá. 

Después de regresar al canal anterior, mi padre se calmó inmediatamente, pero sus manos seguían temblando. Su mandíbula también temblaba, tanto que parecía estar colgando si no la sostenía mi mamá. 

–Ramadan, ¿extrañas a las palomas?– le preguntó mi mamá sosteniendo fuertemente su mandíbula como si quisiera leer su mente. 

Las lágrimas cayeron por las mejillas de mi papá, trató decir algo, pero no pudo decir nada más que un suspiro. 

–Creo que tu padre extraña las palomas, – mi mamá me dijo volteándome a ver.– En Marghilan, donde tú naciste, había un lugar llamado “El cementerio de las palomas”. Tu padre pasó ahí la mayor parte de su infancia, y parte de su juventud. Había muchas palomas ahí. Tu padre adoraba ir a verlas y pasar mucho tiempo con ellas. Me llevaba mucho a ahí, también. Cuando íbamos siempre alimentábamos a las palomas esparciendo los granos, nos sentábamos ahí por horas. 

Mi padre estaba acostado, escuchaba silenciosamente a mi madre. En algún momento comenzó a ver cómo su boca se movía, escuchaba sus palabras y parecía entender la mayoría.

Tal vez fue por eso por lo que lloró desconsoladamente y trató de levantarse de la cama. 

Cuando terminó de recitar, el imam abrió sus manos en suplica. Yo lo seguí. 

–No hay nada malo con pedir–, dijo el imam viéndome directamente. –Hijo, eres un extranjero.– 

–Soy de los Estados Unidos– dije presentándome, –pero soy uzbeco. Mis padres nacieron ahí. Vivieron en Marghilan por un tiempo y después migraron durante “los años de reconstrucción–.*** 

–Se mudaron antes de ganar la independencia, ¿verdad?– preguntó. 

Afuera estaba más oscuro, las nubes flotaban, azules. Las hojas amarillas caían de un árbol cercano sobre la puerta. Me recordaron a mi infancia en Chicago, cuando jugaba con ellas y las pisaba. Mi padre me había dicho que yo aún no había nacido cuando llegaron a Estados Unidos. Mi padre tenía un cariño profundo por mí, él había crecido en un orfanato. Todos los fines de semana íbamos a los partidos de basketball para ver a los “Chicago Bulls”, al museo de historia natural o al cine. Por las noches hacíamos pijamadas y escuchábamos historias. Siempre que estuviera libre del trabajo me llamaba a su cuarto y me contaba acerca de Uzbekistán y me enseñaba a jugar ajedrez. En ese entonces me impresionaba se aire despreocupado. Porque, sobre todo, era muy juguetón. 

Aún después de haber crecido, nunca pude notar algunos sentimientos comúnmente humanos como tristeza, nostalgia o dolor en él. Aunque muchas veces cuando caminábamos de regreso de los partidos de los Bulls o tomábamos té en el patio en el verano, su corazón se hundía mientras miraba a las aves pasar. Pasaba tan rápido que él caía en un silencio tal que parecía que hubiera perdido su lengua. Podía estar contando un chiste o una historia y paraba de repente, su alma cambiaba y permanecía así por varios días. Algunas veces vi a mi papá abriendo la ventana y sus ojos perseguían el distante horizonte. Aún en ese momento, las aves volaban, y mi padre las veía moverse y lloraba.

Cuando mi padre murió encontré este álbum y lo ojeaba todos los días. Dándose cuenta de que aún no había apagado la luz todavía, mi madre entraba a mi cuarto y lo mirábamos juntos, sus ojos se llenaban de lágrimas. Las notas u fechas debajo de cada foto eran aún más tristezas que las fotos en sí. Entre más las leía, más sentía como las memorias corrían por mis venas. 

–Creo que tu padre quería regresar a su tierra natal– me dijo mi madre. –Quería volver a ver las palomas. 

Comenzó a caer una ligera llovizna. Octubre es aquí como en Chicago, nublado y lluvioso. Cuando comenzó a llover, las personas comenzaron a dispersarse. Las personas desaparecieron poco a poco y las palomas se entristecieron.  Las palomas miraban a su alrededor como si no supieran qué hacer, como si no entendieran y observaban a las personas irse. Justo en ese momento, el cielo se abrió y yo caminé hacia el coche estacionado con la parte este del santuario, no quería resfriarme. El conductor estaba dormido en el coche, esperándome. En cuanto llegue, se despertó y abrió la puerta.–

–¿Dónde estabas?– me dijo, frotándose los ojos. 

De camino, la lluvia empeoró. Los limpiabrisas del coche eran incapaces de remover toda el agua. La lluvia me recordó a las palomas y me preocupé por ellas. Pensé que se habían quedado en la plaza, mojándose. Después de un rato, me dije que seguramente había un lugar donde se pudieran resguardar, pero no podía dejar de pensar en ellas. Otro pensamiento cruzó mi mente, si habría un refugio especial para ellas. 

–¿Olvidaste algo ahí?– me preguntó el conductor cuando le pedí si podíamos regresar. 

