por José Manuel Suárez Noriega
Como lector, tengo cerca de seis años leyendo casi toda la obra de Marina Perezagua y creo que puedo hacer algunas observaciones relativamente certeras sobre lo que un lector puede encontrar en ellas. Encuentro en su narrativa variaciones sobre el mismo tema: es decir, la condición ambivalente del ser humano. Para el teórico de cine Gérard Imbert la ambivalencia se da cuando “el sujeto se ve confrontado con la copresencia de principios contrarios y no opta, no resuelve en términos sintéticos ––de superación de la contradicción, armonización de los contrarios––, sino que vive en la tensión, en un oscilar entre extremos, en un desafío a los límites”.[1] En el cruce de los límites ubico a la mayoría de los personajes de Marina Perezagua quienes se mueven de un extremo a otro atravesando y acumulando contradicciones en búsqueda de un lugar en su mundo. Quizás sea este el rasgo principal que me obliga a detenerme en su escritura: tan fuerte como frágil; tan contundente como difusa.
En un estudio sobre ética, humanidades y arte, el académico Roberto Domínguez señala que
En los cuentos de Perezagua la distancia entre el narrador y lo contado es exigua, incómoda y se describe como tal; se pone en evidencia que la aparente lejanía entre el mundo del texto y el mundo del lector es relativa. […] Es necesario ir más allá de la primera reacción de sorpresa o rechazo y ascender a un nivel de evaluación que posteriormente permita un aprendizaje cabal.[2]
De lo anterior retomo dos elementos: la incomodidad que provoca su narrativa y la lejanía entre el mundo de su ficción y el mundo del lector. Entendamos incomodidad como una cualidad y no como un defecto. Lo que nos incomoda nos obliga a reaccionar. Lo que incomoda nos obliga a reflexionar y mientras más distante sea la situación sobre la que reflexionamos, más posibilidades de alcanzar un entendimiento. De ahí que la concreción de mundos lejanos en la narrativa Perezagua sea un factor fundamental en la creación de sus textos. Ahora bien, distante no significa ajeno a la realidad. Tanto sus relatos como sus novelas parten de una realidad que, muchos quisiéramos, fuera inexistente, ya que retratan los horrores de la condición humana y las torturas físicas y emocionales a las que nos sometemos unos a otros. El distanciamiento que otorga esta autora radica en la utilización de un lenguaje directo que, por momentos se permite algunos devaneos líricos, para narrar lo inenarrable: es decir, la oscuridad del ser humano. En sus textos hay una voz narrativa que, aunque hable desde el yo, lo hace desde la distancia del que mira, fríamente, las cicatrices de una historia pasada, mas no olvidada.
El resultado es una narrativa incómoda cuyo lenguaje del horror no da cabida al eufemismo; un lenguaje que duele porque tiene que doler y que solo lo hablan quienes lo han padecido. Cito una parte de su cuento de 2013 “Little Boy” en el que se define este lenguaje como “…un idioma del horror: el idioma más nuevo, el que se aprende de repente, el que no se transmite de padres a hijos, sino de testigo a testigo… Es una lengua sin sinónimos”.[3] O bien, en su novela Yoro de 2015 la narradora dice: “Esta historia no vale nada si no está escrita desde un sentimiento de dolor universal. Una guerra es mucho más que datos, recuento de muertos, atrocidades. Una guerra es una herida profunda en la dignidad del ser humano, es una tara, una deformación congénita que indica un nuevo fracaso de la humanidad”.[4]
Incomodidad, lejanía y denuncia son los elementos que tiene el lector para atravesar esos mundos creados con personajes solitarios que sufren; personajes que emprenden viajes reales, emocionales e intelectuales en busca de un solaz que les permita aplacar el dolor y llegar a la realización de sueños que, más que ilusiones, se transforman en obstinación, obsesión o resignación. Pero, en realidad, en la narrativa de Marina Perezagua, lo que está debajo de la condición ambivalente del ser humano es la necesidad de hablar de ese Otro invisibilizado y silenciado por los poderes dominantes. El hecho de que lo haga a través de la escritura le otorga una fuerza más apelativa.
