Lo que arde y fluye
Solo amamos en la vida
las presencias que la cruzan
como mensajeras de otro mundo.
Nicolás Gómez Dávila
En la palabra
el río
corre cuesta arriba
restituyendo el tiempo,
la vida,
lo arrasado.
Pero vivir es el río que regresa
y los derrumbes,
la violencia de los días
donde existe dios.
Un perro nos espera
en ese fondo imposible que desconoce la palabra,
luminoso permanece
en el envés de la vida
y acá hiere su distancia
hiere su canto bajo la lluvia
su agotada carne, su lengua mansa.
No puede la poesía reconstruir huesos y dientes
y el perro nos observa desde ese fondo imposible que es la muerte;
su impulso, sin embargo, lo hace cardinal.
Ciertas cosas
habitan la potencia de lo innombrado,
ciertos abismos en la vida
tocados jamás por el lenguaje,
cosas iluminadas solo desde su interior
de ligera luz
retenidas en su estado de latencia.
A veces desde afuera algo las enciende;
la poesía que en la vida es aliento
nos devuelve a la abertura
a una imagen descuajada de los signos que se llaman;
la palabra a la distancia
que las sacas del pasado
y las arranca de su reposada inexistencia.
Pero en esta habitación todo tiene nombre propio;
un perro observa los días ya sin él,
tiene nombre,
pues es propio de la vida nombrar
todo lo que arde y fluye.
Conocemos el pasado de esas cosas solas
que nos miran desde la imposibilidad,
somos lo elegido por su fuerza.
Transcurrimos entre ellas atentos al polvo
que cada semana les borramos,
son la vida
y para ellas nuestro nombre
es una huella dactilar
o la vuelta que les damos para que el sol no las irrite.
Incólumes persisten.
A diferencia de nosotros,
gozan ellas de un piadoso dios
que las salvas de la ruina.
Meditación
Aquí fumando,
mal hábito deseado,
el letargo es contingencia.
Estirar la mano entre el humo y el cenicero,
amputar la ceniza y de la incisión
extirpar el signo.
Los malos hábitos
se aprenden a escondidas,
mirar bajo el vestido de una monja,
en el vino encontrar la salvación
y ante el gesto generoso de los hombres
confirmar la inexistencia de Dios.
Pertenece al artificio,
a la civilización,
el escándalo.
Por acá, solo el humo que fluye,
la pena del fósforo que no atina
al cuajo.
Cuánta carne sobre la tierra.
Cuántos coágulos.
Fuego de los días
De espera en espera consumimos nuestra vida.
Epicuro
Por acá todo es casi fuego a diario,
el perro olfatea en la cocina
las cenizas de la luz;
eso es la desaparición
la ausencia de la lengua sobre el pan,
los ojos que desean lo que se hunde
en el misterio del mundo.
Yo no sé si es bueno nombrar,
yo no sé,
pero a veces
cuando amenaza el fuego lo más elemental,
uno se pregunta si de esa manera debe ser todo.
En la cocina
la tetera canta exasperada
y el olor a hierro quemado es el único vestigio
de un agua seca y reseca,
inexistente
entre el fondo negro de la olla.
Otro día es un cigarro que encuentra entre silbidos
el blanco corazón de la colilla que se ahoga,
allí el fuego es pasado,
certeza limpia.
Así también pasa con el cuerpo
y uno sigue preguntándose
qué lo quemará:
una enfermedad en los pulmones,
un carcinoma,
un balazo, una traición.
Quién sabe qué extraño fuego
acabe esta espera.
Cuerpo adentro
El agua mece la casa.
La oscuridad
tren silencioso,
cruza y tantea los huesos.
Los habitantes observan desde los rincones
acostumbrados ya,
al vértigo que les produce
ser la estación de lo que fluye.
Las paredes son de piedra
también los objetos más elementales:
las sillas
la mesa
las camas
los cuchillos afilados por si vuelven las fieras,
también las lámparas que cuelgan de los techos,
manos abiertas,
se encienden cuando la luz las nombra.
Todo lo demás es de carne.
El agua llena todas las habitaciones,
se abre paso a través del cuerpo
y nadie teme,
han aprendido que cuando roce sus cuellos
flotarán
y chocarán los muslos, las cabezas, los pies inertes
(pequeños pájaros que convulsionan en un pozo)
y siempre habrá carne que se afila
contra el borde de las piedras.
El agua mece la casa hasta el amanecer;
luego vuelven las tareas cotidianas:
despertar a los ahogados
servir en los platos minúsculas algas
limpiar con las escobas la oscuridad de los rincones
desprender de los ojos la humedad
las visiones:
carne sobre carne el aliento humano
carne lamida,
despeñada.
Actos renovados
Se deshila el pellejo
se arranca y asoma
la carne que deslumbra los ojos.
Se sosiegan los nervios
se los hace cantar como a raíces
de un árbol enterrado en el cuerpo.
Los cuchillos se acomodan boca arriba
sus aristas recuerdan las costillas de un mal amor.
Luego se lame el filo
el pasmo
y sobreviene el crujido de la carne rasgada;
lo crudo que se olvida con la primera mutilación.
A los tenedores hay que agarrarlos por los picos.
Tres dientes
tres astillas afiladas que espantan a la presa
y viven famélicos,
plenos de hambre.
En la penumbra las cucharas eran
peces extraños de cola esbelta;
las vimos otras veces
encima de algún plato,
animales satisfechos en plena digestión.
Entonces era mejor no tocarles la panza de metal
pulida, como una bella retocada.
En su cóncavo estómago podía uno contemplarse:
un ojo alargado,
deformado por el metal que escarba el rostro.
Sencillo despojar del pellejo,
salvar la carne que late a la espera.
A veces había luz
porque el cuchillo cambiaba de lugar
y su destello cortaba la sombra.
No sabíamos mucho sobre objetos de cocina
apenas de las ollas y los platos,
de las tazas
donde el agua es oscura.

Camila Charry Noriega (Bogotá). Poeta y editora. Profesional en Estudios literarios y Maestra en Estética e Historia del arte. Ha publicado los libros Detrás de la bruma; El día de hoy; Otros ojos; El sol y la carne; Arde Babel; este último re-editado en Guatemala y México en el 2018 y 2019 respectivamente, y el libro Materia iluminada, poesía escogida, en edición bilingüe, español-francés en el 2019. Es editora del fanzine La trenza que aborda la poesía y el ensayo escritos por mujeres en Colombia. Es profesora de Poesía y latinoamericana y de escritura creativa.
Excelente manera de escribir poesía!
Las imagenes navegan en espacios pequeños y grandes aires por encima de las cosas cotidianas !
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