Sonata de Rakhmaninov

por Sherzod Artikov
traducido al inglés por Nigora Mukhammad
traducido al español por Dimarys Águila


Nilufar estaba encantado. Finalmente, sentada frente al piano pudo tocar la sonata de su compositor favorito sin partitura y sin equivocarse en ningún lado. Esta situación fue una noticia muy emocionante para ella. Porque no había podido hacerlo durante semanas, y no importaba cuánto lo intentara, sus esfuerzos fueron en vano. Al final, su incansable y duro trabajo valió la pena.

Ahora puede interpretar fácilmente la famosa sonata «re-menor» de Rakhmaninov en un programa de primer concierto largamente esperado sin una partitura. Según esta sonata, ya no necesita una partitura. Pensando en esto, estaba extremadamente feliz y emocionada. A veces iba a su piano rojo, a veces miraba la foto de compositores colgada en las paredes de la habitación y caminaba de un lado a otro. Incluso quería bailar de puntillas como una bailarina. Pero se avergonzó y cambió de opinión. Si sus gemelos hubieran estado allí, sin duda los habría abrazado, besado sus caras y compartido su alegría con ellos. Desafortunadamente, están en un internado de fútbol. Llegan el fin de semana. Lo lamentó. Quería compartir su alegría con alguien mientras preparaba la cena. No pudo contenerlo. Probablemente por eso miraba a menudo el teléfono negro en el estante del pasillo. Después de un rato, llegó al teléfono. Lo cogió y marcó los números requeridos. Luego se restableció la conexión y se escuchó una voz familiar en el receptor.

–Estoy en una reunión.

–¿Vienes a casa temprano hoy? –Ella dijo, encantada, sin importarle que su esposo esté en la reunión.

–¿Qué pasa? –Preguntó sorprendido su marido.

–Todo está bien –continuó ella, tratando de calmarlo al amanecer. –Si vienes, te lo diré. Ocurrió un evento maravilloso–.

–Está bien, me iré–.

La voz de su marido dejó de sonar. Supuso que la conexión se había perdido. Aunque estaba un poco molesta por esa situación y volvió a colgar el teléfono por la frustración, recordó su éxito nuevamente y estaba de buen humor. Sonrió con satisfacción mientras se miraba en el espejo colgante en el pasillo.

Nada ni nadie podría lastimarla en este momento. Porque había logrado un gran éxito por sí misma. Hasta ese día, solo podía interpretar la sonata de Beethoven dedicada a Eliza, los valses de Brahms y dos o tres de los pequeños nocturnos de Chopin sin partitura. Pero eran composiciones musicales breves que cualquier pianista aficionado podía interpretar. No requirieron entrenamiento o talento extra. La sonata de Rakhmaninov, por otro lado, era más larga y compleja en estructura, y si se descuidaba la atención a estos dos elementos, confundiría a la intérprete y la obligaría a cometer un error. Incluso cuando se realiza con una partitura.

–¿Qué pasa? –dijo su marido.

Había cumplido su promesa y regresó temprano del trabajo. Nilufar lo vio y aplaudió con alegría. Se imaginó que el día del concierto vendría de la misma manera –bellamente vestida y con un ramo de flores en las manos. Y estaba encantada de pensar que este sueño pronto se haría realidad. Con esos pensamientos, tomó gentilmente la mano de su esposo y caminó hacia la habitación donde estaba el piano. Entró en la habitación y acercó la silla marrón al piano. Ella le pidió a su esposo que se sentara en ella. Su marido, que no entendía nada, se sentó impotente en la silla. Se detuvo frente al piano.

–Tocaré la sonata “re-menor” de Rakhmaninov sin partitura –dijo, sentada en una silla. –¡Escucha cuidadosamente!

 Apuntó con el dedo índice a su marido como una niña, con las mejillas enrojecidas por la emoción. Luego se puso el dedo delante de la nariz y en tono de broma le dijo: «tss» a su marido. Luego empezó a tocar la sonata sin partitura. El misterio de la música, que durante siglos ha sacudido el corazón del ser humano, la consoló y la hizo feliz, encarnó su amor puro y su odio doloroso, se extendió silenciosamente por toda la habitación con la ayuda del piano. Esta vez, la melodía encarnaba los recuerdos del pasado en el corazón humano. La sonata siempre le recordó su infancia. Cuando era estudiante en el conservatorio, cuando estaba incluida en su programa personal en varios concursos, cuándo y dónde actuaba, recordaba su infancia. Fue lo mismo hace un rato y ayer. Es lo mismo ahora. Movería sus dedos largos y delgados sobre las teclas blancas y negras y las tocaría en plano. Y los dulces recuerdos de una infancia lejana, feliz y despreocupada vinieron a la mente uno tras otro. Envolviendo un pañuelo blanco alrededor de la frente de su madre y horneando pan caliente en el horno, su corazón se hundió por un momento como preludio de los recuerdos. Cuando era niña, su madre siempre horneaba pan en el horno los domingos. Llevaba una canasta que era más grande que ella y no podía moverse cerca de ella. Después de tostar e hinchar los panes, su madre los cortaba y los arrojaba a la canasta. Y los esparcía para que el pan se enfriara más rápido. Mientras tanto, se pondría los conmovedores empapados en leche del enano en el bolsillo de su chaqueta, tanto cálida como secretamente. Después de eso, asfixiaba a los conmovedores en el agua del arroyo que fluía por las calles y disfrutaba comiendo las tortas apoyadas en el albaricoquero. Cuando la sonata llegó a la mitad, el recuerdo de su infancia cobró vida aún más vívidamente. He aquí, ella está tocando el cable podrido en la calle y devolviendo los números. Es pequeña, como una ardilla. Su pelo es rubio. Incluso entonces, todos la llamaron «rubia». Ella estaba contando números sin parar, y sus compañeros se escondían en diferentes lugares en este momento. Después de un tiempo, los estaba buscando por todas partes. «Berkinmachoq»1, suspiró, sus manos, que se movían constantemente sobre las teclas, de repente se debilitaron.

Los días de verano no venían de la calle, ignorando las cerezas que su padre le colgaba de las orejas y agitando su cabello, que su madre trenzaba como ramitas de sauce. Ella era mucho más juguetona. Si nieva en invierno, sería un día festivo para ella. Ella haría un Papá Noel con los niños en medio de la calle o jugaría bolas de nieve con diversión sin fin. Hasta la noche, conduciría el trineo que su padre había traído.

Poco después, fue a la olla de un tío, que estaba vendiendo nisholda2 al comienzo de la calle. Cuando era niña, durante los meses de Ramadán, ese tío siempre llenaba su taza con nisholda. Cuando llegó a casa, estaba lamiendo la parte superior de la nisholda con el dedo. Tendría una muñeca sucia en brazos y zapatos con agua en los pies. «Hubiera sido tan dulce el nisholda», dijo casualmente. Luego recordó los días en que iba a todas las casas con los niños en las calles las tardes del mes sagrado y cantaba la canción del Ramadán.

Hemos venido a tu casa diciendo Ramadán,

Que Dios te dé un hijo en tu cuna…

Cantaban esa canción. Aquí, recordó. La canción fue larga. Desafortunadamente, solo recuerda el comienzo. Así es como empezaría. Lo dirían junto con los niños. Niños y niñas cantaron canciones de Ramadán al unísono, extendiendo un largo mantel en sus manos. En la puerta de cada casa… Gritando… Los vecinos a veces daban dinero, a veces dulces, frutas y pronto el mantel se llenaba con lo que habían dado. Luego, sentados en una piedra al comienzo de la calle, los niños distribuían uniformemente los artículos reunidos en ella. A menudo le daban galletas con trocitos de chocolate y manzana. Los niños se llevaron las monedas.

Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras terminaba la sonata. Se dio cuenta de que era una niña abandonada y que extrañaba mucho a sus padres muertos. No ha pasado mucho tiempo desde que sus padres murieron. De hecho, lo que le enseñó a memorizar la sonata no fue su habilidad, sino la nostalgia de su infancia. Eso pensaba ella. Últimamente había estado interpretando mucho esta sonata y con pasión porque extrañaba la extrañaba. Esta fue también la razón por la que decidió dar un concierto como artista autónoma. Probablemente, Sergei Rakhmaninov también extrañó su infancia en los Estados Unidos durante sus años de exilio. Por eso la ha interpretado muchas veces en giras por ciudades americanas y ha recibido aplausos. Merecía reconocimiento. Miró a su esposo interrogante después de tocar la pieza. Había una pregunta en sus ojos. La pregunta no era «¿Lo hice? ¿Actué bien?»; la pregunta era, «¿También te acuerdas de tu infancia?”. También quería contarle sobre su primer concierto la semana entrante en la Casa de la Cultura de la ciudad. Su marido la ignoraba. No había interés en que la sonata le avivara sus recuerdos, o su cabeza estaba ocupada con pensamientos ansiosos.

–Toco la sonata sin una partitura –dijo con la cara abierta porque su esposo no hablaba. –Quería decirte eso. También quería decirte que la semana que viene será mi primer concierto en la Casa de la Cultura–.

Al escuchar sus palabras, su esposo se puso de pie como un hombre desesperado. Se acercó a ella, rascándose la frente y aflojándose la corbata.

–Odio ese hábito –dijo, presionando las teclas del piano una o dos veces como para divertirse. –Siempre me molestas por cosas triviales. Aquí está hoy. Debido a este trabajo, no podré asistir a la presentación de nuestro nuevo producto esta noche. ¡Me estoy perdiendo un evento así, desafortunadamente! –

Nilufar suspiró y se mordió los labios con fuerza. Ella susurró como «Ojalá estuvieran sangrando», no quería soltar los labios entre los dientes. Luego se rio con sarcasmo en su cabeza y cerró el piano con indiferencia. Le temblaron las manos y los labios inyectados en sangre. Su esposo negó con la cabeza cuando vio que ella estaba en silencio y caminó hacia la puerta.

–Por cierto, –dijo y salió por la puerta. –Tengo que irme por la mañana. Habrá una boda en la casa de nuestro gerente general. Así que plancha mi traje gris. Ha estado en el estante durante mucho tiempo sin haber sido usado. Puede estar arrugado. –

Involuntariamente, Nilufar miró a su marido con tristeza. No había rastro de la alegría que llenaba su corazón. No quería levantarse, no podía moverse en absoluto, como si tuviera una piedra atada a las piernas.

–Lo plancharé antes que termines de comer –dijo con la voz quebrada.

Así que cerró los oídos con fuerza. Con eso, trató de no escuchar los sonidos que zumbaban en sus oídos. Pero fue inútil. Las voces felices, impecables y despreocupadas de ella y los niños, que habían permanecido bajo su oído como un niño, no se fueron.

Hemos venido a tu casa diciendo Ramadán,

Que Dios te dé un hijo en tu cuna…


  1. Berkinmachoq. Es un juego que los niños esconden y un niño tiene que buscarlos.
  2. Nisholda. Es un dulce que se elabora en el mes de Ramadán.

Sherzod Artikov nació en 1985 años en la ciudad de Marghilan de Uzbekistán. Se graduó de Instituto Politécnico de Ferghana en 2005 año. Sus obras se publican con mayor frecuencia en prensas interiores republicanas. Principalmente escribe cuentos y ensayos. Su primer libro «The Autumn’s symphony ”se publicó en el año 2020. Es uno de los ganadores del concurso literario nacional «Mi región de la perla» en la dirección de la prosa. Fue publicado en Rusia y Ucrania. revistas de la red como “Camerton”, “Topos”, “Autograph”. Además, sus relatos fueron publicados en las revistas literarias y sitios web de Kazahstán, EE. UU., Serbia, Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistán, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania, India, Polonia, Guatemala, Israel, Bélgica Indonesia, Irak, Jordania, Siria, Líbano, Albania, Colombia y Nicaragua.

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Nota de Prensa: Un maníaco homicida a la vez

La venganza de Atuq Musetta

Un maníaco homicida a la vez en Perú: la novela de uno de los personajes de Mario Zegarra, ahora en spin-off.

Portada del libro «Un Maníaco homicida a la vez»
Título: Un maníaco homicida a la vez
Autor: Mario Zegarra
Precio: S/ 60
Editorial: Bärenhaus
Colección: Biblioteca Elegida / Novela
324 páginas | 13,5 cm x 21 cm | Tapa rústica con solapas
ISBN: 978-987-4109-99-6
Fecha de publicación: abril de 2021  

● Un maníaco homicida a la vez, libro de Mario Zegarra, es la reveladora novedad en este 2021. Con un estilo muy personal, entre el realismo policíaco y la fantasmagoría latinoamericana, junto a una atmósfera ácida, controvertida y dura, aterriza descarnadamente la venganza de Atuq Musetta, mediante una historia sin tapujos.

● Una narrativa compacta y atrevida, por momentos rompe la cuarta pared: una complicidad con el lector, sumando una intriga latente que apunta a personajes extremos y su ilimitado instinto para matar, son los rasgos más distintivos de la novela.

● Se compone de 17 capítulos. En ellos nos narran como la evolución de un ultraje convierten a la protagonista en una mujer experta en ajustes de cuentas.

● Entre los capítulos más resaltantes se encuentran “El cruel tutelaje de Macabeo di Morte”, un periplo de cómo se construye una asesina letal, y “La pata de cabra”, o el animismo de una barreta que sólo sirve para matar.

● Según el autor: “los asesinatos, las violaciones, las extorsiones, los atentados y entre otras perlas delincuenciales son la moneda corriente de la narración”.

● Editado en formato físico y en ebook por la editorial argentina Bärenhaus, sorprende a la escena literaria hispanoamericana por su contenido crítico, metaliterario y sarcástico.