Cuando llegamos, otra vez, al santuario, salí corriendo del coche. Me apuré para llegar al patio que se había convertido en un refugio para palomas. Pero no había una paloma ahí, ni en la tierra ni en el cielo, como si hubieran desaparecido sin dejar rastro. Me quedé parado bajo la lluvia sin saber muy bien qué hacer. 

–¿Olvidaste algo?–

El imam estaba cerrando la puerta del salón para rezar. 

–¿A dónde se fueron las palomas?–

El imam miró a su alrededor como si no entendiera. 

–No se fueron–, me dijo con voz suave, –mira hacia el techo. Ahí tienen sus nidos.–

Mire hacia arriba, hacia el techo. Al principio, no vi el refugio, pero después de un rato, vi un largo pasaje. El pasaje estaba cerrado excepto por algunas salidas de luz. Las palomas estaban dentro de esas salidas observando la lluvia afuera, con la cabeza mojada por las gotas. 

–¿Caben todas las palomas ahí?– le dije mientras lo volteaba a ver, buscando cierta claridad, aunque mi preocupación ya había desaparecido. 

–Claro que sí– dijo y se limpió las gotas de lluvia de la cara con un pañuelo. 

–Han vivido aquí, en familia, por años.–

Cuando regresé al hotel, mi ropa estaba completamente empapada. Cuando me vio entrar, uno de los botones me dio una toalla. Mientras me secaba, le pedí al gerente que llamará a Estados Unidos. Inmediatamente marcó a el número de teléfono que le indiqué y me conectó con mi madre. 

–Mamá– le dije cuando la voz familiar contestó. –Fui a ver las palomas de papá. Se ven exactamente igual a las fotos del álbum.

Mi madre quería saber algo, pero no lograba articularlo. Sólo se escuchaba su llanto desde el otro lado de la línea. 

Octubre, 2019.


Comentarios:
*Imam: Líder religioso musulmán.
** El Corán: El libro sagrado del Islam.
*** Los años de reconstrucción:  la época en la Unión Soviética entre 1988 y 1990.


Sherzod Artikov nació en 1985 en la ciudad de Marghilan, Uzbekistan. Se graduó del Instituto Politécnico de Ferghana en el año 2005. Sus trabajos son publicados de manera recurrente en la prensa nacional. Su primer libro de narrativa “Sinfonía de Otoño” fue publicado en el 2020. Fue uno de los ganadores del premio nacional de literatura “Mi Perla Regional” en la categoría prosa. Publicó en revistas electrónicas de Rusia y Ucrania como “Camerton”, “Topos” y “Autográfo”. Así mismo, sus historias han sido publicadas en revistas y páginas electrónicas de Kazajastan, USA, Serbia, Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistan, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania y la India.

Diez minificciones de Chris Morales

por Chris Morales


Momentos de oro

Cada día probaba sus galletas de mantequilla. El sabor, el olor, la textura hacían sentir a «Muñeca» —así le decían sus papás— una niña amada. Su mamá las horneaba; papá servía la leche y juntos las saboreaban. El deleite mayor se originó al comer muñecos de jengibre. 

   Un año después, cuando llegó un nuevo integrante a la familia, «Muñeca» quiso hacer suculenta y especial su estancia, así que, lo puso sobre la mesa. Aunque le costó mucho prender el horno y conseguir algunos ingredientes, su hermanito quedó bien tostado, crujiente, listo para probarse con leche y reforzar el amor de familia.


Por amor

No podía dejar que mi padre sufriera a causa de esa enfermedad crónica degenerativa. En realidad, todos le tememos al dolor. Lo bueno que la muerte le llegó casi de manera instantánea. Ahora él descansa y yo también, pues el día del atropello le quité las placas al auto.


Evocación

Hoy estaba pintando la recamara de mis padres cuando me topé de frente con el retrato de mis abuelos. Los miré fijamente a la cara: él, sonriente, luciendo pícaro bigote; ella, seria (hasta podría decir que un poco triste). Regresé a mi labor y terminé por pintar flores en la jardinera, gallinas en el tronco de un árbol, vacas y caballos pastando, marranos comiendo en un chiquero y mazorcas apiladas en la casa de provincia donde creció mi madre. 


Viaje sin fin

Había llegado nuevamente a la terminal sin que nadie le dijera que debía bajarse del vagón. ¿Cuántas vueltas más daría a la línea entera? No ha caído en la cuenta de que la última vez que atrajo la atención de la multitud fue al aventarse a las vías del metro cuando éste entraba a toda velocidad a la estación.


Costumbre

Tantas veces había batallado al ponerse su maquillaje. En el microbús, en el metro. En el tren suburbano se molestaba cuando no alcanzaba lugar, aun así, maniobraba para llegar siempre arreglada al trabajo. Sus rápidos ascensos le permitieron comprarse un auto.

Ahora, no le perturbaba nada, iba muy cómoda. De hecho, fue maquillada por otros para llegar hermosa al velatorio. Se le olvidó que su vehículo nuevo debía ser conducido por ella misma.


