Perros de arbitraria edad

por Patricio J. Gómez Garcés


De haber ocurrido en un auditorio de pompas académicas, con luces sobre el sabio en turno y de fondo risas que de tan predecibles sonaran pregrabadas, la conversación se habría quedado en apunte de libreta, anécdota rumbo a la salida y ya. Pero porque ocurrió en un vagón del Metro, específicamente en el trayecto de San Antonio Abad a Ermita, adquirió una cierta forma eléctrica. Cambia el escenario de algo, y algo se pierde. Lo mismo que habrían perdido los caballeros del Rey Arturo en Monty Python si hubiesen tenido caballos reales y no sus pies a trote y sus relinchos y a aquel loco que golpeaba cocos para emular los cascos, las pezuñas.

En fin, el Metro. Tres estudiantes de poeta hablábamos después de clase con nuestro maestro-poeta-joven. Y hablábamos de Rimbaud, por si fuera poca la miseria. No solo de Rimbaud, sino del retiro de Rimbaud. Entonces, el maestro-poeta-joven soltó lo que nadie más alcanzará a cumplir: “a los veinte años, el morro decidió que ya había escrito todo lo que tenía que escribir. ¿Se dan cuenta? Somos unos perros” (tres risas pregrabadas).

Claro que, porque en ese entonces yo tenía dieciocho años y era el más joven de mi generación de alumnos escritores, esto me sonó más bien a augurio: “perros ustedes, yo sigo siendo un cachorrito”. Claro que, porque en ese entonces yo tenía dieciocho años, no llegué a considerar que entre Rimbaud y yo existía la misma diferencia que entre un ingeniero y un ingenioso. Claro que empecé a odiarlo con perro rencor cuando llegué a los veintidós y, a diferencia de Rimbaud, todo.

Entonces, la edad no es tanto de quien la tiene como de quien la envidia. Por pura biología, la edad robustece lo que los hechos significan. Pero también viene, sinuosa, detrás de las palabras. Cualquier tontera en voz de un viejo puede ser sabiduría. Cualquier genialidad dicha por un niño, simple y llano chistorete. Incluso ortográficamente la edad es un sufijo; la colita que vuelve ansiedad lo que antes era pura ansia, obviedad lo que era solamente obvio.

Pero sigo sin saber muy bien qué es la edad. Me niego a considerarla sólo en términos numéricos y, aunque me gustaría, dudo que esto del sufijo sea tan cierto. Tomemos a Mick Jagger, por ejemplo. Hay un video de él bailando sus bailes adolescentes apenas una semana después de someterse a una cirugía a corazón abierto. En ese momento tenía setenta y cinco años, la misma edad que mi padre al morir, y parecía veinteañero. Pero tampoco mi padre −y dudo que haya hecho el pacto fáustico de Jagger− aparentaba tener la edad que tenía. Ni siquiera cuando el cáncer se volvió mayúscula en su cuerpo: lucía mucho más viejo, sí, pero no de setenta y cinco. Ya lo dijo Alessandro Baricco en labios de Mr. Gwynn, “morir es una forma particularmente exacta de envejecer”; quizá porque en la muerte la edad como sufijo se hace más presente. No es lo mismo morir enfermo que morir por una enfermedad, ni lo mismo morir de edad que morir en edad o fuera de edad.

¿Cuándo decide uno −si es que en serio es uno quien lo decide− que ya se tiene, o no, edad suficiente para algo? Al poeta francés no le importó tener veinte años y dejar de escribir en el ápice de su genialidad, al guijarro rodante sigue sin importarle tener setenta y siete y moverse como se mueve, a los Monty Python no les importó jugar a que andaban a caballo, como niños, y a mi padre no le importó morirse a mis veintitrés años.

Como Montaigne, yo tampoco puedo aprobar el modo en que fijamos la duración de nuestra vida. Y es un asunto grave esto (de gravedad). Sí, ya sé que no son los años vividos, sino la vida en los años, pero no me lo termino de creer. Nunca sentí tanto mi edad como cuando sobrepasé la de Rimbaud, o cuando bailo y aparento la edad que en verdad tiene Jagger. O cuando empecé a pagar impuestos. O en la delgadez de mi primera cana. O cuando, en las curvas de la firma con que firmé el certificado de muerte de mi padre, pagué la deuda de su firma en mi acta de nacimiento.

Hace poco transité por una calle muy peculiar. La disposición era la siguiente: en la misma avenida, en acomodo de ascendente línea del tiempo, había primero una iglesia. Amplia, piramidal, cercados sus solares por gárgolas preventivas. Unos metros después, un grupo de AA. Blanco, estéril, discreto como una caja de cartón que encierra una cabeza (What’s in the boooox?). Otro par de metros más allá, un bar. De los tres, el único con luz cálida, el único del que emergían risas, voces, negación de lo que se insiste sepulcral. 

La avenida me pareció una especie de rally, Vía Crucis anarquista, para que los adictos recuperándose descubrieran que el único modo de seguir avanzando era yendo hacia atrás.  Tal vez también la edad se trate de caminar en dirección contraria, de no entrar tan dócilmente en las edades quietas.  Como perros que sueñan que corren.  


Patricio J. Gómez Garcés (Ciudad de México, 1995). Escritor, editor, traductor y exlocutor de radio egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha colaborado con cuentos, poemas, ensayos y reseñas en La Pluma del Ganso, Punto en Línea, Literal Magazine, Letras de Chile, Shandy, Penumbria y Pez Banana, entre otras revistas electrónicas e impresas. Obtuvo el XIV Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo en 2013. Escribió el guion de los cortometrajes animados Ex Libris y Nené and Her Yellow Boots, seleccionados para la muestra nacional de Shorts México 2017 y 2020, respectivamente.

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