Alguien visita la habitación

por Luis Ricardo Palma de Jesús

El hombre que odia desea saborear su venganza,
antes de cumplir el acto que la consumará.
NICHOLAS BLAKE

Apresurado por alcanzar el bus, Bruno sale jadeante, con la camisa sudada, rumbo a la avenida de los rosales. Pero a medio camino se acuerda de los planos que había de entregar aquella mañana en la escuela. Así que regresa molesto, y gira, trastabillante, la perilla de la puerta. Había dejado sobre la mesa de la cocina los planos; ya no estaban. Floreros, cuadros y cajones estaban en el suelo, como si alguien los hubiera tirado con la intención de robar algo de valor. Bruno deja su mochila en el sofá y mira desconcertado la sala. La fotografía de su familia en el suelo, la televisión prendida, la puerta del baño abierta. Deja las llaves sobre la mesa y busca, con cuidado, bajo las sillas y atrás de la barra. No hay nadie. Sube lentamente las escaleras, tratando de pausar los pasos y de no provocar una vibración que le altere los huesos. Su respiración es agitada: del pecho le salta una pulsación que parece rasgar la piel.

Da medio giro y se apoya del barandal. Ve que la puerta de su habitación está abierta. No es posible —piensa— porque cuando salí cerré todo con llave, incluso las ventanas —concluye. Se acerca a la puerta, y detrás de él sus pasos parecen aferrarse al suelo. Al entrar ve a alguien sentado sobre el sillón, que mira por la ventana el apresurado paso de la gente. Bruno trata de serenarse y entra inseguro.

—Y tú, ¿quién rayos eres? —pregunta Bruno, antes de tragar una bola de saliva.

No hay respuesta. Bruno permanece quieto, en el vano de la puerta. Siente cómo el viento sacude las cortinas y piensa en bajar a la sala para llamar a la policía; pero el miedo ancla su cuerpo en el piso y permanece como una sombra petrificada.

—¿Tienes miedo? —pregunta el hombre con una risa suave.

—No tengo miedo —responde Bruno, con el pecho inflado de pulsaciones.

—Me alegro, muchacho, porque no deberías de qué preocuparte.

El hombre se incorpora, pero no da la cara.

—Si crees que tengo dinero, estás equivocado —anticipa Bruno, pero ahora en un tono más nervioso.

—No es precisamente tu dinero lo que busco —responde el hombre; comienza a reírse, con una voz lejana.

—¿Qué quieres, entonces? —increpa Bruno, con su rasposa voz de imberbe.

—Primero, me presento. —El hombre, con sus botas de cuero, da un taconazo en el suelo y las vibraciones llegan hasta los pies de Bruno—. Mi nombre es Francisco. Es natural que no sepas quién soy. Tú no me conoces. Pero yo a ti, sí. Sé que olvidaste tus planos y que llevas prisa para llegar a la universidad y que…

—¿Qué es lo que quieres de mí, con un carajo? —prorrumpe Bruno, exasperado por la narración burlesca de Francisco.

—Tranquilo, Bruno. No te desesperes porque esto no va a funcionar —Francisco saca un cigarrillo y lo enciende.

—Me importa un carajo lo que pienses. Llamaré a la policía —Bruno da dos pasos hacia atrás, tratando de no golpearse con la puerta.

—Si haces eso, te arrepentirás. No vengo solo. Abajo hay alguien que está escuchando todo y que en cualquier momento puede hacerte daño. Es mejor que te serenes y cooperes con lo que vine a proponerte —Francisco le da un largo sorbo al cigarrillo, cierra la cortina de la ventana y da otro taconazo en el suelo, arrancándole al piso un eco gordo que rueda por la habitación.

Bruno permanece impávido. Mira a Francisco de pies a cabeza, tratando de recordar si lo ha visto en algún lugar, en alguna cantina o en alguna fiesta. Pero por más esfuerzo que hace no puede reconocer la voz. Siente en las canilleras una larga fila de hormigas que caminan sobre él; se ve lleno de alacranes y tarántulas por todo el cuerpo; siente calambres en los dedos y en la entrepierna. Hay un largo silencio. Sólo el humo del cigarrillo parece decir algo; es como un murmullo enterrado en un ataúd de cemento que está a punto de ser sepultado.