Sabemos que la literatura es una forma de atestiguar el tránsito del hombre por el mundo, de convertirse en la cueva del tesoro de la civilización parafraseando una idea de Doris Lessing y es, en ese tránsito y en el descubrimiento del tesoro, en los que la escritura funciona como conocimiento del hombre tanto de sí mismo como de su relación con la tradición y la historia. En su ensayo “En defensa del pesimismo” la poeta mexicana Tedi López Mills recuerda una entrevista que le hicieron a Cioran en 1977 en la que se le preguntaba por qué, si la escritura era inútil y estéril, él escribía; a lo que el poeta argumentó: “Escribir, por poco que sea, me ha ayudado a pasar los años, pues las obsesiones expresadas quedan debilitadas y superadas a medias. Estoy seguro de que, si no hubiese emborronado papel, me hubiera matado hace mucho. Escribir es un alivio extraordinario”.[5] La escritura es conocimiento de sí porque en ella se perpetúan las grandes preocupaciones universales que nos dan identidad y sentido como humanidad; las preocupaciones del deber ser y las inquietudes respecto al Otro. Así como el lenguaje es inseparable de la sociedad, la reflexión filosófica es concomitante a la reflexión sobre la escritura.
En la obra más reciente de Marina Perezagua, Seis formas de morir en Texas (Anagrama, 2019) se vuelve a comprobar que el tema esencial es el mismo que he encontrado en otros de sus trabajos, pero las variaciones lo dotan de rasgos diferentes a su narrativa anterior. ¿Y cómo no hablar de lo mismo?, es decir, ¿cómo no hablar de los horrores y atrocidades que, en este preciso instante, están ocurriendo en otra latitud o a la vuelta de la esquina y que nos compelen a decir “eso también puede ser asunto mío”? ¿Cómo no ahondar en la soledad, eterna compañera de los seres aislados, de los incomprendidos o de los que se convierten en las víctimas de ambiciones y odios ajenos? En el apéndice a El laberinto de la soledad, Octavio Paz menciona que “todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser. La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro”.[6]
En este sentido, la protagonista de Seis formas de morir en Texas despliega una soledad que la vuelve una exiliada del mundo, en un principio por razones ajenas a su voluntad y, posteriormente, por pura resignación como manifestación de supervivencia. Dice Robyn:
La soledad no es la ausencia de compañía al igual que el hambre no es la ausencia de comida. Ambas son la absoluta carencia de nutrientes, el desequilibrio de químicos corporales, la inestabilidad del ánimo, el desplazamiento del eje de uno mismo y para siempre, de modo que cuando por fin la comida entra en nuestro estómago o un abrazo estrecha nuestro cuerpo, ya tenemos dentro el virus de la ausencia, que se activará en momentos inesperados y por el resto de nuestra vida.[7]
A lo largo de las páginas del texto de Marina Perezagua al que no me atrevería a encasillar como novela, crónica o ensayo, puesto que se trata de un transtexto que atraviesa las formalidades de estos géneros narrativos, hallamos una advertencia constante que nos acerca y nos aleja de los límites de lo humano si entendemos que más allá de lo humano está aquello que llamamos bestial. Sin embargo, habrá que recordar a Simone Weil quien, en su texto de 1939 “Reflexiones sobre la barbarie”[8] propone que habrá que considerar a la barbarie como un rasgo universal, duradero y permanente de la naturaleza humana que se modifica y desarrolla de acuerdo con las circunstancias en las que se da. Aunque Weil considera que la racionalidad y el dominio de las pulsaciones pueden desarmar a la barbarie, Perezagua delinea un mundo en el que las víctimas son víctimas y los verdugos son humanos contratados para aniquilar a otros seres humanos bajo la seudorracionalidad del discurso institucionalizado de la ley y de la medicina y cuyos métodos distan de ser piadosos, racionales y moralmente plausibles.