La novela Un maníaco homicida a la vez, del escritor Mario Zegarra (1982), ha salido a la luz trayendo una bocanada de aire vital que nos instala en el recuento de la venganza de Atuq Musetta, una atractiva mujer tanto como estimuladora erótica de ofidios. Ella busca resarcir el dolor ocasionado en el pasado por la organización criminal liderada por el Tayta Jorge.

Con un estilo prolijo, con referencias culturales en torno a las películas y a la música, y a la literatura y a los vericuetos de la ciudad, Zegarra se apropia de un circuito físico para reflejar a personajes extremos, muchas veces melancólicos u otros caracterizados por una frialdad a prueba de balas.

La novela fue presentada en Lima el último miércoles 30 de junio por Nomi Pendzik y Marcelo di Marco, y ha sido difundida en los principales medios escritos. “Me llevó mucho trabajo escribir este libro, no pude publicarlo en el Perú, bien dicen que uno no es profeta en su tierra, pero en Argentina se interesaron por mi historia”, precisó Zegarra.

Mario Zegarra resaltó que la novela se configura en un tono de dolor, desespero y desgarro, lo que toda venganza conlleva. Y esto lo aprendió escribiendo tempranamente poemas, después se convirtió en novelista por una libertad más acorde con su disciplina de escritor.

Un maníaco homicida a la vez es la extensión de la ópera prima de Zegarra, Tan ignorado como aquí, publicado en el 2019, donde el capitán Santiago Matamoros es el eje central de este viaje, todo un tour de force. Un viaje cruel, sangriento y experimental hasta el eterno círculo distintivo del mundo del hampa, con los odios más galopantes, esos odios que deshacen personas hasta desintegrarlas en polvo.

Puede ver el video de la presentación aquí:

https://www.facebook.com/mariozegarraoficial/videos/853229458615546

En Perú, puede adquirir la novela aquí:

https://mariozegarra.com/libros/

Mario Zegarra nació en Lima, en 1982. Actualmente reside en esa ciudad, pero pasa parte del año en Buenos Aires, donde busca afilar su narrativa con desenfado, pericia y estilo. A partir de anotaciones tomadas cuando aún cursaba la carrera de Literatura y trabajaba como librero, escribió el thriller Tan ignorado como aquí (Bärenhaus, 2019), muy bien recibido por la crítica y los lectores. Guillermo Rivas apunta: “Si Álex de la Iglesia, Guillermo del Toro y Quentin Tarantino se juntaran a escribir un guion ambientado en Perú, estoy seguro de que se parecería mucho a esta novela bizarra, poética, negra, erótica y sobre todo adictiva”. Ahora Mario se encuentra escribiendo su tercera novela.

Lima, julio de 2021 // SE AGRADECE LA DIFUSIÓN

Primeras 30 páginas de Un maniaco homicida a la vez:

 Cuento: Caleta Panteón, por Fernando March                                              

Autor: Fernando March

Aquel amanecer aterido en que divisaron, a lo lejos, aquel islote remoto de acantilados fragmentados, azules y fríos, ya no quedaba, en aquellos pobres infelices, el más mínimo resquicio de aquella creencia esperanzadora que habían alimentado durante días, semanas y meses de deshonroso cautiverio:  el hecho de que, al final del mismo, les esperaba el arribo a un país de promisión y abundancia, cuyas arenas y rocas resplandecerían al recibirles, y así se darían cuenta que, en realidad, no eran arenales comunes, sino aquel oro acendrado y legítimo; comprimido y reducido a polvo por la mano benevolente de los dioses de jade.

Aquella creencia que había hecho soportable aquel viaje inadmisible, se había hecho trizas apenas arribaron a aquellas costas grises y neblinosas. El barco terminó de atracar en un muelle destartalado. Dos mozos de cuerda (oriundos del país) abrieron la puerta de la bodega infernal y dieron la orden de salir.

Ya incorporados, fueron saliendo, uno a uno, un conjunto de individuos famélicos, entumecidos, azorados y visiblemente desorientados. Entonces lo vieron: las playas estrechas; las arenas amarillas; pedriscos tugurizados; aves y lobos grises retozando sobre las rocas afiladas y húmedas, vapuleadas por el latido espumoso del mar. Un poco más allá, la que sería su ruina: los cuarteles de sanidad. Uno de los mozos de cuerda gritó, en cantonés perfecto: ¡圣洛伦佐岛! (Shèng luò lún zuǒ dǎo) (¡San Lorenzo!). Y se pusieron en fila. Fueron ingresando uno por uno a la caseta de sanidad, para ser observados, antes de ser distribuídos en rutas diversas. Fue a uno de ellos a quienes se le preguntó en mandarín si sufría de alguna enfermedad. Aquel individuo les dijo que toda la travesía había estado con 腹瀉 (Fùxiè)(Diarrea)y que sus ropas estaban tan malolientes que necesitaba un baño.  Sus interlocutores iban anotando todo con signos ininteligibles.  Desencadenaron y desnudaron al hombre. Fueron contando cada una de sus costillas, para deducir si era apto o no para las futuras labores. Asqueados de su pésimo olor le obligaron a salir a un descampado arenoso y frío donde habían unas cubetas grandes de madera, llenas de agua de mar. Provistos de odio infernal, fueron sacando agua y le iban tirando cubetazos helados, entre risas.  Aquel individuo parecía resistir, con dignidad y resignación, semejante ultraje.   Luego de la algazara, a pesar suyo, procedieron a cortarle la coleta y posteriormente le fueron alcanzadas las ropas de un cantonés, muerto en la víspera. Ya con todo aquello, decidieron su suerte. Trajeron sus escasas pertenencias en una bolsita de lino azul, que un abuelo suyo le había entregado. Así pudieron explorar su contenido: semillas de Qing guo (Olivo blanco de China), para sus problemas de diarrea constante; monedas de los antepasados de su abuelo: un Wen de bronce del extinto Emperador Daoguang; dos Wen (uno de cobre y otro de bronce) de tiempos del Emperador 乾隆 (Qiánlóng); un cepillo de hueso, fichas 麻将(mahjon) (juego de dominó) y dos fai chi (palillos para comer) para comer; un contrato con un nombre: Li You. Se los devolvieron. Aquello era todo lo que un hombre necesitaba para ser feliz, en la peor de las desgracias.

Luego de una rápida deliberación encargaron que uno de los mozos de cuerda le hablara en cantonés:

––––– ¡没有人愿意这样接待你! (Méiyǒu rén yuànyì zhèyàng jiēdài nǐ) (¡Nadie quiere

recibirte así!) ––– le dijo––,

¡你病得很重!(Nǐ bìng dé hěn zhòng) (¡Estas muy enfermo!)             

––––––我从事水稻种植多年 (Wǒ cóngshì shuǐdào zhòngzhí duōnián) (He trabajado durante años en el cultivo de arroz) –––– respondió

        ––––––你可能在那里生病了 (Nǐ kěnéng zài nàlǐ shēngbìngle) (Es posible que allí te hayas enfermado) ––––le dijo–––,

 ¡你將去隔離! (¡Nǐ jiāng qù gélí!) (¡Irás a cuarentena!)

Fue entonces que, al escuchar semejante decisión, uno de los cantoneses encadenados que esperaban su turno para ser reembarcados jaló de sus mangas y le dijo en lengua nativa: ¡你沒有機會! (Nǐ méiyǒu Jīhuì) (¡No tienes ninguna oportunidad!)

     –––––––¿你點樣知道你講緊乜嘢法?  (Nǐ diǎn yàng zhīdào nǐ jiǎng jǐn miē yě fǎ) (¿Cómo puedes estar seguro)

   –––––––¡佢哋會分開你嘅! ¡島上嘅寒冷會殺咗你! (Qú diè huì fēnkāi nǐ kǎi) (Dǎoshàng kǎi hánlěng huì shā zuo nǐ) (¡Te separarán! ¡El frío de la isla…!)                                                 

No pudo terminar de escucharle. Los mozos procedieron a sacarle, casi a rastras, del cuartel de sanidad. Ya era muy avanzada la tarde. Fue entonces que lo llevaron al otro lado de la isla. Iba anocheciendo.

Los vientos y el sonido del mar se hacían cada vez más intolerables. Al fin, luego de cruzar aquellos enormes arenales, llegaron al otro extremo del islote. En esa parte, al parecer, solían arrojar a los cantoneses muertos. Luego, delante de lo que parecía ser una fosa cavada en la arena (para albergar algún cadáver) vieron llegar a otros dos mozos de cuerda trayendo un fardo enrollado con algo o alguien en el centro. Esperaron en silencio.

Al fin, llegaron jadeando y arrojaron violentamente el fardo y su contenido al foso. Alguien parecía respirar y moverse dentro del envoltorio. Al parecer, era un ser humano, aún vivo, y en serios problemas. El individuo se inclinó. Grande fue su asombro al descubrir, entre los fardos, a un muchacho al parecer de origen cantonés, de unos quince a veinte años, todo ensangrentado y casi por completo destrozado.

El individuo se horrorizó. Los miró. Les escupió.

–––––¡卑鄙嘅殺手! (Bēibǐ kǎi shāshǒu) (¡Asesino sucio!)   ––– les gritó.

Le golpearon con una palana. El individuo cayó.

–––––¡埋葬!¡同你自己, 如果你能! (¡Máizàng!¡Tóng nǐ zìjǐ, rúguǒ nǐ néng!) (¡Entierra! Contigo mismo, si puedes) ––dijeron.

Cogieron sus fardos sus palanas y se fueron, riendo. Maldecían el hecho de que tales chinos hubieran llegado.

La ventisca era cada vez más insoportable. El azote del mar parecía haber venido en ayuda de aquellas bestias innombrables. El individuo se puso a pensar: “Yo aquí, fuera de las barracas abrigadoras. ¡Cuánto daría por estar en una de ellas, a pesar de tantos hedores, nauseabundos! ¡Dioses de mi lar, apoyadme!

Yo con un chico moribundo al que no conozco. Yo mismo expuesto a un frío que cada vez es más agobiante.

El mar es un dios que se eleva contra el débil que se aproxima ante su presencia. Su único fin es amedrentarle y hacerle sentir pequeño”

El chico empezó a temblar en su feroz agonía. Se abalanzó junto a él, esperando que estuviera los suficientemente cuerdo para reconocer una voz amiga. Y le habló, así, en cantonés puro:

––––––¿你係邊個? ¿你從哪裏來的? (¿Nǐ xì biān gè? ¿Nǐ cóng nǎlǐ lái de?) (¿Eres el elegido? ¿De dónde eres?)

Pero nunca le respondió. Jamás lo haría. Era muy posible que su alma ya estuviera caminando a las orillas del Río Amarillo. A punto de surcar el puente de jade que llevaba al palacio de 天公, Tiān Gōng, el mismo que tuvo que atravesar牛郎, Niúláng, el “boyero” para encontrarse con 织女, 織女, Zhīnǚ, “la muchacha tejedora”, hija del Emperador del Jade. Procedió a buscar algunas pertenencias del agonizante. Sus manos estaban pegajosas por la sangre que envolvía a aquel pobre muchacho masacrado. Apenas pudo sacar de entre sus carnes derruidas una bolsita como la suya, conteniendo algo que había quedado a salvo de la hemorragia que desfallecía a su dueño. Revisó su contenido: una peineta de madera; un peine doble para extraer piojos y liendres; un soporte de bambú para los Fai Chi; un ovillo de hilo azul marino envuelto alrededor de una mazorca y algo que le llamó la atención: un origami en forma de fénix. Tal vez el muchacho era un creyente en el poder evasor de los origamis. Tal vez su espíritu cobraba residencia en aquellas figuras que su destreza creaba. Los origamis venían a ser, por mucho, las únicas formas de evadirse de aquella realidad que les condenaba a consumir la peor hez de la vida. Solos. Abandonados. Sometidos a una condición de abominable servidumbre, por tan poco.

El viento era cada vez más insoportable para “Li You” (que era el nombre del contrato). Frígido y azotante. Era mejor disponerse junto a aquel pobre muchacho, en aquella fosa, donde podrían cubrirse con la arena y recibir el calor de la tierra. Salvaguardándose así, de aquel frío paralizante que amenazaba con matarlos. Li You aposentó como pudo el cuerpo, aún tibio. Le cubrió con arena y él también se dispuso a compartir el mismo foso. Las arenas, alrededor suyo, le calentaron los huesos. Tuvo cuidado de no enterrar la cara del joven. No, hasta que no estuviera muerto. Al menos uno, de ambos, tendría que sobrevivir para defender al otro del acecho voraz de los lobos marinos, que amenazaban con aproximarse. Sin duda, aquellos animales se habían acostumbrado a cebar con las carnes de aquellos cadáveres a la intemperie. Pero Li You estaba allí. Y jamás permitiría que aquel chico tierno; inferior a su edad, fuera destripado por el hambre voraz de las aves y los lobos de mar. Defendería su cuerpo hasta que estuviera consciente o tal vez, ya ausente, de los sufrimientos inmemoriales de este mundo. Soportó así, junto a su amigo “en la desgracia” varias horas de gélida brisa y el abominable acecho de los animales.

Al fin la marea subió y la tierra donde se habían sumergido quedó ensopada. Li You salió de la fosa y tocó la cara del muchacho. Ya no era de este mundo. “Al fin alcanzó la benevolencia de los dioses del jade” pensó.

