Clavos que el cuerpo no perdió y otros poemas

Alfredo Pérez Alencart


SALMO DEL BIENAVENTURADO

La vida está llena de traiciones
y el cuerpo se quema bajo el carbón azul del raciocinio.
Pero ¿dónde se cobija la vida y dónde los huesos calcinados?
La única brújula es el amor enhebrado 
al misterio de la amistad, a la comunión del sentimiento, 
a las despiertas pupilas de un linaje que nos consagra
a buscar certezas en la inolvidable cruz del calvario.
Por ignotas regiones alguien leerá el papiro
donde quedó escrito el salmo de la noche más profética.
Por encandiladas memorias crecerá el alfabeto del legado,
dando latidos benignos al rencor de los conjurados
o nutriendo el corazón de quienes elevan oraciones 
abrevadas del milenario funeral que rehace a los hombres.
El mensaje columpia su eternidad sobre el circo
de las fieras, sobre las plañideras en revuelo,
sobre la médula o el barro de la fértil resurrección:
somos finitud picoteando en el cosmos
hasta derramar nuestro alígero peso cerca de Dios;
somos parábolas aparecidas con músicas y lágrimas
en días ungidos para ser tránsito hacia nuevas liturgias.
Pero hay falsas monedas y lenguajes macerados 
con vinos maléficos. Hay cómplices de iniquidades
o ángeles que nos suben al galeón de la alegría:
somos sed de tiempo y copla sideral de la desazón
que a media voz va rumoreando las intenciones
de la guadaña. Somos carne frágil en un abismo ciego
donde los evangelios ofrecen luz y esperanza.
El alma habita la pleamar de las entrañas y es tanta la vida
con fecundaciones sudorosas o traiciones somnolientas.
Pero aquí se demora el amor por el Cristo del alma,
aquí sigue derramándose su sangre germinal
y sus hechos que son llaves abriendo las puertas del reino.
Valga su gravitante ofrenda inalterable
y sírvanos también la suma de sus bienaventuranzas.

OJO DEL SILENCIO

Cada pedazo de mi carne es un calendario rapidísimo
para no caer en la hoguera 
de quienes limpian los cuchillos rituales
mientras esconden rabos y pezuñas. 
Soez resulta el bostezo de estas alimañas
junto el brillo de su impía codicia. 
Debo estar en guardia para huir de costumbres
que propician la caída.
Debo estar vigilando el portal del Invocado,
preparando antorchas para ver 
una parte de su inmenso ojo de silencio
que me encuentra a cada pisada.
Ningún rayo o viento antiguo quema mi carne
que silenciosamente clama al infinito, entre luces y tinieblas.
Esta fuerza se pierde otra vez en el principio,
en la oscuridad de lo que se fue más allá del olvido,
de lo que vuelve sin lentejuelas.
Este espíritu me ojea como un satélite preciso
que nunca se estrella en el vacío
ni en las piedras de sacrificio.
Largas noches de silencio convirtiéndose en ganancia
para explorar lo visible y lo invisible,
traspasado por mi propia mudez y la del Dios
donde naufraga mi carne sin piel,
buscando ser rescatada con atavíos inmortales.
Me iza por el cráneo un tornado seminal
y yo respondo con mi fiebre dispuesta a predicciones,
con el viaje varado de mi duermevela,
abrasado y existiendo 
bajo una música pintada en el ombligo de la sombra.
Algo anota mi carne indefensa, el nombre del aliado
o verbos que hacen florecer esperanzas. 
Alguna miel paladea mi carne mientras el plato va llenándose 
en la balsa del cielo donde el ojo se prepara
para descargar agua en la boca de los sedientos.
Yo soy mi doble y devoto acallo bravuras verdaderas.
Él es mi yo y por eso es todo lo que miro.
Firmamos un pacto para bucear por nuestro silencio
y para no hablar en vano.
¿Quién me dirá por qué siguen trotando las imágenes?