Francisco apaga el cigarrillo. Da media vuelta y mira a Bruno. Le dice que está en su casa porque necesita un favor. Le explica, con una retórica bien construida, y en un tono tranquilizador, que Adriana, su novia, lleva tiempo siéndole infiel. Bruno, incrédulo ante aquella acusación inverosímil, siente cómo el corazón le salta del pecho y, exacerbado ante aquella incólume falsedad, da un paso hacia adelante y permanece con la mirada fija hacia Francisco.

—No tengas duda de mis palabras, Bruno. Adriana te es infiel con un maestro de Biología que trabaja en la misma universidad —dice Francisco, mientras se acomoda el saco de cuero.

—¿Adriana? ¿Cómo es que conoces nuestros nombres? Yo en mi vida te he visto. Ni siquiera he escuchado tu nombre —contesta Bruno, dando otro paso hacia adelante, tratando de identificar las facciones de aquel hombre.

—Confórmate con saber que los conozco —responde Francisco— porque eso es lo menos importante. Somos hombres y sé a la perfección lo que estás sintiendo.

—Es que… Adriana… no… ¡eso no puede ser!… —dice Bruno, desconcertado, y se lleva las manos al rostro, restregándose el sudor de cada rincón facial.

—Tienes que aprender que las mujeres, Bruno, son más cabronas que uno mismo. Que esto te baste para comprobarlo —Francisco lanza una mirada hacia la ventana y se quita el sombrero.

—No puede ser… ¿Con un maestro? ¿Cómo se llama? ¿Lo conoces?

—Sólo puedo decirte que da clases en la misma universidad. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es la propuesta que vengo a hacerte —Francisco saca otro cigarrillo y lo enciende.

 —Es que… no puedo creerlo…

—¿Quieres comprobarlo? —pregunta Francisco en un tono más suave y persuasivo.

—¿Cómo puedo saber que me estás diciendo la verdad?

—¿No te basta con que sepa sus nombres? ¿O prefieres verlo con tus propios ojos para que veas que no te miento? Digo, si estás tan seguro de su fidelidad no tendría por qué afectarte comprobarlo.

Bruno medita las palabras de Francisco y baja la cabeza. Piensa en que de ser posible eso sus planes se derrumbarían como un castillo de naipes; pero, sin pensarlo más, acepta comprobarlo.

—Mira, a mediodía, cuando tú entras a clases, se quedan de ver a dos cuadras de ésta, justo frente a la paletería La Michoacana —Francisco se sienta en la silla del escritorio en donde Bruno trabaja en maquetas y planos—. Ya casi es hora. Vé. Pero no te alarmes. En cuanto la veas regresas y tú decides si tomas o dejas mi propuesta.

Bruno se queda estupefacto, más aún por la aseveración detallada de Francisco. Sin más preámbulos, baja las escaleras lentamente. Abajo, en la sala, las cosas vuelven a estar en su lugar. La fotografía ya no está en el suelo, ni la televisión encendida. Mira hacia las paredes: la ventana que da hacia la calle está cerrada; cada rincón está callado, silencioso, apaciguado por el sopor del mediodía. Se detiene frente a la puerta principal y baja la mirada,  asimilando todo lo que ha vivido durante la mañana. Cierra los ojos, tratando de grabarse los sonidos que hay en ese momento y guarda en su memoria el rostro de Adriana besándose con otro. Cierra sus puños y trata de golpear la pared; pero se contiene y recarga la frente en su mano derecha. Bruno se siente despojado, como un libro vacío. No es posible —piensa—. Nunca sospechó que Adriana estuviera saliendo con alguien más; tampoco que ella le diera una puñalada de esa magnitud. Él sigue creyendo que ella es una mujer límpida y escrupulosa, sobre todo incapaz de faltar a su compromiso matrimonial. O al menos eso es lo que hasta ese momento él tiene presente de ella.

Abre la puerta, y dentro de la casa queda su alma. Camina por las empedradas calles, hasta pasar por la fuente de los faroles. Gira a la izquierda y cruza la avenida de los rosales. Es primavera: los árboles mudan sus hojas y dejan su cabello de colores por toda la avenida. Bruno se sienta un rato en una banca. Mira el reloj. Aún faltan minutos para que den las doce del día. Bajo la rama de un árbol ve que un pájaro vuela entre las hojas y se pierde entre la luz amarga de aquel día. Después, se levanta de la banca y camina hacia La Michoacana. Detiene el paso. Vuelve a ver el reloj. Faltan minutos. Se oculta detrás de un árbol porque ve que el carro de Adriana se estaciona en la acera. Ella baja, un poco nerviosa, como buscando alrededor a alguien. Después de todo, aquel viejo loco me dijo la verdad —piensa Bruno, mientras observa a Adriana. Ella cierra la puerta de un solo golpe y se detiene en la esquina de la paletería. Busca con nerviosismo. No hay nadie.