Decidió algo que sería crucial para el porvenir: en la bolsita de aquel jovenzuelo, sin nombre, colocó su contrato. Aquel papel que testimoniaba su presencia y su razón de ser en el mundo: un coolíe contratado por un tal Domingo Elías. Despreciaba aquella condición infrahumana. En realidad, había sido su abuelo 敏感龍 Mǐngǎn Long (Dragón Sensible), Mandarín de Tierra al servicio del Emperador Xiangfeng, quien le había vendido al tratante peruano, con el fin de salvaguardar a su nieto de las terribles purgas a que estaban siendo sometidas las castas de los Mandarines, por supuestas “altas traiciones” durante las guerras del   天王 (Tiānwáng) (Rey Celestial).  El abuelo esperaba congraciarse con su Emperador, antes de ir, en persona, a rescatar a su nieto de su condición de eventual servidumbre. “Algo que, indudablemente, después de esta noche puede que no sea más…” pensó “Li You”, que en realidad sabía que no era tal, sino 金公雞 Jīn gōngjī (Gallo dorado) y nacido en Guangzhou (cantón), frente a la bahía del Choo-keang (Río de las perlas), en la Ciudad Nueva.  Bajo el imperio de Daoguang, en el año del gallo verde de madera (1824 D.C). Su abuelo había fraguado aquel documento lleno de mentiras para salvaguardarlo de una muerte instantánea; pero él, en estas tierras de falsa promisión había descubierto una forma lenta y denigrante de llegar a lo mismo.   Luego de enterrar por completo al muchacho masacrado miró lo que quedaba de su bolsita azul y se sintió aliviado:  tres cigarrillos húmedos y el origami del fénix. Todo lo demás lo enterró con el que ahora era “Li You”. Avanzó feliz al encuentro de su anonimato. Libre y lleno del espíritu del origami que ahora estrujaba en sus manos. Estaba convencido que el “fénix” había liberado al muchacho muerto de todo sufrimiento en esta tierra. El origami encierra no solo una porción de la vida del universo sino la vida propia de aquel que la forja con sus propias manos. Encierra el ciclo de su alma y le preserva de los lazos de ficción que esclavizan la voluntad del hombre a las necesidades opresivas del mundo. Sin duda así había sido. Pese a encontrarse casi destrozado, en su rostro y en su carne, aquel muchacho no se había quejado ni lanzado el más mínimo grito de dolor o estremecimiento. Y era porque antes de ser masacrado de la forma tan atroz, como lo fue, ya en sí mismo, había logrado traspasar la esencia de su alma al origami, que le acompañó, hasta su última morada.

Logró salir como “fénix” de este mundo y surcar el puente de jade para llegar a 天公, Tiān Gōng. Ahora le tocaba a él desliarse de los lazos de este mundo que lo mantenían atado por el dolor, el frío atroz y la desesperación. Sabía que no saldría vivo de aquella noche de gélida ventisca y de mar estruendoso y azotante que sofocaba la isla. La voz de aquel pobre infeliz, como él, que le sujetó por un instante ya le habíaadvertido lo que le pasaría, sin decírselo del todo: 

–––––––¡佢哋會分開你嘅! ¡島上嘅寒冷會殺咗你…! (¡Él te separará! ¡El frío de la isla te matará …)

Ahora, no muy lejos de allí, buscó su propio refugio entre las arenas, para lograr el descanso que merecía doliente y desahuciada humanidad.

Fue destapando la tierra con sus manos ateridas en aquella oscuridad llena de trombas acezantes y espumas de mar embravecido. Al fin logró hacerse un espacio entre la arena, aún caliente por dentro, y se fue enterrando a sí mismo para guarecerse del frío letal. Ya no pensaba en aquella tierra donde iba a dejar su cuerpo, sino en “su tierra”:  los montes de Longshen, con sus terrazas suculentas y escalonadas. El fango, en el cual metía los pies y sembraba la semilla. Los matorrales tupidos que se remontaban por encima del nivel del agua. La fase del transplante y luego las terrazas espejeantes con las primeras espigas doradas que se asomaban al final. Allí, donde iría ahora convertido en un enorme y feliz vertebrado inferior.  Listo para retozar bajo la turquesa y la luz de aquel cielo limpio y generoso que le vio nacer, y al que jamás dejaría de volver, por mucho que su mal destino lo impidiera; por mucho que la distancia enorme lo impidiera; aún sin llevar aquel cuerpo famélico y aterido que abandonaba, al fin, a los vientos gélidos y los oleajes inmisericordes que un día le vieron sufrir…

–––––––––––––––––––––––––––––––––    o      –––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––

MARINA DE GUERRA DEL PERÚ.   Callao, Marzo de 2004:

El Comité de Investigación de Historia y Arqueología Marítima anuncia que en los últimos tres meses se han realizado

excavaciones arqueológicas en la Isla San Lorenzo y como resultado de ello se halló lo siguiente:

1.Entierro de Li You: Extremo NO del corte 2 del panteón. Bolsa azul de lino con numerosos utensilios y una hoja del contrato realizado con el señor Domingo Elías. En dicha hoja figura el nombre del ciudadano chino Li You.

2.Entierro XVII del Panteón: Superficial, sin ataúd. Cuerpo a escasos 0,15 metros de profundidad. Aproximadamente de 25 a 30 años. En la parte interna del saco se encontró un bolsillo que contenía tres cigarrillos y un origami representando un sapo.

CIUDAD COLOMA (2021)

                                                  “CALETA PANTEÓN” ES UN CUENTO

                TUSÁN ESCRITO POR FERNANDO MARCH

                 Y PRESENTADO EN EL PRIMER CONCURSO

                 DE RELATOS CORTOS Y ANÉCDOTAS QUE

                 CONVOCÓ LA ASOCIACIÓN PERUANO CHINA

                 En el AÑO 2021. OBTUVO PRIMERA MENCIÓN

                 HONROSA DEL CONCURSO. EL RELATO SE

                 BASA EN PERSONAJES REALES Y EN RESTOS

                 AUTÉNTICOS. (El Autor)

Biodata de Fernando March:

Escritor peruano del Big Bang Literario 2020. Escribió su primera obra teatral a los 14 años.

Ha ganado el Tagesschule de San Gerardo de Loja con sus obras de micro teatro: DESAHUCIADO (2016) e IMPUDICIAS VIRTUALES (2017)

Fue segundo finalista en el concurso de relato corto de la EDITORIAL ANGELS FORTUNE (Barcelona, España) y publicó en Europa: El trovador menesteroso de la calle del Encanto (2019). Finalista del concurso de cuento auspiciado por la Colonia China Peruana con su relato: CALETA PANTEÓN (2021)

El país en la arena

por Karsten Ricklefs
traducción al español por Iliana Marx


No hacía mucho que llegaron a ese país. Venían de muy lejos, de un país remoto. Les dijeron que era verano en este país.  A ellos les parecía extraño el verano en ese país, tan distinto del verano en su propio país.

Tuvieron que caminar bastante para llegar al lago, pero mucho menos de lo necesario para llegar a ese país. El camino fue arduo: pedregoso y polvoriento.  Olía a pasto seco y a podredumbre. Podían olerlo, pero no podían verlo.

Sólo se oía el azote, el golpeteo de la piel desgastada de sus chancletas contra las plantas de sus pies, que parecía tapar todos los demás sonidos. El mayor de los dos niños miraba de vez en cuando los pies cubiertos de polvo fino de su hermano menor, atento a que pudiera seguir su ritmo. Sentían las piedras debajo de sus suelas y, a veces, podía verse un leve y sobresaltado grito de dolor en sus rostros, cuando la piedra era demasiado grande, dura o puntiaguda. Evitaban el pasto alto que bordeaba el camino. Les parecía que había demasiadas cosas ocultas allí.

Cuando sus miradas se encontraban, se sonreían mutuamente, como si quisieran ocultar  algo detrás de sus sonrisas. El golpeteo enmudeció, y el más pequeño de los dos niños se detuvo. La cadena que llevaba al cuello temblaba ligeramente. Con cuidado, dejó que se deslizara entre sus dedos. Se la habían dado sus abuelos la noche de su despedida. Ellos tenían demasiada edad para caminar tanto. Su abuelo se la había colocado alrededor del cuello y, después, le había besado, se había inclinado para besarle en la frente, con esa mirada aguada en sus ojos; sintió la larga y áspera barba del abuelo contra su piel.

No vio a su abuela. Tan solo oyó sus leves sollozos detrás de la puerta cerrada. Su padre dijo que su corazón estaba enfermo. Que ella no vendría a verlos, porque si no, enfermaría aún más.

El mayor de los dos niños alzó el brazo y señaló en una dirección. Con la otra mano, acomodó su gorra con visera. Llevaba el emblema de un equipo de fútbol de ese país. Se la habían dado en el refugio el día en que llegaron. Estaba encima del todo en la caja de la cual se podía elegir ropa. Al principio, no se animó a cogerla y esperó pacientemente a que le dieran permiso para hacerlo. Entonces, vino ese hombre gordo que trabajaba allí. Vio sus miradas vacilantes, se rio, cogió la gorra, acarició levemente sus cabellos, y se la puso. A la mañana siguiente, la gorra había dejado esa marca en su frente, y su madre le pasó dulcemente las manos por encima. Ella le acariciaba la frente más que antes, con sus manos suaves y blandas, siempre con la misma mirada vacía. La mirada de su madre le era ajena, y él no sabía si ella le veía. Solo percibía sus manos sobre su piel. Su padre dijo que los ojos de su madre habían visto demasiado durante el viaje. Que estaban cansados y tenían que descansar. Que eso llevaría un tiempo. Después, volvería a reír.

El lago estaba a sus pies, brillante, envuelto por el azul del cielo. Unos niños jugaban a la pelota en el agua; un gran perro peludo arrastraba jadeando a una niña con alas de salvavidas rojo por el agua fría. Ellos oyeron la risa, las risas de los niños, el chapoteo de sus cuerpos en el agua, el grito asustado y alegre de la niña cuando el perro se soltó, y vieron a los adultos, con sus cuerpos pálidos de color lechoso, perezosos, tendidos inmóviles como cocodrilos satisfechos al sol.

Pasearon sus miradas por los lugares ocupados en la arena, hasta descubrir esa pequeña mancha blanca, que todavía parecía estar intacta. Lentamente, volvieron a ponerse en marcha, y el golpeteo sonaba más leve, y la distancia entre los golpes parecía mayor.

Alguien montó una parrilla, y una niña pequeña trataba de abrir un paquete con globos, hasta que su hermano mayor se acercó y le ayudó pacientemente. Olía a madera quemada y a carne sangrienta. Se oía música. Sonaba extraña. No entendían lo que decía la voz que cantaba. Un niño pequeño y pelirrojo movía sus caderas al ritmo de la música. Una mujer se acercó, le tomó de las manos y empezaron a bailar juntos. Un chorro de agua salió disparado desde unas aperturas color amarillo limón y dio contra los cuerpos recalentados de las niñas, que chillaban de alegría, corrían a la orilla, metían sus pies en el agua y los levantaban como palas, para salpicar a los varones con sus pistolas de agua, quienes dejaron sus armas para saltar de cabeza al mar con gritos de alboroto.

El golpeteo había enmudecido. Ellos estaban de pie, inmóviles en la arena blanca y aún intacta.

—¿Crees que haya minas aquí? — preguntó el niño pequeño, dirigiendo la mirada a sus pies.

—No, aquí solo hay globos —respondió su hermano mayor, mientras señalaba los globos coloridos que ascendían al cielo azul; luego se alejó sin decir más nada, tomó la manta de su país, la extendió y se sentó. En la manta se veía un paisaje montañoso bordado. Algunos hilos se habían desprendido de su tejido. Pronto ya no existiría más, la manta con el paisaje montañoso. Muchas veces habían estado sentados en esa manta, de picnic en el pequeño parque de su país. El parque ya no existía. Los árboles habían caído, enterrados por los escombros de las casas. Una vez, durante un picnic, el abuelo había dejado caer sobre la manta algunas cenizas de su cigarrillo. Todavía estaba la mancha del quemado. Habían llevado la mancha consigo, a ese país. El olor a su país de la manta se había evaporado. No podían llevarlo consigo, el olor. En ese momento, la manta olía diferente, olía al nuevo país, y ya no al tabaco frío de su abuelo.

—¿Sabes dónde se encuentra nuestro país? — preguntó a su hermano mayor.

Este guardó silencio y señaló los globos en el cielo azul. Solo podían reconocerse sus entornos, sus colores habían empalidecido. Las miradas de su hermano menor parecían volar y perderse con ellos.

—¿Crees que logren llegar a nuestro país?— le preguntó a su hermano mayor.

—¡Sí, claro, lo lograrán!

—¿Y volarán por encima de la casa de ellos?

—Ellos no los verán, será de noche en el cielo de nuestro país, y cuando se haga de día, ya la habrán sobrevolado—.

El cielo azul estaba vacío. Él miró al cielo azul vacío y no se percató de que su hermano mayor había desaparecido en el lago.

El agua del lago se desprendía de su piel y dejaba pequeños charcos sobre la manta.

Estaba tendido boca abajo, sus dedos mojados jugaban con una brizna de hierba seca quebrada, hasta que, de pronto, se incorporó y dijo:

—Seré ingeniero, construiré puentes encima de ríos, mares y fronteras. ¿Y tú? ¿Qué quieres ser de grande?

Su hermano menor no respondió, se puso de pie, cogió un palo pequeño, se arrodilló y recorrió la arena con él, como si quisiera dibujar algo, hasta que se detuvo, se incorporó y, con el palo en la mano, señaló el entorno dibujado de su superficie y, susurró:

—¡Nuestro país!

Su hermano mayor alzó la vista brevemente, se apartó, volvió a tenderse boca abajo, y hundió la cabeza entre sus brazos. Sus pies jugaban en la arena blanca y caliente. Unos copos mojados, que por su color se asemejaban a trozos de lava gris fría, se habían formado en los arcos blandos de las plantas de sus pies.

Su hermano menor permaneció allí durante mucho tiempo, delante de su país, con el palo en la mano, mudo, sin moverse. Con cuidado, hundió el dedo en su país, no profundamente, sino que con la profundidad necesaria para tocar la superficie de los granos finos de arena blanca. Sus labios pronunciaban nombres en silencio, mientras conducía su dedo suavemente por la arena de su país, hasta detenerse. Sonrió al cielo azul en su país, cogió su cadena y dejó que se deslizara lentamente entre sus dedos cubiertos de arena. Al mismo tiempo, murmuraba en voz baja palabras, como si cantara, como si cantara la canción de cuna, la canción de cuna de su abuela en su país.