Sueño libre

Varias noches no pude dormir: tuve pesadillas. Soñé que te ibas para siempre con tu amante. Hoy, por fin se hizo verídica la acción y me quedo en la soledad de una casa grande. Más vale la certidumbre de una realidad, que un descanso perturbado.


Locura

Cuando gozo una paleta, me sabe a Dulcinea. Cuando saboreo un caramelo, me sabe a Dulcinea. Cuando disfruto de un pan, me sabe a Dulcinea. En el baño de la escuela escribí: Miguel y Dulce, una aventura para siempre.

Lucharé contra esos gigantes ─los edificios─ que nos separan día a día y llegaré a tu encuentro. Mi amigo, Pancho Panzas, me dice que estoy loco. Yo le contesto que sí, que estoy enamorado.


Retorno

Extrañaba salir al parque, sentarse ─con su andadera a un lado─ sobre una banca y alimentar a las aves.

Esa mañana escuchó un organillo en la calle. Tocaron el timbre. Entusiasmada, sacó su mano por la ventana y roció con alpiste el sombrero.


Liberación

Caminando por las calles de su nostalgia, la encontró tirada al pie de un árbol. La levantó y se la llevó a su escritorio. Redactó sobre ella sus más grandes anhelos. De tinta usó sus lágrimas. Después la liberó por la ventana, apreciando su suave y acompasado vaivén. Sabía que sus sueños —por muchos que fueran— no lo suspenderían en el aire como aquella hoja. Se estampó primero en el piso.


Doble jornada

Hoy volví a cumplir mi sueño: convertirme en agente secreto y escabullirme entre las calles de la ciudad hasta localizarte. Vi las caricias a discreción, los jugueteos y, con mis binoculares, mis pupilas pudieron colarse entre las persianas del departamento que compartes con tu amante y ver la concreción de sus devaneos ilícitos. La tarea fue muy ardua; tanto, que me desperté mucho antes de que sonara el reloj. Mis grandes ojeras me dicen que mi trabajo real estará peor que el onírico.


Chris Morales. Actor y escritor mexicano de textos dramáticos, cuentos y microficciones. Ha publicado en diversos sitios de internet, revistas y antologías electrónicas. Compiló, al lado de José Manuel Ortiz Soto, la antología Pequeficciones. Piñata de historias mínimas. Dos de sus obras de teatro fueron galardonadas por la Asociación de Periodistas Teatrales en el 2007 y 2016. Egresado de la UACM en la carrera de Creación literaria y combina las letras con las artes escénicas en la Asociación Civil JADEvolucion-arte desde hace 15 años.

Dos textos de Giovanna Enríquez

por Giovanna Enríquez


CASA

La casa es el lugar al borde de la piel
donde se rompen vajillas a destiempo
y se aprende a decir partes en lugar de v u l v a.

Cada mes, cuando al tiempo le da prisa,
una sólida serpiente de mar me escurre entre las piernas.
Toca, entonces, reposar bajo la lluvia de la mañana, 
para que el animal se cuele por la coladera.
Toca, pues, cerrar la cortina de la ducha
y apretar los dientes para detener el vuelo.
Desprender las alas bajo el agua hirviente
siempre lo creí necesario.

El tecnicismo, como le dicen, es endometriosis:
como si la técnica fuera arte y oficio,
a mí me suena a mala broma, 
a lenguaje enfermo, de hospital, de bisturí 
e histeroctomía; otro tecnicismo.

La casa es el lugar al borde de la escalera
donde espero sentada a que seque 
el agua trapeada a mediodía, 
porque no llegué al inodoro, 
y decidí
que el rellano era un buen lugar para cerrar las piernas
llevar las manos al vientre, 
apretar
esperar.

La casa es el lugar al borde de la tierra
donde se siembra en verano 
lo que no se logrará en invierno.

Los botones que no son flor se arropan,
las madres salen a buscar a sus hijas, 
los endometrios crecen desesperadamente,
las cactáceas se nombran igual en toda Latinoamérica,
la educación sexual se vuelve piedra de tropiezo,
las piedras siguen acurrucadas en los vientres ajenos,
los analgésicos se compran sin receta.

La casa es el lugar al borde de las vulvas
donde las partes del cuerpo son sólo mías,
donde cuerpos en partes se descomponen
en las carreteras, 
donde un cuerpo se abraza a otro cuerpo, 
en espera de que todas vuelvan,
donde todos los cuerpos mudan a cuerpas,
y cambian de estación cada tanto, 
cada siempre,
cada que es necesario nombrar una casa,
darle forma de labios, vello y clítoris,
de útero que se pronuncia: 
casa de plasma y plaquetas 
casa de lábaro matrio,
casa sin niños 
casa sin piernas cerradas.

Marzo, 2021
CDMX


SOBRE MOJADO

I

−Hoy es su día, maestros, una sonrisa, carajo…pues muchas felicidades, ahí agárrense una chela… que sin ustedes nomás no hay nada. Ahora sí que les debemos todo, maestros. ¡Salud!