En repetidas ocasiones, Robyn reitera: “Yo no voy a morir, yo voy a ser asesinada” y con esa frialdad y claridad nos recuerda a los lectores que todos vamos en camino hacia el mismo punto sin retorno; pero, a diferencia de ella, nosotros no tenemos una fecha específica marcada en el calendario. En Robyn hay miedo al enfrentarse a la barbarie que la ensombrece y que la tiene presa y debilitada espiritualmente. En Robyn hay terror, hay rabia, hay vacío, hay rencor. Pero también hay esperanzas y unas infinitas ganas de aferrarse a las pocas imágenes que puede atesorar desde el confinamiento en el que se encuentra. Refiriéndose a ella y a sus compañeras: “Dicen los que nos ven andar por los pasillos que nuestra culpabilidad se manifiesta en cómo caminamos con la cabeza gacha. Pero esta postura solo indica nuestra historia en el corredor. No podemos caminar erguidas, y no solo porque andamos engrilletadas y las cadenas nos unen los tobillos con las muñecas, sino porque nos han roto las vértebras del espíritu”.[9]
En Robyn se resumen las súplicas silenciosas de quienes mueren en vida tras caer en el olvido y, al mismo tiempo, se convierte en el medio para los fines egoístas de otros sujetos. Robyn casi es una heroína trágica quien, consciente de la inexorabilidad de su destino, puede recordarnos a una Antígona que prefiere morir a doblegarse al poder. Y remarco el “casi” porque en ese resquicio se esconde la resolución de la intriga de Seis formas de morir en Texas. La protagonista de este texto es uno de esos miles de seres invisibilizados bajo el yugo de la dominación y los intereses basados en lo indigno y lo vergonzoso. Al describirse en una de sus cartas, Robyn se define de la siguiente forma:
Tal vez sea por eso por lo que llevo tantos años sintiéndome, yo misma, invisible: lo soy porque este mundo es un mundo de videntes que no ven esa parte encubierta que conforma todo lo que existe, todo lo que vibra y escuece. Soy la aguja que se pierde tras la carne, la aguja que deja de imponer en el momento justo en que cumple con su razón de ser: pinchar, extraer. Hay mucho dolor soterrado, muchas alegrías, mucho que decir desde las regiones más ciegas de nuestro cuerpo.[10]
Marina Perezagua es una escritora que documenta sus textos. Recopila información, datos, estadísticas, casos, artículos, sitios de Internet y todo ello es empleado para confeccionar un marco histórico en el que vierte la ficción de sus personajes y de sus peripecias. De ahí que el lector transite de los datos y las referencias documentales hacia el mundo de ficción literaria. Y eso también resulta incómodo porque el pacto de ficción con el que creemos en Drácula y en la criatura del doctor Frankenstein es quebrantado con una nota a pie de página en la que quizás la autora o la voz narrativa nos dice: mira, esto es ficción, pero la he documentado a partir de casos reales que, como puedes darte cuenta, superan a la ficción. Y sí, la realidad es muy incómoda. Por ello, me pregunto, ¿qué hacer con un texto de ficción en el que se desbordan las atrocidades y atropellos a la dignidad de algunos seres humanos?