El cielo parecía querer atraer el mar brillante a su cueva negra. Los pies del niño mayor se frotaban entre sí, los copos mojados se desprendían de sus bóvedas blandas, y sus manos tanteaban hacia adelante buscando, en vano, la última arena caliente. Su hermano menor dio un paso hacia adelante, dudó y, luego, temblando, puso un pie dentro de su país dibujado. Solo su dedo pequeño sobresalía un poco por encima de la frontera de su país.

El niño mayor se incorporó, reflexionó un instante, y luego se dirigió lentamente hacia donde estaba su hermano menor, colocó la manta alrededor de su cuerpo tembloroso, miró hacia abajo, y puso su pie junto al de su hermano menor. Al hacerlo, ambos dedos gordos del pie se tocaron, en su país, que lentamente comenzaba a desaparecer bajo la lluvia, y abrazó a su hermano pequeño, le sostuvo en este país, y sus ojos se convirtieron en mares, en mares en este país, cuyas aguas se desbordaron, y le susurró al oído:

—Ven, vamos a casa—. Le tomó de la mano y su hermano menor dirigió por última vez la mirada a su país, para luego apartarse y dejar que su cadena se deslizara entre sus dedos cubiertos de arena.


LAND IM SAND

Sie waren noch nicht lange in diesem Land. Sie kamen von weit her, aus einem fernen Land. Sie sagten, es sei Sommer in diesem Land. Er erschien ihnen fremd, der Sommer, in diesem Land, so ganz anders, als der Sommer in ihrem Land.

Viele Schritte mussten sie gehen, um an den See zu gelangen, aber viel weniger als die, die sie zurücklegten, um in dieses Land zu gelangen. Der Weg war staubig und steinig. Es roch nach trockenem Gras und Fäulnis. Sie konnten ihn riechen, aber nicht sehen.

Nur das Klatschen war zu hören, das Schlagen der zerschlissenen Haut ihrer Flip- Flops gegen ihre Fußsohlen, das jegliches andere Geräusch zu verschlucken schien. Der größere der beiden Jungen blickte manchmal auf die von feinem Staub bedeckten Füße seines kleinen Bruders, darauf bedacht, dass sie mit seinen Schritt hielten. Sie spürten die Steine unter ihren Sohlen, und manchmal ließ sich ein leises erschrockenes Aufschreien des Schmerzes in ihren Gesichtern erkennen, wenn der Stein besonders groß oder hart oder spitz war. Sie mieden das üppige Gras, das den Weg umsäumte. Zu viel erschien ihnen darin verborgen.

Wenn sich ihre Blicke trafen, lächelten sie sich an, als wollten sie etwas unter ihrem Lächeln verbergen. Das Klatschen verstummte, und der kleinere der beiden Jungen blieb stehen. Die Kette, die er um den Hals trug, zitterte leicht. Behutsam ließ er sie durch seine Finger gleiten. Er hatte sie am Abend des Abschieds von den Großeltern bekommen. Sie waren zu alt, um diese vielen Schritte zu gehen. Sein Großvater hatte sie ihm um den Hals gelegt, und dann hatte er ihn geküsst, hatte sich zu ihm hinuntergebeugt, mit diesem wässrigen Blick in seinen Augen, und ihm auf die Stirn geküsst, und er hatte dabei seinen langen kratzigen Bart auf seiner Haut gespürt. Seine Großmutter hatte er nicht gesehen. Nur ihr leises Schluchzen hatte er hinter der geschlossenen Tür gehört. Sein Vater sagte, ihr Herz sei krank. Sie zeigte sich nicht, weil es dann noch kränker würde.

Der größere der beiden Jungen hob den Arm und deutete in eine Richtung. Mit der anderen Hand rückte er seine Schirmmütze zurecht. Sie zeigte das Emblem einer Fußballmannschaft aus diesem Land. An dem Tag, als sie in dieses Land kamen, hatte er sie in der Unterkunft bekommen. Sie lag ganz oben in der Kiste, aus der sie sich Kleidung aussuchen durften. Anfangs traute er sich nicht, sie sich zu nehmen und wartete geduldig auf Erlaubnis. Dann kam dieser dicke Mann, der dort arbeitete. Er sah seine zögernden Blicke, lachte, nahm die Mütze, strich ihm flüchtig  durchs Haar, und setzte sie ihm auf. Am nächsten Morgen hatte sie diesen Streifen auf seiner Stirn hinterlassen, und seine Mutter ließ ihre Hände zärtlich darüber fahren. Sie strich ihm jetzt öfter über die Stirn, mit ihren sanften weichen Händen, immer mit diesem gleichen leeren Blick. Er war ihm fremd, der Blick, seiner Mutter, und er wusste nicht, ob sie ihn sah. Nur ihre Hände auf seiner Haut konnte er spüren. Sein Vater sagte, ihre Augen hätten auf ihrer Reise zu viel gesehen. Sie seien müde und müssten sich ausruhen. Es würde etwas Zeit brauchen. Dann würden sie wieder lachen.

Der See lag vor ihnen, glitzernd, vom Blau des Himmels umhüllt. Da waren die Jungen, die Wasserball spielten, der große struppige Hund, der ein kleines Mädchen mit roten Schwimmflügeln hechelnd durch das kühle Nass zog. Sie hörten das Lachen, das Lachen der Jungen, das Aufklatschen ihrer Körper im Wasser, und das erschrocken freudige Aufschreien des Mädchens, als sich der Hund von ihr löste, und sie sahen die großen Menschen mit der milchigen Farbe auf ihren blassen Körpern, die wie satte Krokodile träge in der Sonne lagen und sich nicht regten.

Ihre Blicke schweiften über ihre Quartiere bis sie diesen kleinen weißen Fleck am Strand fanden, der noch unberührt zu sein schien. Langsam setzten sie sich wieder in Bewegung, und das Klatschen schien jetzt leiser, und der Abstand der  Schläge größer zu werden.

Ein Grill wurde aufgestellt, und ein kleines Mädchen nestelte an einer Verpackung von Luftballons bis ihr großer Bruder kam und ihr geduldig half. Es roch nach verbranntem Holz und nach blutigem Fleisch. Musik ertönte. Sie klang fremd. Sie verstanden sie nicht, die Stimme, die sang. Ein kleiner rothaariger Junge bewegte seine Hüften zu der Musik im Takt. Eine Frau kam, nahm seine Hände, und sie begannen miteinander zu tanzen. Wasser schoss im Strahl aus zitronengelben Mündungen und traf auf die erhitzten Körper der Mädchen, die vor Freude jauchzten, zum Ufer rannten, ihre Füße in das Wasser tauchten und sie wie Schaufeln anhoben, um die Jungen mit den Wasserpistolen zu bespritzen, die ihre Waffen niederlegten, um dann kopfüber mit ausgelassenem Geschrei in den See zu springen.

Das Klatschen der Schläge war verstummt. Regungslos standen sie in dem weißen noch unberührten Sand.

„Glaubst du, dass es hier Minen gibt“? fragte der kleine Junge, den Blick auf ihre Füße gerichtet.

„Nein, es gibt hier nur Luftballons“ erwiderte sein großer Bruder und zeigte dabei auf die bunten Ballons, die in den blauen Himmel stiegen, wendete sich langsam wortlos ab, nahm die Decke aus ihrem Land, breitete sie aus und setzte sich. Eine gestickte Berglandschaft war auf der Decke zu sehen. Einzelne feine Fäden hatten sich aus ihrem Gewebe gelöst. Es würde sie bald nicht mehr geben, die Decke, mit der Berglandschaft. Sie hatten oft auf dieser Decke gesessen und Picknick gemacht, in dem kleinen Park, in ihrem Land. Den Park gab es nicht mehr. Die Bäume waren gefallen, begraben von den Trümmern ihrer Häuser. Einmal während des Picknicks hatte ihr Großvater etwas Glut seiner Zigarette auf die Decke fallen lassen. Den Brandfleck gab es noch. Sie hatten ihn mitgenommen, den Fleck, in dieses Land. Der Geruch der Decke nach ihrem Land hatte sich gelöst. Sie konnten ihn nicht mitnehmen, den Geruch. Die Decke roch jetzt anders, sie roch jetzt nach diesem Land, und sie roch auch nicht mehr nach dem kalten Tabak ihres Großvaters.

„Weißt du, wo unser Land liegt“?  fragte er seinen großen Bruder.

Dieser schwieg und deutete auf die Ballons im blauen Himmel. Nur ihre Umrisse ließen sich noch erkennen, ihre Farben waren verblasst. Die Blicke seines kleinen Bruders schienen mit ihnen zu fliegen und sich in ihnen zu verlieren.

„Glaubst du, sie schaffen es in unser Land“?  fragte er seinen großen Bruder.

„Ja, sie werden es schaffen!“

„Und werden sie über ihr Haus fliegen?“

„Sie werden sie nicht sehen, es wird Nacht sein, in dem Himmel unseres Landes, und wenn der Tag naht, werden sie es bereits überflogen haben.“

Der blaue Himmel war leer. Er blickte in den leeren blauen Himmel und bemerkte nicht, wie sein großer Bruder im See verschwand.

Das Wasser des Sees pellte von seinem  Körper ab und hinterließ kleine Pfützen auf der Decke. Er lag auf dem Bauch, seine nassen Finger zupften an einem vertrockneten abgebrochenen Grashalm bis er sich plötzlich mit einem Ruck aufrichtete und sagte:

„Ich werde Ingenieur, werde Brücken bauen, über Flüsse, Meere und Grenzen. Und du? Was willst du werden?“

Sein kleiner Bruder antwortete nicht, erhob sich, griff nach einem kleinen Stock, kniete sich nieder und ließ ihn, als wollte er etwas zeichnen, durch den Sand fahren bis er innehielt, sich aufrichtete, mit dem Stock in der Hand auf den gemalten Umriss seiner Fläche zeigte und flüsterte:

 „Unser Land!“

Sein großer Bruder sah kurz auf, wendete sich ab, legte sich wieder auf den Bauch, und vergrub seinen Kopf in seine Arme. Seine Füße spielten im warmen weißen Sand. Nasse Flocken, die in der Farbe erkalteten grauen Lavabrocken glichen, hatten sich in den weichen Gewölben seiner Fußsohlen gebildet.

 Lange verharrte dort sein kleiner Bruder, vor seinem Land, mit dem Stock in der Hand, stumm, ohne sich zu rühren. Behutsam tauchte er seinen Finger in sein Land, nicht tief, nur so tief, dass er gerade die feinkörnige Oberfläche des weißen Sandes berührte. Seine Lippen formten lautlos Namen, während er seinen Finger sanft durch den Sand seines Landes führte, bis er hielt. Er lächelte in den blauen Himmel, in ihr Land, nahm seine Kette und ließ sie langsam durch seine sandigen Finger gleiten. Dabei murmelte er leise Worte, so, als würde er singen, als würde er das Wiegenlied, sein Wiegenlied seiner Großmutter in ihr Land singen.

Der Himmel schien den glitzernden See in seine schwarze Höhle ziehen zu wollen. Die Füße des großen Jungen rieben sich aneinander, die nassen Flocken lösten sich aus ihren weichen Gewölben, und seine Hände tasteten sich vor und suchten vergeblich nach letzten warmen Sand. Sein kleiner Bruder trat einen Schritt vor, zögerte und setzte dann zitternd seinen Fuß in sein gemaltes Land. Nur sein kleiner Zeh ragte ein wenig über die Grenze seines Landes hinaus.

Der große Junge erhob sich, hielt inne, ging langsam auf seinen kleinen Bruder zu, legte ihm die Decke um seinen bebenden Körper, blickte zu Boden, und setzte seinen Fuß zu dem seines kleinen Bruders. Ganz leicht berührten sich ihre beiden großen Zehen dabei, in ihrem Land, das sich langsam im Regen aufzulösen begann, und er schloss seinen kleinen Bruder in seine Arme, hielt ihn in diesem Land, und ihre Augen wurden zu Seen, zu Seen in diesem Land, deren Wasser über die Ufer trat, und flüsterte ihm in sein Ohr:

„Komm, wir gehen nach Hause“,  nahm ihn bei der Hand und sein kleiner Bruder blickte noch ein letztes Mal auf ihr Land, in ihr Land, wendete sich dann ab, und ließ seine Kette durch seine sandigen Finger gleiten.


Karsten Ricklefs, nació en Oldenburg, Alemania, y vive en Hamburgo. Escribe relatos cortos y una novela que todavía no ha terminado. Trabajó como voluntario en Mexico en un albergue para personas migrantes sin documentos y viajó por Centroamerica hasta Colombia hasta que regresó a su país, donde hoy trabaja como enfermero. Este relato trata de migracion en Alemania, no de migracion en Mexico como en el relato que publicó en Cardenal el año pasado, por el que ganó un premio literario. Contacto: karstenricklefs@web.de

La sinfonía del otoño

por Sherzod Artikov
traducido del inglés al español por Daniela Sánchez


Llegué muy tarde al restaurante “Le Procope”, Maftuna ya había llegado y me estaba esperando, sentado sólo en la mes, hojeando una revista de solapas rojas. Me había parecido muy raro que su esposo no estuviera con ella.

–Llegas muy tarde– me dijo ella mientras se levantaba de su silla, sonreía. Me senté, pesadamente, en la silla que estaba frente a ella.

Tenía muchísimo trabajo en la embajada.

Maftuna cerró la revista que tenía en la mano y me miró cómo si no creyera en mi excusa.

–Pedí el pato asado en salsa de tomate– me dijo mientras hojeaba el menú con interés.

Después, volteó hacia mí. – ¿Qué vas a ordenar tú?