El arquitecto llevó una lata de cerveza al aire.

¡Salud!, ¡Salud, inge!, ¡Arqui, salud!, ¡Salud, maestro!

Un pelotón de manos se embistió al centro de un círculo improvisado para chocar latas heladas de cerveza barata. En una radiograbadora chapoteada de pintura multicolor, sonaba un CD rotulado con plumón negro: “viva cristo rei” en letra temblorosa, al lado de una cruz demasiado larga. Pedro Infante cantando muy alto “En tu día” desde las bocinas desgastadas. Bocinas de batalla, como le decía Don Emiliano, ‘que se escuchen perro pa’ no dormirse’, decía. 

Celebremos, señores, con gusto. Sí está bien bueno ese queso, inge. Este día de placer tan dichoso. Páseme una tortilla, doña Mari. Que tu santo te encuentre gustoso. ¿Otro taquito de chicharrón, arqui? Y tranquilo tu fiel corazón. ¿De cuál le pongo, de la que pica o de la que no pica?

II

−Y le dije, te me vas calmando, Mari, a la próxima: si te digo huevos rancheros, son rancheros, no volteados, no fritos, no revueltos, rancheros. −Armando se llevó una mano a la frente, arrastrando en su palma un jirón de sudor que terminó sobre un ladrillo raspado. Entre él y Gabriel cargaban bloques de adobe, uno a uno, para armar una línea perfecta que rematara los arcos de la entrada principal. Armando tiraba el primer jalón y Gabriel le continuaba montando cada módulo, uno sobre otro, para darle sentido a una forma que ambos, sin decir nada, entendían perfectamente. ‘Pura pinche lógica…’, como decía Don Emiliano, ‘…es lo que tenemos los albañiles. Qué plano ni qué ocho cuartos’, remataba.

 −¿Y te los chingaste o qué? yo que tú no me los hubiera chingado, ¿qué no?

−¿Los qué?, Ah, ¿los huevos?, pues sí, ¿por qué no me los iba a comer? A ver, pásame el reventón, que se ve medio chueca esta madre.

−Pero estuvo chingón, ¿qué no?, digo, el inge siempre se rifa. El arqui es medio gandalla, y sólo nos trae barbacoa ese día, pero pues yo sí me la pasé rebién. Yo pensé, la neta, que íbamos a seguírnosla, y hasta le había avisado a Susana, le dije, mija, hoy no llego, te voy avisando desde ahorita, y hasta se sorprendió porque llegué temprano y dije, le dije, hoy te fue bien, eh, ¿qué no?.-

−Ey, sí. Allá en mi casa, llegué y todo como siempre. Pero igual hubiera estado bueno, ¿no?, un pulquito ahí de los que ofreció Don Emiliano, que en la casa de su compadre, dijo, ¿no?, sí dijo. Pero ya luego. Ahorita nomás échate la lechereada y ya estamos.

−Ya estás, te doy aventón, pero espérame.

−Te topo afuera.

Armando se sacudió las manos en los muslos, dejando en sus pantalones pátinas blandas de mezcla, sobando la mugre prendida a la tela. Se fregó de las manos a los codos con agua de un bote, antiguo contenedor de pintura, y de la misma agua hizo un buche que escupió sonoramente. De una mochila verde sacó una playera y un desodorante. Antes de ponérsela, en un gesto ensayado, roció del aroma a ‘vibra tropical’ su playera en cuello uve. De donde lo dejara Gabriel, se iría caminando hasta la panadería, compraría unas teleras, un medio de leche y agarraría camino a casa sin detenerse en la casa de su sobrino. Ya le habían dicho que era absurdo querer entrar a un negocio familiar que no tenía ni pies ni cabeza, “¿para qué entrarle a eso, si ni me va a dar todo el gane completo?” pensaba Armando cada que pasaba por la casa del escuincle de veinte años, dueño ya de una moto que se había comprado con esos “ahorritos del negocio familiar”.

III

−Me cae que ni manera hay de hacerla entrar en razón a tu hija, Pedro. Si se te va a ir, que se te vaya, pues. Si ya se agarró del chamaco ese, pues que se vaya. Después va a venir regresando a pedirte perdón por haberse ido. Así son, así es mi Carmela. Le dije, no te vayas a vivir a la casa de tu suegra, niña. ¿Y qué crees que hizo?, pues sí, pues no aguantó, y volvió por ahí de marzo a decirme, ay, papi, es que allá no me dejaban hacer nada y les tenía que hacer de comer.

 −¿Y la dejaste volver, güey? Es que ahí está, ahí está, por eso no quiero que se vaya, pero ella insiste que nomás en lo que se alivia y ya luego se regresa acá, pero yo ya le dije también que ese chamaco lo va a tener en nuestra casa, bueno, que después de que se alivie va a vivir con nosotros. Yo no sé qué mañas tenga su noviecito, güey, pero no me gusta para ella, ya te digo yo.

−Yo ya te dije. Órale, dale al repellado.

