por Alex Reyes
A Jean, uno de esos cometas que solo se ven una vez en la vida.
“Un cometa, por ejemplo, es la semilla de un mundo.” David Hume.
[Si bien es cierto que nada es un hecho, se sabe que cada setenta y cinco años, aproximadamente, este cuerpo grande y brillante, orbita alrededor del sol. Próximo perihelio: 28 de julio de 2061. ¿Viviremos para verlo? ¿Cuántos estaremos juntos?]
Amar es recordar lo que un día fue.
La última vez que vi a Manuel estuve lejos de pensar que pasaría tanto sin volver a verlo. Le dije sí, nos volveremos a ver, no importa si pasan días o semanas, si a la tierra le crecen árboles o el invierno lo hela todo. Le dije sí, nos volveremos a ver. La cuestión era ser feliz en la tremebunda ausencia, en la soledad que se izaba como un grotesco cuervo una vez que llegaba a casa. Me acuerdo de que experimenté un naufragio arrebatado cuando lo vi alejarse en la distancia, como una ínfima estrella fugaz que robaba miradas. Allí iba él, dentro de un coche verde que empequeñecía gradualmente hasta tomar la forma de un guisante, un guisante que rodaba tardo por las calles empinadas y que pronto se perdería, como un punto colorido, entre la gama de vehículos que haría fila detrás de él.
Esa tarde el sol descendía lento detrás de los cerros, apenas opacado por los espaciosos nubarrones que configuraban el cielo. “Las nubes nunca son de ese color si las ves desde arriba”, dijo alguna vez, luego de explicarme a través de dibujos el origen de sus tonalidades plateadas y la formación de los rayos. Me habría gustado detenerme, como era costumbre, en la dimensión de los detalles. Trazo tras trazo, dibujo tras dibujo, resultaba sino imposible, al menos sí difícil imaginar que aquello llegaría a su final.
Lo que sucedió a continuación resultó escabroso a todos ojos, pero todo pasó así y no de otra manera. No hay otra forma de contar las historias, aunque nos empeñemos en deformar la realidad.
En una de nuestras despedidas, poco antes de que yo subiera al ómnibus, convine en atajarlo.
—Mira que aún te quiero —le dije—. Ya sabes por qué…
—No —dijo él, con una sonrisa que comenzaba a dibujarse—, no sé. A ver, comenta.
—Porque todas las mañanas, cuando me levanto, aún pienso en ti.
Pronto él sonreirá, ensimismado en lo último que acaba de escuchar. Tomará su mochila y guardará un libro, el primero que le di. Entonces, él dirá: “lo ves, esta es mi forma de quererte”. Hablará solo, aún con esa sonrisa irrevocable en su rostro, su cabello se agitará constantemente mientras haga pie a la sala de espera. Pero ya no habrá nada que esperar. Dejaré el equipaje en las manos de un hombre y recibiré un boleto. Él me dirá: gracias, ¿tiene usted una moneda? Pero yo no tendré salvo los recuerdos en las manos, apretados como si se escondiese una paloma a la que no deseara liberar.
—Notifícame cuando llegues.
Escucharé su voz cadenciosa desaparecer en la distancia. Querré sostenerla, volverla tangible y esconderla en el pecho, atesorarla porque no sabré cuándo volveré a saber de él.
—Tú también.
Vendrán a rodar unas cuantas lágrimas, cristalinas rocas que atravesarán las pestañas y caerán al suelo. Entonces, el ruido será aún más estrepitoso que de costumbre. No sabré qué es lo que escucho y estaré lejos de reconocer su voz. Se habrá ido en cuestión de minutos, dejando apenas una estela de melancolía. ¿De esto va el amor?, me preguntaré, agachando la cabeza mientras subo al ómnibus. Cuando esté sentado, escucharé su voz golpearme la memoria. Cantaré en silencio, con los labios apenas entreabiertos “Sígueme queriendo un chingo, vamos bien. Nadie nos podrá hacer pedazos nuestro amor”.