–¿Me podría traer un omelette y la sopa de cebolla, por favor?– le pedí al mesero, sin haber visto siquiera el menú.

–¿Qué va a tomar?– me preguntó el mesero.

Jugo de naranja, por favor.- le contestó primero Maftuna.

–Yo quiero lo mismo– añadí.

Cuando el mesero se fue Maftuna estiró su cuello y miró a su alrededor, como si buscará algo. Se veía fresca, muy bien vestida, probablemente esto fuera un reflejo de su estado de ánimo. Su cabello oscuro le caía lacio sobre los hombros. Traía un vestido negro con una cadena dorada alrededor de su cuello, se veía muy guapa.

–Te ves muy mal– me dijo mirándome intensamente. –De todos modos, no te molesta que mi esposo no haya venido, ¿verdad?–

–Para nada, pero me sorprendió mucho. Pensé que estaría aquí, me invitaron los dos juntos.–

–Tuvo una emergencia de trabajo.–

No mucho tiempo después, el mesero regresó con nuestros platos. Me tomé  el  jugo  de naranja de un trago antes de comenzar a comer. Ella comenzó a comer el pato, cortándolo en pequeños pedazos. El restaurante estaba repleto, los comensales trataban de celebrar bajo el pretexto de una cena elegante, compartían sus preocupaciones diarias y las frustraciones que habían acumulado durante el día. Sonaba una melodía, creo que era Jazz, pero estaba tan desafinada que pareciera que uno estuviera en un mercado y no en un restaurante.

Probablemente, por esto desde que llegue un dolor de cabeza no me abandonaba.

–Me gusta mucho Paris–, me dijo Maftuna mientras comía. Hizo un pequeño círculo en el aire con su tenedor. –Especialmente, con este clima. Me gustaría poder quedarme más tiempo,  le dije a mi esposo, espero podamos alargar un poco más el tiempo de nuestra visa. ¿Tú qué crees? ¿Será posible?–

En lugar de contestarle, negué con la cabeza mientras tomaba una cucharada de mi sopa. El hecho de que Maftuna estuviera comiendo ávidamente influyó en mí, ya que comencé a comer con la misma rapidez, tratando de distraerme del dolor de cabeza. Aunque no era un experto en platillos, me pareció que la sopa sabía muy ácida y el omelette parecía sobre cocido.

–Si no te molesta, te quiero preguntar algo– me dijo Maftuna, yo seguía  pensando  y  juzgando la comida en mi mente. –Es una pregunta un poco tonta, pero desde el día que    nos conocimos en el Louvre quise preguntarte. No tienes que contestarme si no quieres.

–¿Qué quieres preguntarme?– le dije y paré de comer. Ella dudó unos segundos pero al final me dijo.

–He escuchado a muchos decir que París es la ciudad del amor– dijo alegremente. –¿Es eso cierto?–

–Es un rumor infundado que circula entre la gente– le dije, mi cuello se endureció y mi tartamudeo regresó.

–Las francesas son mujeres hermosas, ¿no?–

–En realidad, no les he prestado mucha atención.–

–Pero, no pareces una persona totalmente despreocupada, hasta donde yo sé.–

–No me parece que ésta sea una ciudad tan interesante. Mi trabajo está aquí y por eso estoy aquí. Muchas veces cuando la ciudad no me interesa, las personas dentro de ella tampoco.–

Sin explicación alguna comenzó a reírse.

–Ese es un buen hábito– me dijo todavía riéndose, y siguió comiendo aún más ávidamente. –Me encanta la carne de pato, y aquí la preparan riquísima. ¡Está excelente!–

Sus ojos brillaron por un momento, me veía mientras tomaba su jugo de naranja.

–Significa que no a todos les gusta Paris, aún siendo tan famosa.–

–¡Exactamente!–

–Creo que tu descubrimiento es muy bueno.–

–¿Estás redescubriendo la ciudad a tu manera?– le dije mientras me reía un poco.

–¿Por qué no?– me dijo Maftuna y su cara se iluminó un poco más. –La estoy redescubriendo y me encanta estar haciéndolo.–

Continuamos la conversación pero Maftuna actuaba muy raro, parecía mucho más curiosa que como normalmente era.

–Si no te gustaron estos platillos, tal vez deberías pedir otra cosa.– Me miraba sorprendida mientras yo arrimaba los platos enfrente de mí.

–No, de todos modos no tengo mucha hambre.–

–Lo entiendo.–

Se veía un poco nerviosa, se aclaró la garganta y tosió un par de veces. Maftuna dejó sus cubiertos sobre la mesa de un sólo movimiento.

–Este lugar inmediatamente me sobresaturó. No hay mucho aire aquí. ¿Quisieras dar una vuelta conmigo en el coche?– me susurró, acercando su cabeza hacía la mía.

Cuando escuché su propuesta fruncí el ceño, justo en ese momento recordé que no había escrito el guión para un evento que sería la próxima semana. Además de eso, quería recostarme, me moría de sueño y estaba exhausto. No me atreví a decirle que no a Maftuna, no quería ser descortés con ella.

–Ok…–

–Ya terminamos–, le dijo Maftuna al mesero y le pidió la cuenta. –Vamos,  tomemos un poco  de aire fresco. Ya me engenté.–

Salimos y nos encontramos con las personas que salían del restaurante, algunos parecían estar borrachos. Maftuna no perdió su semblante alegre cuando salimos, aunque sí se veía un poco menos contenta. Caminaba derecha sobre sus tacones.

–¿Te importa si manejamos alrededor del Arco del Triunfo?– me dijo mientras manejaba sobre la avenida. Como estaba enfrascado en mis pensamientos no pude contestarle a tiempo.

–¿Qué es tan interesante sobre el arco?– le dije después de unos minutos. Atardecía en París y el coche veía cada vez más lúgubre. Los dos suspiramos y bajamos cada uno nuestra ventana.

–Tal vez no sea interesante para ti porque has vivido aquí mucho tiempo, pero es muy interesante para los demás. Como yo, no sé cuando volveré a estar aquí.–

Cuando llegamos al arco, Maftuna paró el coche y salió. No había mucha gente frente al arco, y las pocas personas que había caminaban tomadas de la mano.

–Remark escribió sobre este arco–, me dijo Maftuna mientras nos acercábamos. Volteó a verme y me preguntó, –¿Lo sabías?–

Siguió caminando esperando mi respuesta. Tuve que acelerar mi paso para poder alcanzarla.

–Lo había leído antes–, le dije cuándo pude alcanzarla. –El libro trataba sobre un doctor judío  y su amante, si mal no recuerdo.–

Maftuna inclinó su cabeza para poder ver mejor el arco.

–¿Hay algo que no hayas leído?– me preguntó y me miró de arriba a abajo. –¿Hay algo que no sepas? Has leído a Balzac, a Victor Hugo, a Dickens, a Márquez. Y ahora también a Remark. Hablas francés e inglés fluidamente. Eres un buen traductor y además muy guapo.–

De repente se acercó mucho a mí. El aroma intoxicante del su perfume me invadió.  La distancia que había entre nosotros cada vez se reducía más, hasta que estuvimos tan cerca que podía escuchar su respiración. Su respiración era agitada y sus ojos estaban posados sobre los míos. Me besó apasionadamente, y yo me perdí en el beso, había sido totalmente inesperado.

Cuando volví a ser consciente de mí, me separé de ella, lo que hirió su orgullo.

–¡Cobarde!– me dijo riéndose con amargura.

No importó qué tanto intenté controlarme, estaba muy enojado con ella por lo que dijo.

–¿Sería entonces un hombre valiente si coqueteará con una mujer casada?– le dije elevando mi voz.

–Todos los hombres son iguales–, continúo diciéndome, caminando cada vez más lejos de mí.

De repente se quedó parada donde estaba.

–No sólo mi padre, que me dio a un hombre deshonesto cuando tenía dieciséis. Ni es persona, que no puede ni recordar cuando me traicionó, ni con quién, ni en dónde, pero que vive muy orgulloso de quién es.

Volteé a ver hacia el arco para no verla a ella y me quedé así unos minutos. Maftuna se reía, no se parecía nada a la mujer modesta que encontré hace cuatro días en el Louvre, ni la que llegó antier a la embajada para alargar su estadía, tomada del brazo de su esposo. De repente caminó hacía el coche. Aunque no quería, la seguí hasta el coche.

–Abre la puerta, Maftuna.– Le dije cuando llegué. Me ignoró y aceleró el coche. Enojado caminé hacia los taxis vacíos junto a la acera.

–Por favor, siga al Citroen rojo.– Le dije al conductor que estaba parado más cerca.

El conductor aceptó y la siguió a una velocidad moderada. Cuando intentó alcanzar a Maftuna, ella deliberadamente aceleró el coche, aún cuando ya iba rápido antes.

–¡Qué carajo! ¿Está atentando contra su vida?– me preguntó el conductor sorprendido. –¡¿Cómo es posible que pueda manejar tan rápido en la ciudad?!–

En la vuelta hacía el río Siena, un camión apareció como caído del cielo en el carril opuesto, Maftuna apenas pudo dar la vuelta a la izquierda. La maniobra hizo que su coche se quedará atorado en la acera. El coche al otro lado de la acera pitó y siguió su camino. Salí del taxi y  corrí hacía ella con el corazón desbocado. Maftuna estaba sentada, sin mover un sólo músculo, con la cabeza en el volante, sorprendentemente no tenía ninguna herida.

–¡Abre la puerta– le grité y golpee el cristal –¡Te digo que la abras!–

Ella abrió la puerta, la cargué y la saqué del coche. La dejé sobre una de las bancas junto al Siena.

–¡¿No te importa tu vida?!– le grité con todas mis fuerzas. Maftuna me miró ausente.

–No es de tu incumbencia si me importa o no.–

Ella estaba temblando en su asiento. Aparentemente, el accidente no la había lastimado pero  sí le había afectado psicológicamente, estaba completamente aterrorizada. Yo también estaba asustado y la adrenalina corría por mis venas. Sentía mi corazón palpitar con todas su fuerzas, mientras estaba parado frente a ella.

–Estoy cansada de todo.– Me dijo Maftuna, mirando el ir y venir del río.

Septiembre estaba a punto de terminar, la tarde estaba fría. Los últimos tres o cuatro días aquí en París habían sido algo fríos y algunos días, llovía un poco. Aún hoy el día estaba un poco frío, el cielo estaba nublado y la luna estaba escondida, un día típico, otoñal.

–No apagaste las luces de tu coche– le dije mientras me sentaba junto a ella. Maftuna miró el coche con disgusto.

–Un Citron rojo, demasiado rojo– dijo, repitiéndolo varias veces.

Seguía temblando, aunque ahora lo hacía por el frío. Me quité el saco y lo puse sobre sus hombros. Me agradeció con un susurro y no dijo nada más. Yo tampoco abrí la boca.

–Mi padre quería que me casará a los dieciséis– dijo Maftuna, rompió el silencio pero seguía mirando el río. –No tomó en consideración mi juventud, ni siquiera prestó atención a mis lágrimas. Lo recuerdo mucho, apenas los había cumplido. Era tan bonita en esa época. Como todas las niñas, estaba obsesionada con mis fantasías, y un día todo eso acabó, me casé. Sabía que algún día tendría que casarme, pero nunca creí que ese momento llegará tan pronto. Me casé sin siquiera saber lo que era ser independiente. Cuando era niña, soñaba con un hombre como el Señor Darcy de ‘Orgullo y Prejuicio’. Deseaba que mi futuro esposo fuera tan noble, tan leal, tan valiente como él, pero ese sueño no se volvió realidad. Fue en ese momento en que me encontré con un hombre y me entristeció saber que era  muy diferente del hombre de mis sueños, no se parecía nada al Sr. Darcy. Aún así, no dije nada, ni me opuse a mi padre. También mi mamá aprobaba la unión, y que se realizará de esa manera. Así que me casé. Si te digo la verdad, nunca me gustó mi esposo. No sentía nada por él, aún hoy no siento nada por él. Estaba desilusionada, yo tampoco le gustaba a él, sabía que algún día me traicionaría. Pasaron los días, las semanas y los meses, ni siquiera me di cuenta cómo pasó el tiempo, me sentía como en otro planeta. Como resultado, mi   vida y mi motivación se redujo día con día. Viví así ocho años de mi vida, mis sueños se evaporaron en el aire, y ya no tenía ninguna intención de convertirme en abogada. Dejé de leer los libros de mi tarea y mi pasión por el lenguaje desapareció. Mi vida dejó de tener significado para mí. Al octavo año de mi matrimonio descubrí que estaba embarazada. Créeme, fue como si la vida hubiera regresado a mí. Estaba tan feliz, fue con si Dios me hubiera regresado la felicidad que había perdido cuando me casé. Mis sueños cambiaron, y quería ser madre. Este pensamiento me inundó de felicidad. Un día fui al hospital, y ahí vi a mi hijo en la pantalla del ultrasonido. El doctor vio la imagen y se río, parecía que el bebé se estaba bañando con sus manitas. Después de ese día comencé a hablarle al bebé que crecía en mi vientre. Le contaba historias y le compraba ropa para el día en que naciera. Toda mi motivación para vivir había regresado. Un día, al quinto mes de mi embarazo, regresó mi esposo, fue un viernes por la noche. Olía al perfume de una mujer y estaba borracho. Me insultó severamente como si algo le hubiera hecho. Me golpeó con los ojos muy abiertos y gritando como un animal salvaje. Sentí un intenso dolor a lo largo de mi cuerpo, algo se había roto dentro de mí y mi corazón parecía gritar con todas sus fuerzas. Perdí a mi bebé al día siguiente en el hospital.–

Maftuna rompió a llorar en ese momento. Sus hombros temblaban violentamente y un eco de profundo dolor resonó en su llanto.