Al poco, el arquitecto llegó. Desde la puerta de entrada hasta el final de la barda inmediata, recorrió las paredes con las puntas de los dedos, como si en el acto pudiera reconocer un trabajo fino, como decía cada que entregaba las obras. Los días de inspección eran tres a la semana.  Se sabía que cuando el ‘arqui’ llegara, la botella de refresco de limón debía estar helada.

−Entregamos en cinco días. ¿Cómo vamos? Maestro, ¿vamos bien?

Don Emiliano se acomodó el casco.

−Vamos bien, arqui, ahí ya casi está.

−Yo esperaría que por ahí del viernes ya estemos levantando para entregar el sábado. Su pago sería el lunes que es quincena, nada más sí me esperan esos dos días, ¿no? Ya saben que no les fallo.

−Sí, mi arqui, no hay problema. ¿Un refresquito?

−Hoy nada más vengo de pasada. Les encargo, entonces, señores.

A la salida del arquitecto, Don Emiliano lanzó su silbido y la cuadrilla de hombres retomó afanosamente el mediodía. Con el sol metiéndose en sus cabezas, algunos arremetían, pala en mano, contra la pasta grisácea calculándole el agua al tanteo; otros cargaban estructuras de madera perfectamente ensambladas, andamios que estaban listos para mudar de lugar, una vez más. Al fondo, resguardada de la intemperie, bajo el ángulo de la escalera, la radiograbadora sonaba una voz masculina ahogada en el eco del espacio.

Al entrar la tarde, llovieron gotas absurdamente gordas. Se encharcó el cemento recién echado de la entrada, el piso de la terraza se ahogó desbordando las juntas de los azulejos, trozos del pasto artificial sobrepuesto flotaban sobre los centímetros del agua estancada del patio trasero. Don Emiliano había dicho claramente que era necesario adherirlo bien, nadie hizo caso. Un día más de abril, una lluvia más, un retraso más.

IV

−Yo ya le dije a Gabriel que si no acabamos para mañana, ni me eche a mí la culpa. Yo voy bien, pero pues nada ayuda. Ya vio usted, Don Emiliano, se atrasaron para traer la pintura, ¿así cómo? ni con la ayuda de Dios.

−Mira, Pedrito, aquí somos todos, y no hay manera de que no acabemos. Pues si ya casi estamos, ya nada más les toca a Armando y a ti levantar hoy. Nos vamos a ir en la camioneta para la siguiente obra, pero primero hay que dejar todo listo hoy, ya para nada más venir a limpiar temprano y entregarle en la mañana.

 −Pues me jalo, entonces−.

Pedro se puso el chaleco, el uniforme de coronel le decía Don Emiliano, y se encaminó hacia la esquina de la construcción, donde se amontonaban materiales, ropa sucia, bolsas con basura, botellas con pegamento, latas vacías de cerveza, cascos, una caja con cds de música, el cuaderno de cuentas, un garrafón de agua.

El rincón estaba más desacomodado que siempre. Pedro lanzó un silbido, se quitó la gorra, otro silbido, y la aventó al suelo al tiempo que soltaba un ‘me lleva la chingada’ para sí. Armando llegó a los pocos segundos, y no tardó en entender qué pasaba.

−Nos chingaron, carajo, mira, está todo hecho un desmadre. Le dije a Gabriel que cerrara bien ayer, se me hace que ni el candado puso.

En un gesto confundido, atropellado, Pedro comenzó a revisar torpemente todo cuanto tocaban sus manos toscas. Mientras más trataba de acomodar, más abultado parecía el montón de objetos que, más allá de estar listos para ser recogidos, parecían estar dispuestos para quedarse ahí el tiempo que fuera necesario. Una pila antropológica de cosas a punto de convertirse en una pila ceremonial.

−Huele medio de la chingada, ¿no? ¿Qué haces, güey? ¿Eh, Pedro? A ver, espérate, mejor no le muevas mucho. Háblale a Don Emiliano.

Pedro se levantó lentamente, sin hacer ruido, sin importarle la mirada juzgona de Armando, quien, parado al pie del cúmulo pestilente, miraba a su alrededor. Los demás compañeros le notaron el gesto y, uno a uno, se acercaron para preguntarle qué pasaba. Se reconocían familiares los murmullos entre los hombres congregados alrededor de la escena, como no queriendo estar, pero prestos para lo que ocurriera.

Don Emiliano llegó detrás de Pedro, quien le señaló debajo de un rimero de ropa arrugada.

−Ahí es donde le dije, pero no quiero levantarle, mejor le hablamos a alguien, ¿no?, porque se me hace que sí hay algo ahí.

−¿Qué le vamos a hablar a nadie ni qué nada? ¡Órale!, los demás regrésense a trabajar, chingao. ¡Órale, ya! A ver, Armando, ¿qué haces ahí parado tú también?, muévele ahí a ver qué hay. Se me hace que se nos metieron.