SANSÓN ENCEGUECIDO

Es otra vez lo mismo, la caída 
ante curvatura esplendorosa que acecha por tierras 
del destierro, pálpito sumo de los siglos sobre el hombre
desatado, abierto a falsas caricias engullendo 
sus sentidos, parpadeándole detrás de ámbares de fábula.
Tras la borrasca queda un osario de amargas quejas
allanando el caos donde se enreda la angustia
y el sangriento color de horribles heridas
o manchas de cal que van carcomiéndolo todo.
Luego cansa ser un paria juzgado por su falta de juicio.
Cansa moverse alrededor de la vista apagada.
Cansa oír pisadas extrañas 
que hierven la sangre del primer juramento.
Cansa esperar a que se regeneren los traidores.
Entonces vienen las plegarias: “¡Oh largo murmullo 
del cielo, Dios que tantas cosas habías advertido!
¡Oh luz que abandonas por el revés del llanto,
haz que esta voz rogante se torne corpulenta marejada
y detenga la sonrisa de quienes no guardan paz contigo!”.
Pero encima de las columnas el mundo no es de un solo día
ni Dios gira al tamaño de los gritos, derritiendo 
calabozos del hombre que está en perpetuo desorden
y con sus pupilas dragadas por torvos deseos.
La calidad de prisionero sólo se transfigura si se cuelga 
el ademán vacío de las propias avideces 
y a la intemperie se espera que el milagro suceda.

PROCLAMA DEL HERALDO

Vívase memorando el ardor que envuelve al cielo,
sus arcos de sombra, lejos, 
cerca de la Voz que empieza a pertenecer
arreando al rebaño perdido por campos de lápidas,
por secadales de lucha lenta donde braman 
los vientos cual minotauros que se quedaron a solas.
Sépase que el Tiempo se ha escapado de su celda
y anda quemando o lloviendo días luminosos,
pudriendo frutas en cualquier rincón de la cocina,
hundido en los pastizales del hombre Altísimo,
mordiéndole su cayado en la argamasa celeste.
Ándese con cuidado por la arena larga de esta planicie
de colores violentos y seres de besos muertos
o memoria borrosa cavando pozos profundos
donde quieren enterrar el cuerpo del que Es.
Tómese el agua que no enferma hasta lo terrible,
el agua que la gente dice que llueve dentro,
cual lágrima Pescadora que se pone de este lado
para restar soledades latigueando a los demonios.
Quítese importancia a la emboscada del confuso,
al aliento hostil que alguien amasa anocheciendo,
coqueteando con las moscas de su propio pudridero.
Cántese por la tierra buena, por el nuevo retoño
que le salió a la vida para que responda a la muerte
y, también, por el Huésped que saluda y saluda.
Ultímese los preparativos para estar delante Suyo,
satisfechos por aprender de Todo con el alma yacente
aclarando secretos que serán inagotables
porque rasgan el vértigo de las cosas iluminadas.

CLAVOS QUE EL CUERPO NO PERDIÓ

Ningún mal, ninguna víctima asumo en el cuaderno
donde suelen anotarse los hechos de sordos y ciegos.
Pero se acumulan miserias en el corazón de las fieras,
haciendo difícil que por dentro nidifiquen amor.
Yo me hago rehén para ver a dónde van los ladrones.
Yo dono mis extremidades para que claven sus odios.
Yo siento el frío y el ardor de mi sangre sobre al arca.
Yo alumbro la noche para apreciar el fin del desvarío.
¿Es esta la soledad infinita que precipita las visiones?
Apuesto por la fiesta del alma, por la cruz radiante
y por el ave que se desliza como las plumas del ángel.
El cielo está llameando relámpagos salidos de Dios,
nubes que avanzan reflejando el futuro y lo pasado,
hierros que escriben en el aire la náusea del flagelo.
He aquí un hombre clavado en la frontera del cielo.
He aquí un hombre que forzará nuevos amaneceres
dejando caer de su boca un simple grano de mostaza.
He aquí un hombre sin nada, pletórico de riquezas.
He aquí un hombre que no habita en panteón alguno.
He aquí un hombre que no provoca estampidas
ni entumece la lengua desvergonzada de los ingratos
que invaden su camino cargando becerros de oro.
¿Acaso no conocen el abecedario de la resurrección?
¡No estén de luto por quien descree de la muerte!
Apuesto por poderosas realidades, por parábolas
que permiten callejear más allá de lo imposible.
Apuesto por esta reordenación de la ternura, aunque 
estén forjando clavos para atravesarme el alma.

