Ni ataúd ni coche fúnebre

por David Espino Lozada

Me vi naufragar por un largo periodo. Las estrellas cambiaron de lugar mientras mi balsa avanzaba lentamente por el océano. Yo ya había perdido toda esperanza de salvarme hasta que apareció a lo lejos la luz tenue de aquel faro. Sin hacer ningún esfuerzo llegué a la isla perdida entre la bruma. Y después de un tiempo que no puedo determinar me despertó el picoteo de unas gaviotas.

Cerca de aquel faro vivía un hombre solitario. Me acogió desde el momento que me descubrió en el lodo. No me dijo cómo se llamaba ni de dónde venía, permanecía la mayor parte del tiempo en silencio. Tenía varios rasgos característicos, que lo separaban de cualquier otro hombre que he conocido antes y después, pero lo más notable era que carecía de una pierna. Me di cuenta por su manera extraña de caminar, siempre se apoyaba con un bastón. Y no tardé en descubrir que tenía en su armario dos pies izquierdos hechos de madera. Entre sus cosas también hallé pares incompletos de zapatos, como si fuera usual para él solo calzar su pie verdadero. En la casa siempre usaba calcetas, y no me había llamado suficiente la atención lo de sus piernas hasta que un día escuché cómo se cayó. Para entonces llevábamos una vida bastante sedentaria.  Él pasaba los días leyendo o dormido en su silla, mientras que yo seguía sin recuperarme y había veces que no me levantaba de la cama. Sin embargo, sucedió una tarde que yo estaba en la recámara cuando escuché un grito. El hombre comenzó a decir una sarta de cosas que no entendí, y corrí para ayudarlo, hasta que escuché cómo lloraba.  Entonces me di cuenta de que sería imprudente verlo así, porque yo para él era un desconocido, y me dio miedo que me echara de la isla, por lo que me mantuve en una esquina de la pared en lo que él se enderezaba y fue entonces cuando vi cómo se quitó esa prótesis y la echó al piso, la maldijo y se acomodó para sentarse y calmarse un poco. Después hice mucho ruido, para que notara que estaba por entrar a la habitación, y cuando por fin pasé lo miré y él ya estaba otra vez sentado en su silla, haciéndose el dormido. Y el pie estaba aventado debajo de la silla, no bien escondido, quizá porque creyó que no lo notaría.

Descubrí también que alguna vez fue marinero. Por su cara ya tenía pinta de serlo, había algo en su expresión que lo mantenía por siempre ligado a la mar. Pero un día se emocionó tanto que de nuevo me hizo poner atención en su extraño comportamiento. Salió corriendo como pudo hacia el faro, y solo vi cómo entró su sombra al edificio, pues la bruma seguía siendo bastante espesa. Se quedó allí arriba. No bajó por unas horas. Intenté distraerme, pero sentí una enorme curiosidad. Observé el faro hasta que de repente volvió a aparecer su figura, camino hacia la casa. Y cuando cruzó por la puerta, suspiró de tal manera que de nuevo sentí como si observara algo que no debería ver. Pero en esta ocasión, después de un rato, me armé de valor y decidí preguntarle qué era lo que sucedía.  Él para entonces ya estaba borracho, desde que llegó al comedor abrió una botella de wiski. Y me dijo algo muy sencillo, poco característico de él, pues a pesar de hablar poco conmigo, siempre parecía saber la manera más elegante de decir las cosas.

—Alguna vez viví abordo de una nave. Y si tú también fuiste marinero —asumió, porque nunca me había preguntado cómo es que acabé allí— entonces sabrás reconocer ese sonido peculiar. El sonido de una nave partiendo las olas, ¡ah! Pero debiste haber vivido mucho tiempo en el mar para poder reconocerlo.  Es algo que se afina con el pasar de los años. Y te vuelves tan bueno que terminas reconociendo los sonidos que hacen los diferentes barcos, de diferentes tamaños y diferentes maderas, así como también diferentes oficios, pues no todos navegan por la misma razón. Y entre todos esos sonidos, reconocerás entonces uno que te llama, el de tu misma nave. Pues es eso lo que oigo pasar de vez en cuando, entonces me aseguro de que noten las luces del faro, para que sepan que aquí estoy y me den una visita.

No le hice ninguna pregunta al respecto.