Armando se subió la camiseta a la nariz, apenas dejando ver los ojos; la mirada pasmada, tanteando la ropa. Siguió moviéndola, metiendo la mano debajo de las telas, hurgando insistentemente. Lo sintió, estaba frío; al hundir sus dedos, tocó la superficie hinchada. Se le ahuecó la garganta, siguió subiendo la mano, los dedos apenas tocando la piel, el corazón ciñéndosele en el pecho, hasta que sintió una oreja perforada en el lóbulo, un arete largo pendiendo de ella.   

V

Sábado con la mañana recién entrada. El arquitecto entró por la puerta principal, llevando las yemas de sus dedos al aplanado perfecto. Un balde de hielos, refrescos de limón y cervezas, al centro del patio principal.

−Yo creía que no acabábamos, maestro. Pero miren… qué bonito trabajo. ¿Ya está todo limpio, cierto?

−Sí, arqui, ya estamos. Nada más le entrego cuentas y ya queda.

−Muchas gracias, señores. Pues nos tomamos alguito y nos vemos el lunes, entonces. Salud, ¿no?, ¿o qué? ¿Todo bien? Los veo ojerosos.

−Sí, nada más tuvimos un inconveniente que nos retrasó, pero ya todo bien −respondió Pedro−. Nos llovió también ayer sobre mojado, como dice Don Emiliano. Sobre mojado.

Octubre, 2020
CDMX


Giovanna Enríquez es artista visual mexicana e historiadora de arte con práctica literaria y fotográfica. Su trabajo consta de texto, cuento y poesía, fotografía, audiovisual e imagen autoral y apropiada. Es egresada del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de escritores de la SOGEM, del Diplomado en Fotografía en la Academia de Artes Visuales con especialidad en Creación de fotografía y discurso, y de la licenciatura en Historia del arte en el Centro de Cultura Casa Lamm. Ha publicado cuentos, fotografías, poemas, audiovisuales, crónicas y notas de periodismo cultural en medios electrónicos e impresos. Ha participado en intercambios fotográficos y culturales con la School of Visual Arts de Nueva York y la Neue Schüle fur fotografie de Berlín. Administra la web http://www.giovannaen.com (en recuperación) en la cual publica proyectos de imagen y texto; la cuenta Vimeo: https://vimeo.com/giovannaenriquez y el Behance donde alberga su proyecto más reciente: http://www.behance.net/giovannaenriquez

La presentación

por Manuel Jorge Carreón Perea


Tomó con sus manos la hoja de papel. El último párrafo que había no lo convencía. Lo recorrió un par de veces con la vista sin encontrar algo diferente [una idea diferente]. El mismo sentido del momento en que fue escrito. No había modificación en el contenido, sólo en la luz que iluminaba el cuarto.  Era más intensa. Se hacía tarde y la sombra de la pluma sobre el cuaderno producía una mancha indefinida que se perdía a ratos.

Una vez más ninguna idea que no formara parte del sentido común. Afuera llovía y se dio cuenta de que, casi a la par del inicio de la temporada de lluvias, su ingenio desapareció.

Desistió en proseguir; meditaba la forma de poder narrar un día de su vida sin tener que sacrificar uno para ello, pero no surgía una solución por más que lo forzara. Estaba destinado a crear obras perecederas al tercer o cuarto renglón sin ser leídas por alguien más.

Suspiró. Deseó beber un trago de agua pero no había comprado botellas cuando fue al supermercado. Decidido a no tener sed, y también para buscar un poco de inspiración, pensó en salir a la calle. Tomó su rompevientos azul y una cajetilla de cigarros que metió en el bolsillo izquierdo mientras cerraba la puerta.

En días pasados se sentía afortunado de poder dirigirse a cualquier sitio que deseara con sólo salir de su hogar, pero infeliz por no tener uno a donde llegar sin sentirse como un intruso, como un personaje indeseable de una novela de Mircea Cartarescu.

Al pisar la calle, tuvo la extraña sensación de que su vida no debía ser grande o significativa, la de un misterioso escritor. Reconfortado con esta idea, llegó a la tienda de abarrotes y pidió una botella de agua mineral de un litro. Sería suficiente para la noche. En caso contrario, tenía la posibilidad de volver si se acababa –la tienda no estaba lejos de su apartamento– y hacer una pequeña caminata por la noche. Le podría ayudar a dormir mejor.

Ahora no tenía actividad o plan definido. Estaba en el lugar del personaje solitario del cuento que no podía escribir.

–Si sólo tuviera las palabras correctas para un inicio fenomenal–. pensó para sus adentros. Sabía que esa noche no encontraría ideas, frases o palabras para completar un cuento. Sólo sentimientos poco maduros y mal trabajados que se deformaban al ser escritos y que exiliaban cualquier posibilidad de historia.

Siguió caminando y encontró una librearía que acababa de abrir en la zona. Se veía bastante animada. Tenía lugar la presentación de un libro.

Miró un letrero colocado al lado de la puerta. “Axolotl” estaba escrito con gis blanco. Seguramente era el nombre del local. Vino a su mente el cuento homónimo de Julio Cortázar. Por alguna razón se sintió incómodo.