Sentiré un leve dolor en la pierna y abrazaré el olor a tierra mojada que ofrecen las noches nubladas, junto al breve, pero airado capricho de los vientos.
En el cielo, revestido de negro, articulaciones doradas quebrarán la bruma. Dormiré, tranquilo y cansado, a la espera de la alarma. Pronto, muy pronto, estaré a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Sentiré un breve, pero demoledor dolor de cabeza. Algo vibrará, un dolor incipiente. Algo que hará que todo cambie. Llegará, obstinado y violento; llegará, resuelto y airado.
Subo las escaleras con un dolor ineludible. Hay algo que no está cuadrando. El cansancio viene acompañado de una punzada en el pecho. Está aquí, otra vez, está aquí y tardará en marcharse, me digo. Llego a la puerta e ingreso la llave, pero no puedo girarla. Tiemblo, hay alguien dentro de mí que me detiene. Un espasmo, luego otro y otro. El miedo de convertirme en una roca me acecha. Recuerdo los árboles y postes, el camino que hacía hasta hace unas horas, los coches y gente que fueron quedando atrás. Lo recuerdo a él, debe pensar que estoy bien, que he llegado a salvo a casa. ¿Cómo explicarle? Su bondad ha atravesado los límites de la comprensión humana. Sentirse insuficiente resulta poco. Y creeré, creeré que hay alguien allá afuera que lo merece a él más que yo, que una psique dañada como la mía no puede sostener este amor. Le pediré que se vaya, que se aleje mientras pueda. Anda, vete, antes de que te destruya, anda, vete, antes de que no te puedas salvar de mí. Me arrastro por el suelo, las rodillas raspadas, los codos grises, coloridos por el polvo, mi vista apenas se eleva y veo la bombilla titilar. En el fondo sabré que no he amado a nadie así. No podré contarle, aunque así lo desee, que la ansiedad me consume, que el perro negro está de regreso. Hago el esfuerzo por levantarme mientras me apoyo de un banco, luego abro la ventana. Afuera, el alba despierta y se desenrolla sobre los edificios. Un azulejo planea al frente y canta, canta a solas, a la espera de nadie. Y yo me pregunto ¿cómo se puede vivir en soledad? En el móvil se asoman sus mensajes. Un emoji de corazones al lado de su nombre. Aléjate, no me escribas, desaparece, pienso, y arrojo el dispositivo al suelo. Lo amo, lo amo en el fondo, lo amo como no puedo amar a nadie más, pero hay una sólida sombra apoyándose sobre mi espalda.
Buscaré las píldoras y encontraré el frasco.
Luego,
simplemente dormiré.
[El primer avistamiento fue en el 239 a.C., se cree que dos apariciones suceden en una vida humana. Dato curioso: se halla en la Nube de Oort y es de los cometas más brillantes de periodo corto.]
¿Adónde has ido?
Sigo aquí.
¿Aquí dónde?
Dentro de ti.
La primera semana transcurrió lenta, casi interminable. Mañana tras mañana veía sus mensajes iluminar la pantalla del móvil. “Buenos días, solecito”. ¿Cómo podría explicarle lo que sucedía? No había dejado de amarlo, no había dejado de extrañarlo. En el fondo, como un fuego fatuo, ese amor seguía vivo, solo que ahora aparecía soterrado por el peso de las cosas, hundido en el abismo de mis mundos fantásticos. Un día dormiré y olvidaré que puedo despertar, me dije, y avancé a la cocina. La estufa se mostraba límpida y abandonada, hacía días en que no la tocaba. Me apuré a buscar las pastillas antes de que el cuerpo se endureciera más, antes de que no pudiera regresar a la cama. La gente me escribía, demandaban atención, explicaban su día a día, algo necesitaban, seguro querían algo, pero yo no podía ofrecer nada.