–Pasé muchísimo tiempo en el hospital, mientras recuperaba la consciencia. Estaba devastada y profundamente deprimida. No quería ver a nadie, sólo quería  dormir.  Ni  siquiera quería ver a mis padres, me asqueaba la sola presencia de mis esposo. No podía ni siquiera imaginarme volver a vivir en la misma casa con quien ya no era feliz y a quien comenzaba a odiar. Pero regresé a él, mi padre me dejó con él asegurándome que tendría otro bebé algún día. ¿Qué chistoso, no? ¿Por qué es así la vida y las personas? No puedo encontrar respuestas a esto. El comportamiento de mi esposo es aún más ridículo. El hombre que golpeó a su esposa hasta que perdiera a su hijo la trajo a París para que se divirtiera un poco.–

Ahora me veía directamente, y yo luchaba para no voltearla a ver.

–El primer día que llegamos aquí, no deje el hotel, ni siquiera me asomé afuera. Ni siquiera me gustaba la ciudad, que es el sueño de millones de personas, la herida en mi corazón era demasiado profunda. Me sentaba sobre la cama y miraba la torre Eiffel todo el día. Mi esposo se iba todas las mañanas y regresaba todas las noches. Yo sólo miraba la ciudad a través de la ventana del cuarto. El cuarto día, finalmente, le pregunté a mi esposo por la casa-museo de Victor Hugo. Él accedió a llevarme, me dejó ahí sola y prometió regresar por mí después. Estaba sola frente a la casa del mi escritor favorito. Cuando pude entrar, parecía haber una reunión en la entrada. Era más una ceremonia de presentación que una reunión. No pasó mucho tiempo antes de que uno de los empleados del museo se acercará y verificará mi teoría. ¿Recuerdas ese día? Había una presentación sobre el trabajo y la escritura de Víctor Hugo, que tu tradujiste al uzbeco, le contabas a las personas sobre el escritor y su papel en la cosmovisión uzbeca. Me senté a una orilla y te miré, por un momento olvidé el dolor que atormentaba mi alma, sus heridas abiertas y escuché tu discurso, me sentí como si otra vez tuviera dieciséis. Después te conocí, me dijiste que trabajas en la embajada. Hablamos sobre Víctor Hugo y la literatura francesa. Yo había leído casi todas las obras de Víctor Hugo, y cuando escuchaste esto tu cara se iluminó. Él también era tu escritor favorito. Cuando regresé del museo me sentí mucho mejor. Como si una tormenta dentro de mi alma por una vez se hubiera detenido, por primera vez en mucho tiempo, y sentí la suave brisa de la tranquilidad. Mi humor mejoró, abrí  la ventana y miré alrededor. Me encontré con la idea de que la vida en realidad era hermosa, y no sólo se veía en blanco y negro. Lo más interesante fue que comí con apetito esa tardes y dormí tranquilamente toda la noche sin despertarme ansiosa.

–Me dijiste que todos los fines de semana vas al Louvre, y faltaban dos días más para que llegara. Perdí el tiempo hasta el domingo, y ese día me desperté temprano y fui al Louvre, quería encontrarte. En cuanto llegue, quede atónita, era un lugar enorme lleno de personas. Recuerdo que hablaste sobre la Mona Lisa. Pregunté dónde estaba y llegué hasta ella, ahí te vi. Me alegré cuando te encontré, me acerqué para llamar tu atención. Estabas parado, ocupado, escribías algo en tu cuaderno. Te miré un momento, en silencio, aunque te diste cuenta al instante y me sonreíste. Tuvimos una maravillosa conversación sobre la Mona Lisa y recorrimos juntos el museo.

–Cuando regresé al hotel, mi esposo estaba bebiendo champaña, y me dijo que sólo faltaban dos días hasta que nuestra visa expirará. Le rogué que la extendiéramos un poco más. Me miró sorprendido, pero logré convencerlo. De verdad quería quedarme un poco más en París. Ni siquiera sé porqué, sólo quería quedarme más tiempo, no quería irme a otro lado, ahí me  sentía como si mi corazón hubiera despertado.

–Dos días después mi esposo y yo visitamos la embajada. Te encontré una vez más, y tú nos ayudaste a extender nuestra visa. Mi esposo y yo te invitamos a cenar, estuve aún más feliz cuando aceptaste. Desperté esta mañana soñando con esta cena. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que me había visto en un espejo, y me senté frente a él un momento. Me pondría el vestido que compré por si algún día tuviera algún evento. Esta vez   me costó trabajo encontrar qué ponerme, tampoco sabía que collar usar. Este collar había estado abandonado en una maleta por años. Conforme el tiempo pasó y la cita se acercaba,  no podía controlar mi emoción, o los nervios de llegar tarde. En la tarde, mi esposo salió como si tuviera trabajo. Me pidió que te pidiera que lo perdonaras. Así que vine sola en el coche que él rentó. Me sentí mucho más relajada en el restaurante, lo sé, porque tenía el privilegio de hablar con la persona con la que más quería hablar. Eso me distrajo un momento, y como resultado te pregunté puras tonterías durante la cena. Olvidé como controlarme y tú, obviamente, pensaste que era una cabeza- hueca. También yo me odié a mi misma. Ese sentimiento tomó el control de mi cuerpo e hizo que se me nublarán los ojos, y que el velo de  la vergüenza empañara mi cara. Por ello es que entré al coche para librarme de ese sentimiento que echaba mi alma a perder, pero fue entonces cuando me dolió más aún. Limpie mis ojos de la agonía y aceleré aún más. Llegué a la absurda conclusión de que este sentimiento, que empeoraba cada vez más, me abandonaría si muriera. El odio por uno mismo puede causar que una persona actué así, y eso fue lo que me ocurrió a mí hasta que me encontré con el camión. Estaba demasiado asustada cuando apareció el coche, no quería morir. No era ni lo suficientemente fuerte o débil para hacerlo.–

Maftuna se levanto y se acercó al río. Observó la oscuridad de la noche y escuchó el sonido del Siena por unos minutos. Después, regresó sin prisa, ya no lloraba más, se había calmado y se veía mejor.

– Cuando el otoño llega a nuestra vida, es difícil que la primavera regresé–, me dijo mientras miraba el río a la distancia, suspiró y comenzó a recitar un poema de memoria:

“Esperé por alguien, creía en algo,
Miré hacia el cielo como un álamo,
Ni siquiera puede caer como las hojas,
Como si aún te necesitará a ti.
La lengua rara vez tiembla como una hoja,
El otoño triunfante esparce otra vez su humo,
Yo pintaría el mundo con un hermoso color,
Lo siento, el otoño ha llegado antes, perdón….”

Después de recitar el poema, tomó mi saco, lo doblo con cuidado y lo puso junto a mí. La miré en silencio.

–Mañana me iré de París– me dijo mientras miraba a su alrededor y al instante se decepcionó cuando nuestros ojos se encontraron. –En realidad, como tú, no estoy interesada en absoluta en la ciudad. La razón por la que me quedé no tiene nada que ver con la belleza de la ciudad.–

Me levanté y dudé un momento si debía decirle algo. Francamente, no sabía si aclarar las  cosas con ella o si debía consolarla. Cuando me acerqué a ella, Maftuna se alejó de mí e hizo un gesto con las manos para alejarme. Me quedé donde estaba, nada sonó dentro de mí, nada que pudiera consolarla o tranquilizarla. Mis ojos estaban empañados y mi mente estaba repleta de pensamientos confusos como si una bruma hubiera caído sobre mí. Después de un rato ella comenzó a prepararse para irse, no me dijo adiós y caminó hasta su coche, con las luces todavía prendidas. Sin voltear, se levantó una vez más y caminó, dignamente hacia el coche.

–Citroen Rojos, demasiado rojo– me dijo mientras caminaba hacia el coche. –Un regalo de mi amable esposo…–


Sherzod Artikov nació en 1985 años en la ciudad de Marghilan de Uzbekistán. Se graduó de Instituto Politécnico de Ferghana en 2005 año. Sus obras se publican con mayor frecuencia en prensas interiores republicanas. Principalmente escribe cuentos y ensayos. Su primer libro “The Autumn’s symphony ”se publicó en el año 2020. Es uno de los ganadores del concurso literario nacional “Mi región de la perla” en la dirección de la prosa. Fue publicado en Rusia y Ucrania. revistas de la red como “Camerton”, “Topos”, “Autograph”. Además, sus relatos fueron publicados en las revistas literarias y sitios web de Kazahstán, EE. UU., Serbia, Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistán, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania, India, Polonia, Guatemala, Israel, Bélgica Indonesia, Irak, Jordania, Siria, Líbano, Albania, Colombia y Nicaragua.

Dos cuentos de Alejandro Villa Biott

por Alejandro Villa Biott


PRINCESA EN ARAUCO

Para ella cada martes es la misma mierda. Llamar un taxi, llegar a la pensión donde Rubén arrienda pieza, saludarlo con un beso; luego, un poco de vodka, un tanto de marihuana; después, desvestirse para una sesión de sexo oral. Sí. Las exigencias de su torturador han cambiado con el tiempo, al igual que la frecuencia de las citas. Al principio eran todos los días, en los que Rubén se aburría cambiándola de posición; luego día por medio, en los cuales todo se fue haciendo más convencional, más lento, más rutinario. Han pasado ya seis meses y todo se ha reducido a una vez por semana, una sola cita cada martes.

Ahora, cada encuentro parece un ritual. Una vez que están suficientemente borrachos y drogados, se desnudan; cuando sus cuerpos están dispuestos él la pone de rodillas y la toma fuertemente del cabello teñido. Rubén se tiende sobre la cama siempre deshecha. Cierra los ojos. 

Cristina conoce de memoria cada uno de los movimientos y reacciones de Rubén. Sabe reconocer a la perfección cuando está suficientemente excitado, satisfecho o harto de verla. Lo conoce tan bien, que incluso ya percibe el incipiente desagrado de éste al verla llegar cada martes.

Él fácilmente podría desenmascararla, pararse en el Hall de la Facultad de Derecho y gritarle a todo el mundo que un día, sin querer, se encontró a su distinguida compañera en un cabaret, que de noche se hace llamar “Princesa” y que si alguien desea tener una hora de sexo con ella sólo debe ir a la calle Arauco N° 827, llamar por el citófono y preguntar si hay “señoritas” disponibles. Fácil, demasiado fácil. Sólo tendría que gritar a los cuatro vientos que Cristina es nada más y nada menos que una puta, una puta gratis para él y muy cara para los demás, pero una puta al fin.

Romper con este pacto silente significaría no tener que volver a verla, terminar así, de una vez por todas, con sus ínfulas de supuesta dama. Pero no, ello sería igual a no poseerla más.

A ella no molesta tener sexo con Rubén, lo que no soporta es tener que hacerlo gratis. Jamás ha tenido problemas en venderse por dinero, se siente incluso hasta un poco poderosa al respecto. Aprendió a transformar las culpas en cosméticos importados, los remordimientos en prendas de boutique. Está convencida que prostituirse es su única opción y ha prometido, frente a la fotografía de sus padres muertos, dejar aquello una vez que egrese.

Juntos, están encerrados en el secreto de Cristina. Por un lado, él no cuenta que ella por las noches se hace llamar Princesa y que es una más de las “señoritas” del cabaret de Arauco N° 827, por el otro, ella acude cada martes donde Rubén y lo satisface gratuitamente hasta que él eyacula en su boca. Ambos son victimas y victimarios de este silencio. Princesa, puede ser tranquilamente Cristina durante el día; Rubén puede, una vez por semana, su cuerpo desahogar.   

Cristina mete la mano en su cartera de cuero, toma el celular, pide un taxi. Ya no importan los cuestionamientos, ni la autocompasión. No. Hoy es martes por la tarde, ella está obligada a entregarse. Rubén está obligado a esperarla.    


LA RECOMPENSA

PRIMER ACTO

De no haber encontrado ese gato siamés, dos años atrás, el trabajo de Mario no sería distinto al de los otros cartoneros. Nunca ha podido olvidar la sensación que le provocó ver cómo deambulaba solo aquel pequeño animal, cómo contoneaba su cuerpo por la esquina de Avenida Copayapu con Francisco de Aguirre. Cuando aquello sucedió no lo pensó dos veces, simplemente, decidió tomarlo y regalárselo a su hija, lo encerró dentro de la caja que siempre lleva en su  carreta y partió a su humilde casa en el Campamento Tornini.

Todo cambió días después, cuando recorriendo una de las calles que pertenecen a su ruta, de sopetón, encontró un aviso, se acercó y, sorprendido, comprobó que el gato de la fotografía era el mismo que había regalado a su hija, días antes. Luego de recuperarse, leyó: “Hola mi nombre es Dante, soy un gatito siamés de 1 año y me perdí… Si me encuentras por favor devuélveme a… Si me ayudas mis papitos te darán una recompensa”.

Después de leer el aviso, el cartonero pensó en la felicidad de su pequeña hija Scarlett, en el amor que ésta había desarrollado por el gato, pero, luego de reflexionar unos segundos, concluyó que el dinero era más importante.

SEGUNDO ACTO

El episodio del gato siamés sucedió hace ya dos años y, desde ese momento, las cosas están claras para Mario y Julia, su mujer. Mientras él recoge cartones, aprovecha de encerrar en la caja del triciclo a cuanta mascota bien cuidada se encuentra; Julia, por su parte, averigua si algún distinguido o distinguida de la  ciudad de Copiapó ofrece dinero a cambio de devolverlas; de ser así, se disfraza de señora decente, arregla a la pequeña Scarlett y pone la mascota en sus brazos, para luego tomar locomoción e ir a la casa del doliente dueño o dueña que clama por su animal perdido.