Saber que, en su ciudad, a cientos –quizá miles– de kilómetros de Paris o Buenos Aires, se rendía culto/ homenaje a aquel autor a quien nunca había podido leer, le producía un malestar casi idiota y que lo privaba de toda lógica.

En ese momento comenzó a arreciar la lluvia. La librería ahora se antojaba como un refugio perfecto para poder pasar el tiempo mientras esperaba que disminuyera el agua. El vino y los bocadillos que se estila proporcionar en las presentaciones de libros, eran los otros incentivos.

Finalmente optó por entrar. Al hacerlo, se dirigió de inmediato al lugar acondicionado para la presentación. Estaba casi lleno, pero aún así encontró un buen asiento.

A los pocos minutos –tres o cuatro habrán transcurrido– dio inicio el evento. El autor se llamaba Pierre Chiazat. Se presentó como nieto de un exiliado de la Segunda República Española. Su libro era sobre vida en el exilio de toda una familia, explicando porque las raíces no se pierden nunca; le pertenecían a una tierra dominada por el espíritu.

Se sentía cómodo, reconfortado y sin frío. Cerró los ojos y se durmió casi al instante.


Manuel Jorge Carreón Perea. Es autor de la novela «Vía Eterna». Ha publicado cuentos y artículos sobre arte, cultura y derechos humanos en diversas revistas culturales y literarias.

La fotógrafa y otros cuentos

por Edith Tavarez


LA FOTÓGRAFA

Cuando regresé a casa, luego de revelar el carrete de fotografías, me dispuse a analizarlas para lograr hacer el collage que tanto anhelaba. Días anteriores, caminé rumbo a la montaña y por el sendero me detuve al encontrar un reloj de mano, un paraguas roto y dos botellas vacías de vino. Los objetos estaban empolvados y después de la edición de fotografías en escala de grises, el montaje quedó excelente. Los objetos estaban a medio enterrar en la orilla del camino; el zacatal seco de fondo ensambló perfecto para crear una sesión y practicar los conceptos de fotografía artística. Me detuve al mirar la quinta fotografía; una mano blanca asomaba entre la orilla del sendero. Se me aceleró el corazón al mirar tal atrocidad; no podía dejar de pensar el laberinto en que me encontraba. Sexta fotografía: pies desnudos caminando en medio del camino. Las arrojé al suelo, alguien a quien nunca retraté, intentaba decirme un mensaje. Sin duda se trataba de una mujer.

Decidida a resolver la incógnita, tomé una chaqueta, alisté la navaja y salí en dirección a la montaña. Antes de abrir la puerta, tomé la cámara fotográfica, al encenderla y mirar la galería había una foto que desconocía. Estaba muy colorida con mi habitación de fondo y yo misma sentada frente al escritorio. No habían pasado diez minutos desde que estaba en mi cuarto, me daba vuelcos el corazón, alguien me retrató. Se me heló la sangre ni siquiera fui capaz de dar un paso o girar media vuelta para ver de dónde provenía un soplido gélido sobre mi nuca.


ENTRE LÍNEAS FRÍAS

Siguen en la gaveta, desde hace unos días, los textos que una vez escribí a media noche. Abro el cajón y tan amarillentas las hojas, como el vestido que odio ponerme. Las hojeo, el olor a libro viejo me hace arrojarlas al suelo. Quiero escribir, seguir aquella historia que cada media noche me hace temblar. Me muerdo los labios, corro a la ventana, el cielo anuncia una tormenta. Tomo el café a sorbos, sin disfrutar su sabor tan amargo. La tinta está ahí mirándome desde el escritorio, lista para ser plasmada en el papel que poco a poco se deshace. Me hago valiente, tiro el cajón con fuerza y caen más hojas en montón. Las tomo lentamente, me tirita el cuerpo, grito y las arrojo por la habitación. Caigo de rodillas y me cubro el rostro con las manos.

Lloro con desesperación, me pongo pálida. Quiero escribir, sacar el monstruo que desgarra mi interior. Reescribir unas cuantas líneas, las más frías. Recostada en el suelo leo de reojo, un par de palabras que recuerdan aquella noche. La fiesta en el departamento donde Ana no sobrevivió a una sobredosis. Peter me ayudó a envolverla en una sábana y llevarla al cuarto de limpieza. No supimos qué hacer.

Desde entonces, el mundo tiene un color oscuro. Con los ojos hechos mares, después del escondite, a mi habitación y comencé a redactar lo sucedido. Fue una manera de liberarme. Pongo los ojos muy abiertos, van a salirse de sus órbitas. No es posible, alguien estuvo aquí. El puñado de hojas no está completo. Me cubro la boca con las manos y dejo escapar un chillido. Guardo aprisa los papeles en el cajón. Se oye el sonido suave de una sirena y por la ventana, atraviesan las luces rojas y azules de un par de patrullas. Llaman a la puerta y perpleja, me dirijo veloz al sótano.