Quizás, una alternativa sea apelar a la apología a la indiferencia del filósofo francés Alain Cugno: “Solo hay solicitud auténtica en la fundada sobre la indiferencia que, en sí misma, constituye una relación muy rica, muy abierta, muy libre […] ¿Qué significa, en este sentido, ser indiferente? No verse afectado por los demás ni en un sentido, ni en otro”.[1] O, tal vez, apelar a lo que la escritora mexicana, Esther Cohen, exige que hagamos: “Es urgente ejercer la memoria para ejercer la justicia y este ejercicio se llama, por una parte, escritura. Porque ejercicio de escritura es el intento por someter a la historia a una vuelta de tuerca, rescatando de sus recovecos a esos actores aparentemente menores y marginales sobre los que se construyó la cultura de su momento”.[2]
Anteriormente, mencioné la condición ambivalente como una constante en la obra de Marina Perezagua y termino este texto precisamente con la idea de que la postura que adopta el lector ante Seis formas de morir en Texas también es ambivalente, inacabada e indeterminada; una postura que no se decanta ni por la indiferencia ni por la indignación; pero que, indudablemente, se queda suspendida en una especie de limbo en el que resuena un oscilante silencio. Quizás, esta sensación poco esclarecida, escondida en los pliegues de la historia narrada en este libro es coherente con un leitmotiv que aparece en él y que, considero, está cargado de sentido: lo que se nos oculta significa.
NOTAS
[1] Gérard Imbert, Cine e imaginarios sociales, Cátedra, Barcelona, 2010, p. 16.
[2] Roberto Domínguez, “De la identificación, la compasión y la distancia. La lectura como práctica reflexiva”, en Humanidades ¿Todavía? Alternativas para pensarnos desde la literatura y la ética, editado por Margo Echenberg, Osmar Sánchez Aguilera e Inés Sáenz, Porrúa, México, 2018, p. 210.
[3] Marina Perezagua, Leche, Los libros del lince, Barcelona, 2013, p. 18.
[4] IDEM, Yoro, Los libros del lince, Barcelona, 2015, p. 21.
[5] Tedi López Mills, Libro de las explicaciones, Almadía, México, 2012.
[6]Octavio Paz, El laberinto de la soledad. 4ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1984.
[7] Marina Perezagua, Seis formas de morir en Texas, Anagrama, México, 2019, p. 96.
[8]Simone Weil, “Reflexiones sobre la barbarie”, en Écrits historiques et politiques, Gallimard. París, 1960.
[9] Marina Perezagua, Seis formas de morir en Texas, op. cit, p. 153.
[10]Ibid., p. 215.
[11] Alain Cugno, “De notre indifférence”, Études, 407, 2005.
[12] Esther Cohen, Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y brujas en el renacimiento, Taurus, México, 2013, p. 36.
Fuentes consultadas
Cohen, Esther. Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y brujas en el renacimiento, Taurus, México, 2013.
Cugno, Alain. “De notre indifférence”, Études, 407, 2005, en https://www.cairn.info/revue-etudes-2005-6-page-761.htm (Consultado el 6 de octubre de 2019).
Domínguez, Roberto. “De la identificación, la compasión y la distancia. La lectura como práctica reflexiva”, En Humanidades ¿Todavía? Alternativas para pensarnos desde la literatura y la ética, editado por Margo Echenberg, Osmar Sánchez Aguilera e Inés Sáenz, Porrúa, México, 2018.
Imbert, Gérard. Cine e imaginarios sociales, Cátedra, Barcelona, 2010.
López Mills, Tedi. Libro de las explicaciones, Almadía, México, 2012.
Marzano, Michela. La muerte como espectáculo, Tusquets, México, 2013.
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad, 4ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1984.
Perezagua, Marina. Leche, Los libros del lince, Barcelona, 2013.
––––. Yoro, Los libros del lince, Barcelona, 2015.
––––. Seis formas de morir en Texas, Anagrama, México, 2019.
Weil, Simone. “Reflexiones sobre la barbarie”, en Écrits historiques et politiques, Gallimard. París, 1960.

José Manuel Suárez Noriega. Profesor de literatura contemporánea y escritura creativa en el Tecnológico de Monterrey. Maestro en Estudios Humanísticos y Maestro en Ética para la Construcción Social por la Universidad de Deusto. Es autor de Literatura y sociedad: aproximaciones contemporáneas (2014).