El ánimo apenas me alcanzó para abrir la puerta de la estufa. Las manos artríticas no podían encender nada. Un ligero gas se escapaba, su aliento metálico se fundía en mis fosas nasales. Recordé, vagamente, la vida de Sylvia Plath, el cruel abandono, la renuncia ineludible del presente. Vino a mi memoria “Lady Lazarus”. Morir/ es un arte /como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien. /Lo hago para sentirme hasta las heces. / Lo ejecuto para sentirlo real/. Podemos decir que poseo el don.
Los primeros mareos comenzaron en breve. No se trataba de tener la convicción de hacerlo, había algo más, algo de por medio: la dificultad de echar a andar un cuerpo sólido, tan endurecido como las rocas que se resisten bajo el mar. Desde las cenizas me levanto / con mi cabello rojo / y devoro hombres como el aire. De a poco cerré la puerta y una serie de tosidos devino en breve frente a la ventana.
La vecina, despavorida, vendrá en breve a preguntar qué es lo que sucede. ¿Qué le ha pasado? ¿Quiere un vaso de agua? Ella me verá, cansada, quizá podrá sentirse humillada ante mi aplastante silencio. Formularé mis palabras, una tras otra tras otra vez, pero ninguna saldrá. Aterrada por las condiciones en que me verá, convendrá en decir que me llevará al médico. Tengo depresión, alcanzo a decirle, y esto no es solo estar triste. Querré decirle que todos los años pasa, que constantemente he intentado quitarme la vida, que no hay luz artificial ni natural que ilumine esta alma ennegrecida. Haré el esfuerzo por confesarle que siempre tengo miedo a estar solo, que me veo y me desfiguro, que paso los días escribiendo un diario para salvarme, que frente a mis puertas hay una nota, un contrato de no suicidio que firmé con mi terapeuta.
—Yo lo entiendo. También lo vivo.
Siento la aproximación de las arcadas. ¿Podrá entenderlo? Imposible. Esa manía que tiene la gente por compadecer al otro me resulta repugnante.
—Quiero estar solo.
—No puede estar así.
—Hay algo que me salva.
Ella se quedará en silencio largo rato, moverá las manos como preguntándose qué es aquello que me mantendrá a raya.
—El amor, solo el amor puede salvarme ahora.
En algún momento supe que no podría seguir así. La luz entraba diáfana y obcecada por la ventana y el pálido polvo levitaba calmo sobre un rayo dorado.
Esto me está superando, le confesé a Manuel, y no sé cómo manejarlo. No puedo ni podré y no sé si estaré mañana. Claro que podrás, dijo él, no puedes dejarme aquí. No estoy preparado. Mientras compraba un boleto del ómnibus, pensé en la carga que a veces conlleva tener que lidiar con alguien así. El amor todo lo salva, escuché decir, y quizá era aquello lo que me mantenía de pie, trémulo y a veces sísmico, de pie porque mis raíces abrazaban el suelo. No sé si me pondré bien, no tengo la certeza, le dije. Y quizá era el momento de aceptar que uno podía también no ser lo mejor para el otro. Lo estarás porque siempre has podido, recordé su voz y ese ligero aire de confianza. Así como eres, eres el hombre al que amo. Puedes encontrar algo mejor, dije. Yo no necesito algo diferente, yo no quiero algo diferente, respondió al poco rato.
El camión llegó antes de que despuntase el alba. El frío recorría, como era costumbre, las calles principales de la ciudad y la luna aún podía verse con claridad, un círculo blanco luminiscente en un cielo desnudo. ¡Cuánta soledad! No estaba seguro de hacia dónde pensaba encaminar los motivos que me habían llevado a ejecutar el viaje.
A Manuel lo vi cerca del mediodía. Había avisado que abandonaría su jornada laboral antes de lo esperado. Instalado en el cuarto piso de un edificio, vi su coche llegar bajo una luz intensa. Aquel guisante brillaba intransigente mientras hallaba algún lugar para estacionarse. ¿Cómo podía explicarle que me había convertido en una roca inamovible? Apenas me vio nos fundimos en un abrazo.