DESDE EL ÁTICO*

La señora Luisa Roberts llegó alrededor de las ocho de la mañana. Dejó sus maletas en la entrada y el señor Julien la llevó a dar un paseo introductorio por la casa. Pasaron por la sala de estar, la cocina, las habitaciones del segundo piso y al ático, en el tercero. Contentos, como quien conoce a alguien de buenas vibras, siguieron el pasillo que los llevó al jardín.

El hombre platicó con entusiasmo donde se ubicaba cada espacio. Le entregó un juego de llaves y pasearon hasta los establos y el granero. Tardaron tres días en encontrar a otra ama de llaves. Petra, la anterior, había abandonado la casa dejando una nota incrédula. Nadie más que María y Julien sabían lo que decía.

Muy temprano, en su primer día de labores, Luisa despertó a las cinco de la mañana. Se calzó unas medias, unas botas, un pantalón y un blusón que le cubría casi hasta las rodillas. Bajó las escaleras y se inclinó frente a la capilla donde estaba un santo que no reconoció. Aun así, le encendió unas velas y cambió el agua de los floreros. La cabeza inclinada y la mirada apagada de la estatuilla no le hicieron venerarla. Salió al granero, llenó la carretilla de pastizales y limpió el rastrojo que había quedado. Tuvo suerte aquel primer día, las piernas no se le hincharon.

La primera semana pasó bien. Una de esas mañanas de agosto, donde el hedor de humedad de la lluvia nocturna despertó de golpe a la ama, la hizo alistarse antes de la hora acostumbrada. Volvió a inclinarse frente a la capilla, no sin fijar la mirada en la base de la estatuilla. Esta, se veía más vacía, ya no tenía las tantas monedas que se acumulaban en los pies del santo. Colocó otro florero y así las violetas disimularan la escasez de monedas. Se limpió las lágrimas de los ojos, no sabía qué hacer, quizá estaría en sus últimos días de trabajo, sin saber el paradero de las monedas.

Puso la olla sobre la lumbre, daban las cinco y cuarto. Se sentó en la silla y al transcurso de unos minutos, escuchó unos pasos que, sin duda, provenían del ático. Subió al segundo piso, se deslizó con lentitud para que el ruido de sus botas no se escuchara. La habitación de la pareja aún estaba oscura, la de los niños también. Se quedó quieta; unas voces proveían del ático. Bajó de nuevo y encendió las lámparas de la sala de estar y de los pasillos, en la cocina, el ruido del agua hirviendo la llevó a olvidar el incidente y centrarse en cocinar.

Ese día, Julien salió al huerto, le extrañó ver varias huellas sobre el fango en dirección a su casa, más no de regreso. Se habían quedado marcadas en el lodo, y por el otro sendero, estaban muy visibles las marcas de las botas de Luisa. Pasaron los días, las huellas aparecían con más frecuencia. El hombre se quedó de guardia, dejó iluminada toda la casa por varios días. Lo único que sucedió fue que las huellas no aparecieron más.

Otra de esas mañanas frescas por la lluvia nocturna, y el golpeteo del viento en la ventana, Luisa se vistió y se dirigió al portallaves. Ese amanecer, las llaves que tenía asignadas, no estaban. Se dio de golpes en el pecho, nunca había perdido un objeto de valor. Rastreó sobre la cómoda y la mesita de noche, debajo de la cama—eran los únicos objetos con los que contaba—nada encontró. Bajó las escaleras, esa vez pasó delante del santo sin mirarlo siquiera. Apresurada, puso la olla en el fuego y revisó la alacena, los contenedores de granos, los fruteros, las llaves no estaban. Se asomó al pasillo, un viento helado le molestaba la nariz, la puerta pesada de madera estaba abierta.

Encendió los candelabros del jardín y miró en el fango incontables huellas que llevaban al granero. Las siguió sin antes tomar la guadaña del patio. Volteó hacia la casa; las luces de las habitaciones estaban apagadas.

Entro como una mañana cualquiera al granero sólo que con más valor de lo habitual. Se sobresaltó al ver la puerta entreabierta, sus pies, a cada paso, quebraban el rastrojo, que era el único sonido que rompía el silencio. Al octavo paso, un golpe seco se escuchó. El cuerpo de Luisa cayó sobre las pajas, mientras su cabeza se encharcaba en su propia sangre. Otros cuatro bultos estaban fríos, cubiertos de pajas. Unos pasos pesados resonaron en el granero. Las llaves bailotearon al cerrar la puerta; rodaron un par de monedas y quedaron ahogadas en el fango del sendero.

*Inspirado en hechos reales ocurridos en Alemania en 1922.


Edith Tavarez (Guanajuato, México, 1995) escritora de cuento corto y novela de suspenso. Redacta artículos de escritura para su blog www.edithtavarez.com. Ha participado en diversos talleres de literatura. Seleccionada para el seminario de Letras Guanajuatenses 2018. Becaria para el Festival Interfaz Guanajuato 2018. Ha publicado cuento corto en Argentina, Guanajuato y Estados Unidos. Su primer libro, una antología de cuentos de suspenso, Alrededor de la fogata, está por publicarse en agosto del presente año.