Con el tiempo mejoré. Ocurría a ratos que me daba una fiebre tremenda, pero cualquier malestar fue desapareciendo. Lo que no mejoraba era el clima.  La bruma seguía cubriendo toda la isla y no se podía ver nada de fuera. Cuando comencé a dar paseos por la playa, el mar parecía volverse una especie de grumo entre azul gris y verde gris y en más de una ocasión dudé de la existencia del horizonte. Cuando no dormía o estaba borracho, el viejo también daba vueltas alrededor de la isla, siempre con la mirada al mar. Me hubiera gustado tener alguna manera de preservar esa imagen, de él entre la niebla, con sus manos en sus bolsillos, todavía a la espera de algo que yo sabía que no vendría. Quizá por su melancolía me di cuenta que esa nave de la que me había hablado ya no existía más que en sus memorias ahogadas.

Un día el faro dejó de brillar. La condición en la isla lo obligaba a tenerlo encendido todo el tiempo. Habrá sucedido en la madrugada, cuando la lámpara se apagó definitivamente. Pareció que las horas no pasaban, la mañana fue igual de oscura. En todo ese día no vi al marinero, pero no tenía duda de que estaba trabajando dentro del faro. Yo no sabía a qué se debía la falta de luz, hasta que, por la noche, cuando volvió a casa me lo dijo, sin tener yo que abrir la boca.

—Se acabó el aceite.

Miré el quinqué de la mesa. Le pregunté entonces si tampoco había para nosotros.

—Nos quedan las velas.

Aquella noche llovió sin parar. Era la primera vez que llovía desde mi llegada, y fue como descubrí que la pequeña casa estaba llena de goteras. Varias de ellas daban hacia mi cama, pero por suerte ninguna caía sobre mi cabeza. Sin embargo, me era difícil evitar las gotas en mis pies, por más que me moviera. Parecía que toda esa lluvia no molestaba al hombre, pero a mí me impedía dormir. Entonces decidí despertarlo, por alguna razón, fue una de las pocas veces que tomé iniciativa para hablarle. Cuando encendí la vela, me di cuenta de que sus ojos estaban bastante hundidos. El ruido de la lluvia hizo que no notara que había pasado la noche llorando. No hice ningún comentario al respecto, solo le pedí que me ayudara a mover mi cama, pues yo seguía bastante débil como para hacerlo por mi cuenta. Después de ayudarme, se quedó despierto un rato conmigo. Me dijo entonces que necesitábamos aceite, que el faro no podía permanecer apagado. Dijo que la única manera era que lo hiciéramos nosotros. Cuando le pregunté cómo es que haríamos eso ya no me contestó. Más tarde lo encontré en la cocina, moliendo unas nueces en un mortero. Antes de poder decirle algo, me di cuenta de que lloraba de manera silenciosa. En esta ocasión descubrió que lo observaba. Nos quedamos callados y cuando volví a mi cama me quedé dormido.

Pasaron muchos días lluviosos hasta que pudimos volver a encender el quinqué. La lluvia parecía que jamás acabaría y mi salud fue empeorando. La vez que me volví a enfermar creí que moriría. El faro seguía sin encenderse y el viejo pasaba horas con la lámpara de mano adentro de aquel edificio.  Cuando notó que no había señales de mi mejora, pasó una noche conmigo. Me puso una toalla en la frente y me bañó con agua helada. No supe cuándo desapareció de mi lado, pero cuando me asomé por la ventana lo vi en la costa sujetando el quinqué con su brazo extendido, como si llamara a alguien. El viento y el agua eran suficientes para derribarlo, pero él se mantuvo firme en su posición. Así permaneció hasta que de repente la luz se extinguió.

La fiebre no bajaba y mis pesadillas se volvieron cada vez más extrañas.  No podía distinguir entre cuándo estaba dormido y cuándo estaba despierto. La lluvia pasó, la bruma se fue y entonces el mar parecía infinito. Fue cuando el marinero se dio cuenta de que era poco probable que sobreviviera. Se postró enfrente de mí un día entero. Por primera vez, en no sé cuánto tiempo, no intentó encender el faro. Me dijo que era inútil.

—Y ahora, de aquí al Día del Juicio, viviré en la tiniebla. Y vendrá la Nueva Jerusalén y seguiré en la tiniebla.

Llévame a la costa, le pedí.

Los dos miramos el horizonte. Ya había oscurecido y las olas se rompían justo enfrente de nuestros pies. Entonces perdí el equilibrio y caí sobre las piedras. La espuma llenó mi cuerpo. El marinero intentó agarrarme, pero las olas me llevaron. Y amanecí en otra parte.


David Espino Lozada (1999) es narrador, jefe de edición en Cardenal Revista Literaria y estudiante de Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor de las publicaciones Areopagítica y elabora actualmente un nuevo libro de novelas cortas.

Anuncio publicitario

Un comentario sobre “Ni ataúd ni coche fúnebre

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s