por Emilio M. Tejeda
¿Cómo saber si esa palabra tiene vida más allá del único espacio en que la encuentro? Petrificada en sus nueve instantes pronuncio sus aliteraciones. Me mira desde su ojo eternamente flechado, inmóvil en su afán de obediencia. ¿Cómo hablar de lo que sobra? ¿Cómo llamarle al ánimo rapaz de lo que persevera? Quiero robarme otras palabras de las que tampoco estoy segura de su existencia. Nombrar el escombro con el adjetivo del derrumbe; decir, siento la furia hecatómbica de mi fracaso, y así decir la verdad de aquella caída que se siente como el hambre. Nombrar la caída incesante de mí con la ignorada estatua del agua; decir, escucho el lluviar de mis brevedades cuando se anulan las gotas. Nombrar mi anhelo de ser gravedad sin la inevitable fuerza del eufemismo; decir, mis piedras muertan las voces cuando se extinguen los ecos en su alud. Entonces, no hay crimen ni muerte, sólo el ansia de que pare la caída que nunca ocurre. Pero al final sé que existe porque sé que la he visto antes. Alguien más la ha imaginado. Una niña agarra un libro y mira su ojo flechado. Se queda quieta, como si fuera una orden. ¿Quién le dará la instrucción de las demás palabras? Tal vez tendrá que esperar a que la vida siga y aparezcan la muerte, la lluvia, la hecatombe. Para nombrarlas de otra forma y quizá detener la caída, o aprender a no moverse. Siempre a punto de morir (nuevamente), ser nueve letras en el título de un poema, finalmente sentirse satisfecha, para que alguien llegue y pregunte: ¿cómo saber si esa palabra tiene vida? Intentas responder, pero no te escucha. Estás quieta, como si tu nombre fuera una orden.

Emilio M. Tejeda. Director editorial de Opción, 2019-2020.