TERCER ACTO

Daniela Trabucco sufre desconsoladamente desde hace días, Damián, su Cocker Spaniel de dos años, se encuentra desaparecido y, a pesar de pegar carteles por toda la ciudad ofreciendo $100.000 de recompensa, todo ha sido infructuoso. Daniela y su marido, Piero Carnevali, podrían criar un montón de hijos con la suma de sus sueldos, pero, a pesar de la firme insistencia de Piero, ella nunca ha conseguido quedar embarazada. Esta situación provoca en Piero un inmenso vacío, vacío que llena imitando las conductas frívolas que su mujer mantiene con el perro, ahora, extraviado, además de poseer amantes varias.

FINAL

Julia toca el timbre en casa de Daniela, está correctamente vestida al igual que su hija, la niña sostiene al perro en los brazos. Piero abre la puerta, las recibe amablemente.

La mujer del cartonero observa la casa con atención, le parece tan amplia, tan elegante, tan distinta de su casa en el Campamento. Su éxtasis se interrumpe cuando aparece en escena Daniela, se acerca a Julia y la saluda con un beso frío.

El saludo es meramente protocolar, Daniela sólo quiere tomar al perro, abrazarlo, lo aprieta y acurruca como si fuera su hijo.

Por un momento, Julia siente envidia del estilo de vida que lleva la dueña del cachorro, pero, al verla tan absurda, tan ridícula, abrazando al animal como si fuera un niño, se da cuenta que ella probablemente nunca podrá tener un aire tan fino, ni una casa tan grande, pero también se da cuenta que ella nunca será tan imbécil como para ser engañada de esa forma, y menos, por la mujer de un simple cartonero.

Mientras Daniela se regocija abrazando al animal, Piero escapa, producto de la vergüenza ajena que le causa la actitud de su mujer, se retira excusándose con que va a buscar el dinero. Cuando Daniela Trabucco se da cuenta que su marido la ha dejado sola y que la mujer y la niña la miran extrañamente, decide romper la melaza preguntando cómo encontraron al pequeño Damián.

̶ Lo encontró mi hija un día que estaba jugando en la calle -responde Julia con tono seguro.

Piero entra a la sala antes que su mujer formule otra pregunta, entrega el dinero a Julia y pone cara de que ya es suficiente, que deben retirarse.

Julia guarda la recompensa, sale de la casa junto a su hija, cuando pasan por fuera del ventanal central, mira todo por última vez, mete la mano en su bolsillo derecho, donde acaba de guardar el dinero y, mientras contempla a la pequeña, se da cuenta que cada cosa está en su lugar, que todo está bien.


ALEJANDRO VILLA BIOTT (Valdivia, Chile / 1979).  NARRADOR y PODCASTER. Ha publicado cuentos en diversas revistas y antologías chilenas. Integrante de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DE COPIAPÓ desde 2012, Agrupación que congrega a los literatos más destacados del norte de Chile. Premiado en dos ocasiones por el Ministerio de Cultura chileno, por las novelas (inéditas) “LA PROFESIÓN DE GRACIELA” y “ALMUERZO EN OKASAMA”. Actualmente, reside en la ciudad de Copiapó, donde desarrolla sus trabajos en formato de AUDIO con el PODCAST LENGUARAZ(en SPOTIFY) y prepara su primer libro autobiográfico, titulado “YO, BLANCHE DUBOIS”, financiado por la Municipalidad de Copiapó y editado por HAIN EDICIONES.

Con olor a lirios

Traducción al español por Daniela Sánchez


La brisa de la mañana llenó el cuarto con su dulce aroma. La muchacha levantó la cabeza de la
almohada e inhaló profundamente la fragancia. ¿Qué es ese aroma? Nasiba cerró los ojos y en
su cara apareció una sonrisa. ¡Es el aroma de las lirios! Sí. ¡Sí! Éste es un corazón encantado,
una hermosa flor había acariciado su mirada- el lirio. El aroma de estas flores, que crecen en el
jardín de un viejo vecino, viaja desde la casa vecina hasta su cuarto.
Cada vez, Nasiba quería correr hacía el jardín lleno de flores, recoger un gran ramo de
lirios, y respirar ese irrepetible aroma. Pero…. Pero, ahora no puede hacer eso, porque esta
muchacha ha sido recluida a estar en cama por ocho meses. Nasiba, armándose de fuerza,
logró sentarse sobre la cama. Trató de mover, en vano, sus piernas. Tratando de alcanzar la
ventana, comenzó a buscar ese aroma tan familiar, su aroma favorito. Aparentemente, el viento
se llevó el aroma de lirios. ¡Oh, si alguien trajera un ramo de lirios, sería maravilloso!
La muchacha podría aspirar suficiente de su aroma favorito. Sí, muchas veces eso pasa,
antes de que termines de pensar en algo, comienza a materializarse. Ese día no habían clases y
sus compañeros de clase vinieron a visitarla. La primavera tenía un efecto en ellos, todos
estaban felices, emocionados, todos vestidos con brillantes colores que los hacían verse aún
más vivos a los ojos de Nasiba. Durante estos ocho meses, sus compañeros la habían visitado
varias veces, siempre preguntando acerca de su salud.
Pero esta visita la había alegrado aún mas, porque uno de sus amigos, Ravshan,
sostenía en sus manos una gran ramo de lirios, que como una joven novia, inclinaban su
cabeza floral. Su aroma favorito llenaba, una vez más, el cuarto. El joven, que le entregó el
ramo, le deseó una rápida recuperación y regresó al grupo de alumnos. Emocionados,
llenaban el cuarto con su ruidosa conversación, un sonido parecido al gorjeo de las aves que
pudo distraer a Nasiba. Era feliz, y sonría dulcemente. Mientras tanto, su madre puso la mesa y
les ofreció té y galletas.
La pobre madre, viendo a su hija emocionada y feliz, estaba más que contenta. Sus
compañeros, después de decir adiós, se fueron del cuarto, Ravshan fue el último en irse.

– Nuestras clases terminan en dos meses. ¿Te veré en nuestra graduación? Prométeme que
para ese momento ya estarás de pie. Así podremos ir a la universidad juntos. Siempre
habíamos soñado con ese momento.
– Dios quiera…– la muchacha sonrió con tristeza. Nasiba ya no era una niña, podía ver la
desesperanza en los ojos de su padre, las lágrimas de su madre, no importa qué tanto trataban
de esconderlas. Pudo ver a los doctores negando desalentados mientras la examinaban.– No,
Ravshan, no me esperes… Ve tú a la universidad… Verás….– Nasiba se derrumbó y comenzó a
llorar.
Ravshan no sabía cómo consolarla, se encontraba sin palabras. Pero, se reanimó y encontró
palabras para consolarla.
–¡No digas eso! ¡No te convertirás en una coja! ¡Ya verás que todo estará bien, una vez más!
Algún día, podrás correr otra vez… ¡No me convencerás de lo contrario! ¡Lo haremos juntos!
Nasiba volteó a ver los lirios inclinados sobre el florero. Sobre la mesa descansaban algunos
pétalos, azules, rosas, que se habían caído del ramo. Alguna vez habían florecido y habían
esparcido su fragancia por todo el vecindario, pero ahora se desvanecían al instante. Como si
estuvieran avergonzadas por su fragilidad, las ramas de los lirios se doblan, todo el tiempo,
hacía abajo. Ellas no crecen en un invernadero, como las rosas o los claveles, que están
destinadas a estar expuestas, todo el año, detrás de un cristal.
– ¿Qué estás pensando?- la pregunta de Ravshan abandonó su cuerpo de mala gana.
–En nada…Ravshan, no puedo seguir contigo. Busca otra amiga…
Estas palabras, realmente, enojaron al muchacho:
–¡ Si dices esas tonterías, ya no vendré a visitarte!
La muchacha se acostó, volteando su espalda hacia él. Ravshan, a regañadientes, dejó el
cuarto en silencio. Nasiba no recuerda por cuanto tiempo estuvo acostada así. Recogiendo la
suficiente fuerza, se levantó de la cama. Abrió la cortina y volteó hacía el jardín. Interesante, la
primavera había llegado hace mucho, pero ella apenas veía el mundo que la rodeaba. Un gran
durazno había perdido todas sus flores y sus hojas comenzaban a pintarse verde. La albahaca
crecía en los jardines. Con la llegada de la primavera, todo a su alrededor revivía, aún las
hormigas que trepaban el alféizar, tratando de cargar algo.

¿Cuándo podrá renacer Nasiba? ¿Cuándo, por fin, despertará de esa hibernación?
– Tengo que pararme. Se dijo firmemente a sí misma.– ¿Por cuánto tiempo más estaré tirada
de este modo? He atormentado completamente a mis padres. Si yo no quiero luchar por mi
propia vida, ¿qué pueden hacer los doctores? ¡No esperen milagros! ¡Tienes que encontrar un
milagro dentro de ti! ¿O, es que otros lucharán por ti? Todos esperan tu recuperación. Tú,
como una flor en la primavera, encantarás otras almas, acariciaras la mirada de otros. Pero tu
vida no será tan corta como la de un lirio. ¡Tú vivirás feliz por siempre! La primavera ha llegado
a la vida de Nasiba. Las flores abrieron sus capullos, las aves gorjean. Tomando una rama de
lirio, la atoró entre su delgado pelo.
La muchacha se entretuvo con los sueños del futuro…


Nodirabegim Ibrokhimova nació en la región de Fergana en Uzbekistán, el 18 de julio de 1989. Estudió periodismo internacional en la Universidad de Lenguas Extranjeras en Uzbekistán del 2007 al 2011. Ha publicado libros como: «Yoningdagi baht» (Happiness next to you, La felicidad junto a ti.), «Jodugar» (The witch. La bruja.), “Zulm va muhabbat” (Torment and Love, Amor y Tormento.). Ha publicado algunos cuentos en Rusia, Ucrania, India, Estados Unidos y Pakistán.

Siguiendo un sueño

por Sherzod Artikov

De pronto desperté. Una voz estaba gritando mi nombre desde la calle. Era una manera particular de empezar la mañana.

 -¿Tío Nurmat?- le dije sorprendido mientras abría la puerta. Él era mi vecino. Me preguntaba que hacía ahí tan temprano y además tan desabrigado.

-¡Claro que soy yo!-respondió-Te he estado llamando desde hace rato. Me estoy congelando, déjame entrar-

Tío Nurmat era un hombre viejo, debería tener unos setenta años. Era alto y delgado, además de ser tan calvo que no quedaba ningún rastro de cabello en su cabeza. Vivía y tenía el aspecto de un mendigo.

Su mujer había muerto hace muchos años, dejándolo solo con sus hijas. Ahora, a excepción de ellas dos que lo visitaban de vez en cuando, no tenía más parientes que velaran por él.

Durante su juventud y adultez fue actor, pero por alguna razón, nunca pudo interpretar un rol protagónico. Durante sus cuarenta años en los escenarios solo le habían dado papeles menores, pero su obsesión siempre fue interpretar algún protagónico de Shakespeare como el viejo Rey Lear. El único papel de importancia que alguna vez le dieron fue el de Babchinsky en la obra El Inspector.

A pesar de haber vivido todo eso, se le veía enérgico y saludable aún. Tampoco sufría de los achaques de la gente de su edad y en cuanto a actitud, se veía como alguien que no esperaba nada de la vida ni que tampoco se quejara de su destino.

-Ensayé bastante el día de ayer vecino-me dijo mientras entraba buscando la estufa para calentarse un poco-¡No va funcionar, no va a resultar! Me decía mientras pensaba ¿cómo voy a ensayar en la noche? Tengo que hacerlo en la mañana muy temprano pensando que así sería mejor. La otra noche intenté repetir el monologo de la última escena del Rey Lear cuatro veces. Fue en vano. Pero esta mañana la interpretación, de este humilde servidor, salió mucho mejor. Ya verás.

-¿Puedo sentarme en esta silla?-le dije que sí. Mientras lo hacía se frotaba las manos compulsivamente para calentarse.

Cuando al fin se sintió abrigado me habló -Estaba sentado, así como lo hago ahora frente a ti. No erguido más bien encorvado tal como lo hacía el rey Lear. Él era un hombre viejo, exhausto y sus manos siempre temblaban. Por eso no pudo abrazar los cuerpos de sus hijas cuando murieron-mientras me decía todo eso, sus ojos reflejaban el dolor ante tanta desgracia.

Se quedó absorto por unos momentos. Luego fijó la mirada al vacío, mientras sacaba un pedazo de papel arrugado de su bolsillo. Aparentemente, estaba asumiendo el papel del rey Lear y comenzó a recitar el doloroso monologo con tal pasión que al finalizar dejó caer el pedazo de papel.

-Tengo algunas cosas que afinar y trabajaré en ellas. La última escena es la más difícil- luego se levantó, caminó hacia mí y mirando alrededor me susurró tímido-Incluso hasta los mejores actores se les hace muy difícil la última escena, así que tengo hacerlo lo mejor posible ¿Podrías llevarme estos monólogos? Si mañana regreso al teatro no hay manera que los pueda leer en un pedazo de papel-mientras me decía eso se frotó la sien y tomó un profundo respiro.

-Tengo que resolver ese inconveniente así que mejor regreso a casa- recogió el papel que había dejado caer y raudamente salió de la casa no sin antes darme las gracias por verlo ensayar.

Después que me dejó salí a la calle. Me pasé todo el día trabajando en la biblioteca de la ciudad. Revisé varios libros y encontré mucha información para mi investigación sobre literatura latinoamericana. Regresé por la noche a casa y encontré otra vez al tío Nurmat en la puerta. Golpeaba impaciente la puerta y seguía con la misma ropa que tenía en la mañana.

-Ah, ¿No estabas en casa?- me dijo al verme.