—No quiero vivir así —le dije.
—Es solo un mal momento.
Ese mal momento, como él lo llamaba, se había repetido implacablemente durante siete años. Sabía, en el fondo, que aquello que yo buscaba, más allá de alejarlo de mí, era saberlo cerca, sentirme seguro y tranquilo. Es probable que nunca hubiese necesitado de alguien como lo hacía ahora con él.
—Te ves muy guapo —dijo.
—No tienes que mentirme para hacerme sentir bien.
El día transcurrió lento y, sin tantos preludios, hicimos camino al consultorio de mi psiquiatra. Fármacos, más fármacos, porque no había otra cosa que pudiera salvarme. Litio, seroquel, lexotán… Me negaba a pasar otra temporada en el hospital. Reventé una vez más, por la noche, en una terrible crisis. La penumbra reinaba implacablemente en mi recámara, extendía sus brazos robustos por las paredes y el suelo, luego descendía, tranquila y sigilosa, debajo de la cama. La incapacidad para mantener la calma me superaba. Vi la noche por la ventana, la luna ahora brillaba como una luciérnaga sumida en la bruma. Al poco tiempo, convine en escribirle. Te dedico esta luna, le dije, haciéndole una foto al cielo. Él me correspondió de la misma manera. La pantalla volvió a iluminarse. Se trataba de una imagen, estaba él, recostado en la cama, con los ojos cerrados, abrazando a un oso de peluche blanco. No pude sino pensar en la fragilidad de las cosas, en las cosas convertidas en cristales, en el amor no como un regalo sino como una decisión, un compromiso.
Probablemente nunca encontraría a otra persona que me amara tanto como él.
[A través de naves especiales, fue el primer cometa observado a detalle. No tardaron en estudiar la estructura de su núcleo cometario, como tampoco lo hicieron con el mecanismo del coma y la cola.]
Llegado el día de volver, nos vimos una vez más. Una oleada de recuerdos me atravesó la mente. Estaba seguro, sé que lo estaba, estaba seguro de que era él y nadie más a quien quería en mi vida, instalado como un roble, pero con la libertad y osadía de las aves. El cuerpo se volvió más ligero y la vida pesaba menos. Y en la distancia podía verlo acercarse, una vez más, sonriendo como siempre lo hacía.
—Te dije que podrías —dijo él.
Yo no pude sino abrazarlo.
Caminamos en línea recta sin saber adónde íbamos. El camino estaba bordeado de setos y abedules, los gorriones cantaban sobre los ramajes, que no eran sino extensiones del alma de los árboles, los perros cruzaban las calles buscando la sombra, mientras que nosotros, perdidos en la avalancha de vida, hacíamos pie a lo desconocido, hasta que, al cabo de un rato, decidimos volver al coche. El gélido viento nos golpeaba la piel, sobre nosotros una parvada de palomas blancas cruzaba hacia el Norte. A esas alturas de la vida, el corazón galopaba ya a velocidades inverosímiles. Me habría gustado decirle algo más, pero no pude sino reventar en un llanto más bien lamentable, llorar porque la vida, la vida renuente me demostraba que después de tantos años era cierto: algo bueno tenía que llegar.
A través del retrovisor vi a una mariposa volar brevemente detrás de nosotros. Pensé en la fragilidad de ellas, en la vida más bien efímera a la que debían enfrentarse y, sin embargo, ella estaba ahí, sin miedo al cambio. Entonces pensé que todos, bien o mal, experimentábamos una metamorfosis interna. Me siento vulnerable, dijo, y solo me puedo mostrar así contigo. Yo apreté los labios. No puedo hacerlo con alguien más. Me importas y te quiero, y valoro que estés aquí. Le dije que lo sabía y que debía tener la certeza de que estaría ahí, incluso cuando la vida pareciera sucumbir.