Bruno piensa en acercarse para abordarla y reclamarle. Pero recuerda las palabras de Francisco y se contiene. Espera. Adriana mira el reloj de nuevo. Bruno, aunque nervioso, no se deja manipular por sus emociones. Lamenta haber confiado en aquella mujer que durante dos años de relación le mintió. No puede imaginarse la vida sin ella, y piensa que todo lo que está viviendo es un sueño cenagoso. Pero no. Ahí está Adriana, esperando a su amante. Ella mira el reloj de nuevo, un poco impaciente. Bruno aguanta intacto, mirando a su novia. Cansada de esperar, mira el reloj por última vez y sube al auto. Bruno observa, teniendo cuidado de no ser descubierto. ¿Por qué no habrá llegado el amante? —se pregunta Bruno, tratando de encontrar una respuesta lógica. Baja la cabeza e intenta controlar el coraje que no le cabe en el corazón, pues piensa que Francisco le ha jugado una mala broma, que permitió que alguien se metiera a su casa sin su permiso; que, seguramente, Adriana sólo fue a dar una vuelta; o posiblemente había ido a verse con una amiga antes de ir a la universidad.

Bruno retoma el camino, rumbo a su departamento. Piensa en cada uno de los recuerdos que tiene con Adriana. Todo. En la próxima cena que había planeado con su mejor amigo para darle una sorpresa previa antes del matrimonio. No, no puede estar pasando esto, piensa. Toma las llaves de su casa y abre la puerta. En la sala se respira un silencio místico. Las cosas están en su lugar. Todo en orden. Los planos aparecen en la mesa de la cocina. Sube lentamente las escaleras. La puerta de la habitación está abierta. El hombre, fumando un cigarrillo, escupe una carcajada suave.

—¿Qué pasó, muchacho —pregunta Francisco— ya te convenciste?

—No sé quién eres. Pero ella llegó a la hora y al lugar que me dijiste. Sin embargo… estás equivocado. No llegó ningún amante ni nada de esas cosas que dijiste. ¿De qué se trata esto? ¿Cómo sabes mi nombre y el de mi novia?

Francisco se levanta de la silla y por fin mira a Bruno.

—Es muy fácil de saberlo, muchacho —dice Francisco, tratando de no ser tan severo con sus palabras.

Bruno camina hacia adelante y mira los ojos verdes de aquel hombre. No había en su memoria un fotograma que le pudiera dar indicios de que lo había visto antes.

—Sé que vienes algo confundido porque el amante de tu novia no llegó.

—Más que confundido estoy encabronado porque… porque hiciste que pensara cosas malas de mi novia… ¿Pensabas que iba a caer en tu juego?

—No, por supuesto que no —responde Francisco— pero, si piensas que esto es mentira, te equivocas.

—Y, ¿cómo me vas a demostrar que ella me fue infiel con un amante que nunca llegó?

—¿Aún lo preguntas, muchacho?

—…

—No llegó porque ahora estás hablando con él —responde Francisco, mientras saca otro cigarrillo. —Mira, muchacho, Adriana quiere echarme a perder mi matrimonio. Ella es muy joven, guapa y no entiende este tipo de cosas que uno ya prende de grande. Así que vengo a proponerte algo —da un sorbo al cigarrillo y carraspea la garganta—. Alguien de los dos tiene que callarle esa boquita, y como ella no entiende con palabras, tiene que entender de otra forma…

—¿Qué? Pero, ¿qué cosas dices?

—Lo que has escuchado. Yo no quiero que tú salgas perjudicado en esto. Entiende, está en juego mi vida, mi trabajo y mi matrimonio. Piensa en que por una calentura acaba de echar a perder todo lo bueno que pensabas de ella y, sobre todo, en que acaba de terminar con tus ilusiones de casarte. ¿Crees que esta mujer vale la pena? Piensa un poco en ti, Bruno.

—¡Hijo de perra!… te voy a matar, cabrón…

—¿A mí? —Francisco se burla y suelta una carcajada. —Deja de decir tonterías, muchacho. Mira, no tengo tiempo de seguir platicando contigo. Pero, si no lo haces tú a más tardar a media noche, lo haré yo, y no me tentaré el corazón.

