Crónica: De Sombreros y de Charros, en las tierras de Piura, por Fernando March

Por: Fernando March (Perú)

Aquí, en las soleadas tierras del norte del Perú, el verano es intenso, ardiente y sofocante. La tradición piurana, de antaño, obligaba el uso de sombrero, dada la fuerza y la agresión del sol. Piura es una tierra de arenales inmensos, algarrobos ásperos, una melancolía y una desolación de muerte, además de una chicha blanca que es más alcohol artesanal y acritud, que dulzura.

Para las gentes del centro y sur de la costa, así como de la sierra y la selva, Piura es sólo sinónimo de playas. Y, sí que las tiene, a porfía: costas bañadas por espumosas olas; mares de topacio; horizontes hermosos, a la caída de la tarde. Sin embargo, Piura, no es sólo eso. Una tierra milenaria condenada a la sed. Una vegetación que sobrevive por obra de un milagro de la naturaleza. Y, con todo, el omnipresente sol, el rubio sol, inclemente y desaforado. Perfecto astro tutelar que motiva las pasiones más violentas y las indiferencias, más insufribles, en el alma de su gente.

«El charro» posando con su sombrero piurano y acompañado de un caballo.

Me acuerdo aquella mañana que llegamos a Piura, por el mes de noviembre, del año 1975. Fue Talara, nuestro primer destino. Mi madre, Johan y yo, habíamos aterrizado en un vuelo de Aero Perú, procedente del Cuzco. Abandonábamos, así, un capítulo inolvidable de nuestras vidas. Alejándonos de las montañas tutelares, de los ríos torrentosos, de los nevados imponentes, de la feracidad y frondosidad de la sierra, para integrarnos a una tierra, donde, según mi madre—exponente de sinceridad total—: “daba mucha lástima morirse”. Con mis padres y mi hermano (aún, de meses de nacido) pasamos un año inhóspito y difícil, antes de estar completamente aclimatados (mejor digo: casi completamente) porque, en realidad, en Piura, uno jamás se aclimata del todo. Siempre tenemos una palabra de rencor, en contra del calor, tan infernal. 

Pese a vivir al lado del mar, junto al inmenso Océano Pacífico, Talara, era dueña de un sol arrogante y bronceador, hasta más no poder. El uso del sombrero era un recurso indispensable, una necesidad inevitable que, lastimosamente, ya no era una regla a seguir. En la novela La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, el personaje de Anselmo, y todos los habitantes de la Gallinacera y la Mangachería, solían usar sombrero. El mangache era el habitante de la zona norte de la ciudad de Piura. Lugar muy mentado como “Barrio de Guapos” o individuos que se trompeaban, por casi nada, y de la manera más salvaje y ruin, hasta la muerte. Esto lo aprendí en los años en que asistía al colegio parroquial, del Barrio Particular. Mis compañeros de clases—sobre todo los más beligerantes—solían repetir las trágicas historias que habían aprendido de sus padres, sobre la gente brava de Piura, y como esta era tenida por una ciudad forajida, que jamás tuvo ni un instante de paz, mientras existió rivalidad, a muerte, entre los “gallinaceros” del sur y los “mangaches” del norte.

Fernando March, autor de la presente crónica, posando con un sombrero piurano.

El asunto es que, muchos de ellos, portaban soberbios sombreros de jipi japa. Los Hacendados, de igual modo, sostenían la tradición de llevar ancho sombrero de Catacaos, al estilo de Froilán Alama (1). Integrantes de la familia Seminario, Cuglievan o los Hilbck eran representantes de la más rancia tradición que se apegaba, aún, al uso cotidiano del sombrero de paja. Para mí, que venía de una tierra donde sólo veía usar chullos y monteritas, de Tinta, el sombrero de jipi japa, era una agradable tentación, era un sueño apetecido, en una tierra donde, el calor, era un Rey absoluto, desquiciado y perturbador. Sin embargo, para esa época, el uso del sombrero, en las ciudades, ya había caído en un olvido, inmerecido. Sólo la gente del campo lo usaba, para sus faenas diarias.

Cuando llegamos a tener televisión, el único canal que existía en Talara, por esos años era el Canal 2, de Piura, filial del Canal 4, de Lima. En esos mismos días recuerdo a un personaje entrañable, que, era el único, que solía mostrar su enorme y ondulado sombrero, grácil y elegante: “El Charro” Humberto Requena Oliva.