ÁNGEL DE SOBREVIVENCIA

Alguien de uñas frías pretende arañar mi paz
y esconderla en un ventisquero de contiendas.
Pero yo no vendo mi corazón para otros vuelos
ni látigo alguno me hace decir sí cuando no quiero.
El prodigio está en la condensación de las señales
que logran mostrar al tierno ángel que me escolta,
vestido de león para repeler a los perseguidores.
Oh, ángel que has marcado mi puerta, ¡anúdame 
a tu cáñamo, llévame más allá de las tormentas
y pon a hervir la zarza que sanará mis heridas!
Hubo una trompeta sonando en la firma del pacto
donde se nos preserva de derrotas que niegan la salida.
De cierto yo tengo una partícula del polvo de Adán
y de aquella caravana de errantes milagrosos.
Oh, guardián que ves mi historia en tu trozo de cielo,
¿por qué me atas a la vida si busco una viva muerte
metido en la caja torácica de las siete señales?
Me dejas sobrevivir para enlazar los mandamientos
y hacer realidad el tabernáculo de las apariciones.
Me conviertes en huésped mordedor del tiempo
que comprende su triunfo con grande escalofrío.
Me hablas desde tu esperanza de prolongado viaje
porque no escasean las palabras del condenado.
Oh, ángel aparecido el primer día de los siglos,
¡envuélveme en pañales bajo la mirada de testigos
y acelera la maravilla que sólo es para los fecundados!
¡Acerca tu oído, divina criatura, pues quiero hacerte
una sagrada pregunta antes que desaparezcas!

EL DEFENSOR

No en un meteoro volando lejos de mi vista
ni en ceremonias labradas con el cincel de los bostezos:
desde mi edad antigua tuve quien traspasara la noche 
para donarme otro fragmento de vida 
atestiguando del soplo incesante de la consolación
bajo los párpados,
dentro del cuerpo,
como agrandando los mapas del amor
con su lluvia de humildad y su perfil extranjero
convertido en espirituoso auxilio del restaurado corazón.
Desde el comienzo tuve certeza de quien lavaba mis pies
en una vasija llena de lágrimas, ecos y visiones,
guardián sin relevo de la magna revelación
inventariada por el horizonte impar de mis sentidos.
Cada ser golpeado tiene un bastón para su inocencia,
unas palabras de ámbar 
para estar de espaldas contra el muro 
y no ser saqueado 
ni empujado a caprichos de otros brazos.
Cada cual debe despojarse de disfraces y atavíos
que impiden existir al rojo vivo.
En mi propio recinto tengo al centinela
haciendo resonar trompetas de alarma o celebración, 
protegiéndome del puñal de tantas divisiones.
Y lo proyecto no en la fosforescencia sino en el perdón
que algunos prefieren no oír.
Y lo pongo en pie fuera de piedras frías y estatuas de sal.
Alguien se dignó defenderme de los peligros ardientes.
Alguien me traspasa de lado a lado hasta limpiar 
el revés de mi alma.

Alfredo Pérez Alencart (Puerto Maldonado, Perú, 1962). Poeta peruano-español y profesor de la Universidad de Salamanca desde 1987. Fue secretario de la Cátedra de Poética Fray Luis de León de la Universidad Pontificia de Salamanca (entre 1992 y 1998), y es director, desde 1998, de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, que organiza la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes. Poemarios suyos publicados son:  La voluntad enhechizada (2001); Madre Selva (2002); Ofrendas al tercer hijo de Amparo Bidon (2003); Pájaros bajo la piel del alma (2006); Hombres trabajando (2007); Cristo del Alma (2009); Estación de las tormentas (2009); Savia de las Antípodas (2009); Aquí hago justicia (2010); Cartografía de las revelaciones (2011); Margens de um mundo ou Mosaico Lusitano (2011); Prontuario de Infinito (2012); La piedra en la lengua (2013); Memorial  de Tierraverde (2014); Los éxodos, los exilios (2015), El pie en el estribo (2016); Ante el mar, callé (2017) y Barro del Paraíso (2919). Su poesía ha sido parcialmente traducida a 50 idiomas y ha recibido, por el conjunto de su obra, el Premio Internacional de Poesía Vicente Gerbasi (Venezuela, 2009), el Premio Jorge Guillén de Poesía (España, 2012), el Premio Humberto Peregrino (Brasil, 2015), el premio Andrés Quintanilla Buey (España, 2017) y la Medalla Mihai Eminescu (Rumanía, 2017), entre otros.

Fotografía: Jacqueline Alencar.

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