El amor todo lo puede, pensé, incluso levantar un cuerpo rígido y frío. Recordé las noches en el hospital, la vida destrozada y carcomida por el dolor y la desesperanza. Pensé en todas las personas que habían llegado y hoy no estaban, en el abandono como un arma cruel. Pero esa era, al fin y al cabo, la naturaleza de la vida. Y pensé que la vida también podía ser eso: un constante acompañamiento de sombras y luces. Yo sabía que después de esas palabras la inevitable despedida se acercaría en la distancia. ¿Lo volvería a ver? ¿Cuándo y en qué condiciones? Pensé, mientras reparaba en lo que estaba por venir, en la distancia que separaba un cometa de la vida humana. En especial aquel, esa bola luminosa que aparecía cada tantos años y que la gente se empecinaba en estudiar. Con suerte, la veríamos por primera vez en cuarenta años. ¡Toda una vida!, pensé.
—Debo irme —convine en decir.
—¿Me bajo para abrir la cajuela?
Había dejado mi abrigo dentro. Un perro ladraba en la distancia con la fuerza del infierno, al cabo de un rato, cansado de mover el hocico, dio un salto para detenerse, mientras un gato oscuro brincaba sobre los setos. El perro volvió al ruedo, pero ahora aullaba, aullaba con la fuerza y la ira de quien sabe que le han robado algo. Yo le dije que sí, pero no para eso. El gato se detuvo en el centro del jardín, lamió y relamió su piel, luego maulló como si se lamentara. Como se nos había hecho costumbre, la manera de despedirnos siempre había sido efímera, reducida apenas a un mimo, un beso, un abrazo. Cansado de aullar, el perro comenzó a dar vueltas siguiendo su propia cola. Podo después, se acostó sobre el suelo y dejó caer la cabeza tras un breve y agónico aullido. Aquella vez, en cambio, la despedida fue más larga que de costumbre. Un abrazo eterno y cálido, como solo lo puede ser el de un amor real e inmarcesible. Era verdad, si había algo que podía salvarme, era eso: el amor. Pero no cualquiera, había algo en el suyo que nunca encontraría en alguien más. Algo que, quizá, me costaría toda una vida descubrir. Y es posible que el amar al otro radicara en saberse comprendido, el saber que hay alguien que, aunque camine con la existencia rota, avanza porque sabe que no hay manera alguna, que no sea esa, de enfrentarse a la vida. El amor es, al fin y al cabo, una entrega total que no espera algo a cambio. Amar es darle el poder al otro de verte vulnerable y saber que, aunque tenga todo para destruirte, no lo haga.
Me despedí y besé su frente.
Él sonrió. Su coche avanzó, hasta perderse en medio de la nada. Vino a mi mente la periodicidad con la que se veía a ese cometa, ahora recordaba el nombre, era el Cometa Halley, que cada setenta y cinco años podría vérsele desde la Tierra.
Pensé que el tiempo que me separaría de él, aunque metafórico, poseía las mismas dimensiones de la próxima vez que nos volveríamos a ver. La espera siempre es larga cuando se sabe que a quien se ama yace lejos, bajo un mismo cielo, perdido en las inconmensurables extensiones y dimensiones de la abrumadora Tierra.
Pero él podría no ser solo un cometa, sino un universo entero.
Y, sin embargo, los días sin él pasan y pasan, y vuelven a pasar, y aún hoy tengo la convicción, como la última vez, de querer esperar y decirle que no, que no solo es un cometa, sino que podría ser, también, un universo entero.
El mío.

Alex Reyes (San Luis Potosí, 1997) es un escritor y periodista mexicano. Estudia la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus cuentos y artículos de crítica literaria se han publicado en diversos medios digitales e impresos. Publica semanalmente en su columna, “La rabia y el orgullo” a través del diario El Universal, donde además comparte entrevistas de enfoque cultural. Actualmente trabaja una novela de corte distópico y un libro de cuentos. Las temáticas de sus cuentos están orientadas a desentrañar la naturaleza de la violencia humana, sus inseguridades, los deseos y motivos que empujan al hombre a volcar su vida.