—Eres un hijo de perra… ¿cómo te atreviste a meterte con tu alumna y a echarle a perder la vida?

—No te aflijas, Bruno. ¿Crees que yo la obligué? Ella traiciona como todas las mujeres interesadas. No vale la pena que sigas sufriendo de ese modo. Si decides hacer lo que te pido, no te preocupes. Esto quedará entre nosotros. Te doy mi palabra… —Francisco camina hacia la salida de la habitación; pero se detiene para aclarar un asunto. —Se me olvidaba decirte esto. Ayer que la vi le regalé una esclava de oro. Planeamos este artificio para hacerte creer que es un regalo de alguien especial. Cuando la veas, pregúntale quién se la obsequió. Si te dice que se la regaló su papá, ya sabes la respuesta. Hasta pronto.

Bruno no sabe qué decir. Todos sus planes se le van en el viento que se mete por la ventana.

—¡Pobre muchacha! No cabe duda que la libertad cuesta, Bruno —dice Francisco en tono áspero y le deja una tarjeta sobre el escritorio; a lado, y arropada en una franela azul, deja un revólver. —Si decides hacerlo, me marcas. Éste es mi número. Te recomiendo que no llames a la policía si quieres que esto termine bien. Sé todo de ti, a qué hora sales de la escuela, qué estudias, qué comes… sé todo de ti. Y si quieres a tu familia, haz las cosas como te las pido.

Bruno mira a Francisco, sin poder decir nada. El hombre acomoda su sombrero y le dice a Bruno que no se preocupe, que su intención no es robar nada de la casa. Bruno lo ve pasar, como si fuera un cuervo que retoma el vuelo. Cuando escucha que Francisco cierra la puerta principal, se sienta en el borde de la cama y se restriega el rostro con las manos frías. La libertad cuesta —piensa Bruno. Respira profundo. Mira el arma. Sabe que en sus manos está la decisión de continuar con una idea de matrimonio falsa, o cerrarle la boca a alguien que durante dos años le ha mentido con la idea de un matrimonio perfecto que se diluye con una visita inesperada.

Cuando se levanta, tocan la puerta. Toma el arma y la esconde bajo la almohada. Después, baja las escaleras y abre. Es Adriana. La mira detenidamente, como queriendo escarbar en lo más profundo de sus pupilas una verdad que ya sabía.

—Hola, amor. ¿Qué tienes? Parece que viste un fantasma.

Bruno da un paso atrás y mira la muñeca de su novia.

—Pásale, por favor. Vamos a la habitación.

En el trayecto siente ganas de llorar, de arrancarse los ojos, de desaparecer; pero ya es demasiado tarde. Bruno cierra la puerta y ambos se sientan en la orilla de la cama.

—¿Qué pasa, amor? Te noto muy raro. Pasé a tu casa porque dejé unas probetas que necesito para el laboratorio. No pensé encontrarte aquí; pero vi la luz encendida y me pareció extraño.

—Se me hizo algo tarde. Pero, qué bueno que estás bien. —Bruno desvía un instante la mirada y siente cómo la respiración del revólver inunda su cuerpo.

—Qué bonita esclava. No te la había visto. ¿Quién te la regaló?

Adriana mira su muñeca, se levanta de la cama y da dos pasos.

—Este… es un regalo que me dio mi papá ayer. Es que me felicitó por las buenas calificaciones que tuve este semestre.

Bruno se levanta, la toma de las manos, la mira a los ojos; siente un nerviosismo nunca antes experimentado y la abraza. Piensa en lo que le dijo Francisco y mira hacia la almohada; va hacia la puerta, la cierra con seguro. Ella, más tranquila, lo mira con deseo y se acuesta en la cama, como esperando a que por fin la ame como sólo él sabe hacerlo.

Del libro Las maneras de conjugar la muerte (2017).


Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Obtuvo el Premio Estatal de Ensayo CONACYT (2014), el XVIII Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016), y ganador del Premio Programa Editorial por el libro de cuentos Las maneras de conjugar la muerte (2017). Ha publicado cuentos en las revistas Revolución, Revista Asalto y Círculo de poesía y el libro de cuentos El sueño que no era, Editorial Praxis. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG, 2015) y del Programa Los signos en rotación dentro del Festival Cultural Interfaz 2017.        

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