-Fui a la biblioteca- le respondí señalando los libros que traía

-Fui al teatro hoy-dijo ignorando los libros-quise hablar con el director para ver la posibilidad de regresar al teatro. Lo esperé mucho tiempo afuera de su oficina, pero nunca salió a recibirme. Mañana lo volveré a intentar. Le diré que decidí volver a trabajar y que haré el papel del rey Lear-

Al día siguiente pasé por su casa. La ventana que daba a la calle estaba abierta de par en par y por ahí asomó el tío Nurmat – ¡mi querido vecino! -gritó mientras movía las manos efusivamente – me encontré con el director. Le hablé de mi propuesta, la cual escuchó atentamente y vio con buenos ojos un posible regreso. Sin embargo, me dijo que por el momento no tenía vacantes en el teatro pero que me tendría en cuenta apenas hubiera algo. Es más, me dijo que me llamaría tan pronto como se abriera una plaza.

Durante los siguientes tres días, no vi al tío Nurmat. Recién al cuarto día me encontré con él y lo vi bastante fastidiado-sin vergüenzas, sin vergüenzas-repetía incesantemente. Me afectó verlo así, por lo que lo invité a casa para que se calmara. Se sentó cerca a la estufa como siempre.

 -Mis hijas estuvieron aquí- había una pizca de rabia en su voz mientras gesticulaba, ambas cosas no eran usuales en él

-Les dije que volvería al teatro y ¿sabes lo que me dijeron? Que estaba muy viejo para eso, que no era trabajo para mí y que nunca me tomarían en cuenta.

¡Pero si este es el momento perfecto para hacer ese papel! Estoy en la edad indicada. El rey Lear tenía la misma edad que yo-repentinamente se paró y comenzó a caminar de un lado al otro de la habitación con las manos a la espalda.

Repentinamente se paró frente a mí y mirándome me dijo-Tú lo viste, ¿no es cierto? Viste que pude interpretar el papel, que estaba metido en él. Escuchaste con tus propios oídos la expresividad de mi monologo. Ellas no han visto ni escuchado todo eso. Lo que ellas me dijeron me ha dolido en el alma.

No le presté mucha atención. Estaba distraído leyendo algunos apuntes sobre Mario Benedetti que usaría para mi trabajo de investigación. Pero no podía concentrarme teniendo al tio Nurmat tan nervioso. El agua, que estaba en el hervidor, sonó indicando que estaba lista. Decidí preparar un poco de té.

-El té eleva la presión-dijo el tio Nurmat. Se notaba que no estaba sediento así que dejo la taza que le ofrecí a un lado.

-Tío, de repente tus hijas te están diciendo la verdad-se lo dije sin ánimos de ofender mientras terminaba mi té. El me miró con cierta decepción y contestó-Ellas no saben nada-

Esta casa la había alquilado para vivir en la ciudad y estar cerca a mi trabajo en el Instituto. Este consumía bastante tiempo últimamente por lo que las visitas a mis padres, en mi pueblo natal, se pospusieron varias veces. Pero ahora estaba de vacaciones y había decidido visitarlos.

-Mañana me voy al pueblo-se lo dije cuando vi que el tío se había calmado un poco-Creo que estaré con mis padres dos o tres días quizás hasta una semana-

El simplemente asintió como dando su aprobación-Está bien. Hasta entonces, dudo que el director de teatro me llame o venga a verme-

Los días de enero se sentían más fríos que en la ciudad por lo que decidí no moverme hasta que mejorara el tiempo. El tiempo lo aproveché para continuar mi investigación sin interrupciones. Los días transcurrían bastantes lentos traduciendo a Benedetti del español al uzbeko.

Cuando finalmente sentí que había terminado el trabajo, decidí regresar a la ciudad. Para entonces ya habían pasado quince días en el pueblo.

Ese día una fuerte nevada se produjo en la zona. La nieve se había acumulado hasta las rodillas y los caminos estaban resbaladizos. Si caminar era peligroso más lo era el conducir. Todos los que lo hacían se movían tan lento que hasta en los taxis el velocímetro apenas si se movía.

Ya en la ciudad, y cerca a mi casa, vi una ambulancia en la puerta de tío Nurmat. El conductor estaba acurrucado al volante mientras esperaba. Un paramédico salía de la casa con sus instrumentos en la mano. Se sentó en las gradas de la puerta, se le notaba cansado.

Me bajé del taxi en el que venía e inmediatamente entré a la casa del tío. Allí estaba la hija mayor, Zarifa, que estaba llenando un tazón de agua. Me saludó y le pregunté por la salud del tío. Él estaba echado en la cama, mirando al cielo como perdido. Tenía una venda blanca en la cabeza.

-Ayer tomó demasiado y se resbaló. Se ha lastimado la cabeza y la espalda-me respondió Zarifa. Mientras la escuchaba me senté en una silla cercana a la cama y dejé mis cosas a un lado.

-El director todavía no me ha llamado-el tío reaccionó de inmediato al verme.

Hubo un momento de silencio después de lo que me dijo. Miré alrededor, la estufa estaba sin usar desde hace un buen tiempo. Había un armario inclinado con una docena de libros y la cama estaba bastante maltratada. Completaba la escena una vieja silla que andaba por ahí. También pude ver un viejo teléfono cerca a la ventana y junto a esta una botella de vino vacía. Había muchas sábanas apiladas y unas jeringas recién usadas. La habitación se sentía fría y abandonada.

Viendo la situación, me dediqué a traer algo de leña que había en el patio para calentar la estufa.

-Vecino, mira el teléfono porque no suena ¿no estará malogrado? – en su voz noté cierto grado de ansiedad.

-No, todo está bien con él-se lo dije revisando el teléfono más por él que por mí. Luego saqué unos fósforos de mi bolsillo y encendí la estufa.

-¡Qué bueno!, si el director llama se escuchará-se le veía aliviado con lo que dije.

Pronto la estufa estaba ya caliente y comenzó a sentirse una sensación de tibieza por la habitación. Zarifa, que había estado fumando se acercó para calentarse.

-Me he memorizado todos los monólogos y diálogos del rey Lear-nos dijo. Zarifa decidió marcharse al patio para no seguir escuchando.

Él quería mover la cabeza mientras hablaba, pero la herida no le dejaba. Solo podía mover los ojos.

-Sin embargo, no han llamadas del teatro. Todos estos días he esperado, pero no hay noticias-

Dijo todo esto en un último esfuerza antes de dormir. El paramédico le había puesto unos sedantes a la inyección para el dolor.

La calma no duró mucho tiempo. Zamira, la hija menor, llegó de un momento a otro y entró intempestivamente a la casa y luego a la habitación. Al ver las sábanas apiladas, las comenzó a ordenar una por una y cuando terminó se sentó en el borde de la cama.

-Debemos ir al hospital inmediatamente-dijo ella mientras veía que su padre se despertaba de un sobre salto. Él la miró sorprendido al igual que Zafira que entraba a la habitación con una taza de te

-No iré al hospital. Estoy esperando una llamada del teatro- las hijas hicieron unos gestos de desaprobación al escucharlo.

-Ellos no te llamarán-Zamira contestó – ¿Y sabes por qué no lo harán? Porque no te necesitan. Hay una docena de actores que pueden interpretar ese bendito papel. Y todos ellos son uno más talentoso que el otro. El director no te dará el papel, se lo dará a cualquiera de ellos. Además, si no te dieron ese papel cuando trabajabas con ellos, ¿crees que lo harían ahora? –

-Mi hermana tiene razón-la voz de Zarifa se escuchó desde la puerta del dormitorio-Toda tu vida has soñado con tener el papel del rey Lear. Gran parte de tu vida y juventud la has desperdiciado en ese sueño. Pero nunca pasó, no estuvo ni estará en tu destino. Ahora estás viejo y ya no estás en edad como para cumplir un sueño.

El tío Nurmat suspiró profundamente- ustedes…ustedes dos…lárguense de aquí- les dijo mientras se agarraba al borde de la cama con todas sus fuerzas. Ellas acataron la orden en silencio.

Después de que se fueron, se volvió a acostar, pero mirando fijamente la puerta. Cuando volvió a hablar no pude distinguir si lo hacía para mí o para él.

-Toda mi vida me la he pasado de cuidando de mis dos hijas, nunca tuve tiempo para mis sueños. Todos mis colegas llegaban temprano al teatro bien vestidos y peinados, mientras que yo iba con ropa vieja y con una barba sin afeitar de semanas. No tenía el tiempo para cuidarme. Todo mi tiempo se iba entre cuidar a mis hijas y la enfermedad de mi esposa. Yo las bañaba, las alimentaba, las llevaba primero al jardín y luego a la escuela, hacia las tareas con ellas y si se enfermaban pues las llevaba al hospital y me quedaba con ellas todo el tiempo necesario. Por eso nunca pude trabajar en el teatro como lo había soñado. Tenía el talento, pero no pude explotarlo mientras cuidaba a mis hijas.

Cuando por fin me dieron algunos papeles para interpretar, por lo general, recibía muchas reprimendas del director de escena. No era solamente porque no interpretaba el papel a la perfección sino porque no podía memorizar bien los textos. Nunca pude trabajar en mí, como los otros. No leía libros y tampoco pude desarrollar mis diálogos. Las veinticuatro horas del día me las pasaba pensando en mis hijas.

Ante los ojos del director de escena yo era un actor inepto, incapaz de interpretar cualquier papel y totalmente irresponsable. Y fue así como me relegaron de a pocos, con cada vez menos papeles por interpretar. En algún momento dejé de actuar por meses o si no me daban papeles muy ocasionales y sin importancia, incluso llegando a darme papeles menores en obras poco populares, en donde apenas si aparecía con dos o tres líneas. Y entonces, de un momento a otro, dejaron de llamarme. 

El tío Nurmat, guardó silencio mirando abatido al teléfono. Tenía los ojos llenos de lágrimas que comenzaron a caer por sus mejillas -mi vida nunca ha seguido un sueño-dijo cerrando los ojos para contener las lágrimas.

La madera en la estufa se había consumido completamente, por lo que el calor en la habitación había disminuido bastante. Fui por otro atado al jardín.

Mientras estaba tratando de prender nuevamente la estufa, la puerta de la casa se abrió repentinamente. Era el mismo paramédico que había visto en la mañana.

-Trataremos de llevar a tu padre al hospital-le dijo a Zamira, que había venido con él, casi como disculpándose-él no quiere ir por su propia voluntad-

-Un hombre se vuelve tan caprichoso cuando envejece-atinó a decir ella mientras se acercaba avergonzada a la cama de su padre.

Dos hombres, también paramédicos, levantaron cuidadosamente al tío Nurmat para luego ponerlo en una camilla. El no puso resistencia, ni siquiera abrió los ojos.

La escena me incomodaba así que me alejé hacia la ventana. Cuando se fueron me quedé un rato solo en la habitación. Trozos de hojas en las que estaban escritos los monólogos del rey Lear estaban esparcidas por el alfeizar de la ventana, entre las botellas de vino, las jeringas y el teléfono.

-Voy a ventilar y ordenar un poco la habitación-viendo a Zarifa parada en el umbral de la puerta, decidí que lo mejor era ir al corredor para que hiciera sus cosas.

Me quedé ahí, apoyado contra la pared pensativo. Repentinamente el teléfono sonó. Después de un rato escuché logré escuchar la voz de Zarifa respondiendo la llamada

-¿Ya hospitalizaron a papá?. Porque estoy aireando la habitación-

Octubre, 2019


Sherzod Artikov nació en 1985 en la ciudad de Marghilan, Uzbekistan. Se graduó del Instituto Politécnico de Ferghana en el año 2005. Sus trabajos son publicados de manera recurrente en la prensa nacional. Su primer libro de narrativa “Sinfonía de Otoño” fue publicado en el 2020.
Fue uno de los ganadores del premio nacional de literatura “Mi Perla Regional” en la categoría de prosa.
Publicó en revistas electrónicas de Rusia y Ucrania como “Camerton”, “Topos” y “Autográfo”. Así mismo,
sus cuentos han sido publicadas en revistas y páginas electrónicas de Kazajastan, USA, Serbia,
Montenegro, Turquía, Bangladesh, Pakistan, Egipto, Eslovenia, Alemania, Grecia, China, Perú, Arabia
Saudita, México, Argentina, España, Italia, Bolivia, Costa Rica, Rumania y la India.

Presentación de «La sinfonía de otoño»

por Cardenal Revista Literaria


A inicios de diciembre, el joven escritor Sherzod Artikov presentó su primer libro de cuentos, “The Autumn´s Symphony”, en Taskent, la capital de Usbekistán.

Artikov nació en 1985 en la ciudad de Marghilan, en Uzbekistán. Se graduó del Instituto Politécnico de Ferghana. Su trabajo se publica en la prensa republicana de su país natal y escribe cuentos y ensayos.

Es para el equipo editorial de Cardenal Revista Literaria un gusto compartir esta gran noticia por el papel que nuestro querido Sherzod tiene en este proyecto literario. Por ello, y con el objeto de celebrarlo a él y a la nueva literatura uzbeka, compartimos con ustedes dos cuentos de su autoría que hemos publicado en la revista y algunos momentos de la presentación del libro.


  1. El libro de Márquez: https://cardenalrevista.com/2020/11/16/el-libro-de-marquez/
  2. El día de primavera: https://cardenalrevista.com/2020/11/26/el-dia-de-primavera/


Sherzod Artikov nació en 1985 en la ciudad de Marghilan, en Uzbekistán. Se graduó del Instituto Politécnico de Ferghana. Su trabajo se publica en la prensa republicana. Escribe cuentos y ensayos. Su primer libro “The Autumn´s Symphony” se publicó en 2020. Fue uno de los ganadores del concurso literario nacional “My Pearl region” en la categoría de prosa. Fue publicado por las revistas digitales, rusa y ucraniana, “Camerton”, “Topos” y “Autograph”. Sus cuentos se han publicado en la revista literaria de Kazajstán “Dactyl”, en el periódico estadounidense “Makonim”, y en los sitios literarios “Petruska Nastabma” (Serbia), “Nekazano” (Montenegro) y “Dilimiz ve edebiyatimiz” (Turquía).