Aquel, era todo un señor alcalde, de Catacaos y que, por el gobierno de Francisco Morales Bermúdez, era el Rey de la Teletón: “La navidad del niño cataquense”. Una vez, cada año, jodía todo un día de programación regional del Canal 2; pero, a decir verdad, no ha habido, ni habrá jamás un alcalde, en Catacaos, como él.

Todos aquellos que llegaron, después, fueron simples advenedizos que asumieron el cargo, sólo para forrarse en dinero ajeno, sin preocuparse por su pueblo.

El Charro Requena tenía un restaurante, “a la entradita de Catacaos”. Mi padre, como Ingeniero, en Jefe, del Servicio de Agua Potable y Alcantarillado de Talara (por el Ministerio de Vivienda) solía conocer a muchos personajes importantes de la región. El Charro Requena, era uno de ellos. Era su amigo personal.

Sombrero de jipi japa.

Su prestancia, su carisma y su elegancia hicieron, de él, un personaje legendario.

Un fin de semana, el Charro Requena, invitó, a mi padre, a degustar deliciosos potajes de la culinaria piurana, en su famoso restaurante. Salimos de Talara, al amanecer, para hacer el tramo agotador de Talara-Sullana- Piura-Catacaos. Cinco horas de viaje ininterrumpido, dado que mi padre era cuidadoso de la velocidad, al volante, y, mi madre, jamás desperdiciaba la oportunidad de recorrer, por casi media hora, el centro de cada ciudad, a la que llegábamos.

Cuando ingresamos a Catacaos, al medio día, el mismo Charro Requena, en persona, salió a recibirnos, ¡y los potajes, dignos de Rey, que nos ofreció! (bueno, a mi padre). Allí, aprendí a comer el exquisito seco de chavelo, el cabrito con tamales y menestra, el cebiche de Ojo de uva y, por, sobre todo, una bebida de agradable sabor y muy refrescante, que se quedó, en mi paladar, para siempre: el afamado clarito. Este, es un sobrenadante dulce de la chicha. Un trago delicioso que ameniza con cualquier plato. En “El Charro” se degustaba con piuranidad pura. Y el amable anfitrión, portando alegre, aquel sombrero entrañable, que hacía juego con sus enormes bigotes de tártaro y su fragante guayabera blanca.

Era maravilloso ver a un señor, tan ameno y sencillo. Sin duda, él, era lo mejor que podía ofrecernos aquella tierra de Piura: tan árida, como dura. Desde ese momento, tuve predilección por el uso del sombrero cataquense. Claramente, don Humberto Requena Oliva, llevaba consigo una tradición, antaño extendida, en todo el norte del Perú. Y que hoy, es sólo un recuerdo. Como es un recuerdo, que, una vez, existió un hermoso y acogedor restaurante, de deliciosa comida piurana, que estaba “a la entradita de Catacaos”. Y que, en ella, el Charro Requena—en persona— agitaba su sombrero, te daba la bienvenida y te atendía. Como es un recuerdo, que, un domingo, al año, en el único canal que había en Piura, el Charro se robaba todo un santo día, tarde y noche, con su “Navidad para el niño cataquense”. Y que jodía el fin de semana, impidiendo ver programas de variedades o películas de romanos, de vaqueros o de guerra, contra japoneses, sólo con el único propósito de ver dibujada una sonrisa en la cara de un niño, de su pueblo, con un juguete en las manos. Como es un recuerdo, que fue el único alcalde de Catacaos que hizo algo por sus paisanos. Y trató de hacer más, desde un Congreso de pelagatos, que no daba para mucho.

«El Charro»

Desde entonces, uso sombrero. En señal de respeto a la memoria de personaje tan carismático, y todo un caballero de Piura, pero, además (y por hacer honor a la verdad, que siempre acompaña a mi madre) porque el calor de Piura jode y enferma, y necesito, con urgencia, un tapasol que proteja y refresque mi cara.

Ciudad Coloma.

Enero 2022

(1) Bandolero piurano. Inmortalizado por Carlos Espinoza León en una novela homónima.

Froilan Alama, novela de Carlos Espinoza.

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