por Elizabeth Reinosa Aliaga
PATIO
1943
Cortar la cabeza a una gallina parece fácil. El cuchillo en acrobacia y la mano que se eleva y cae. La sangre gotea al suelo y forma un charco rojo que brilla en los ojos del niño. El animal sigue vivo aunque la cabeza haya caído en el cubo de los desechos, se agita, bate las alas con las plumas teñidas. «No siente nada, es el nervio», dice la madre y zambulle el cuerpo tembloroso en el agua hirviente. Deja de moverse y el niño no logra explicarse el momento exacto en que todo concluye para ella: recuerda cuando salió del cascarón unos meses atrás y se pregunta si él también puede terminar así. Cierra los ojos, se concentra en el patio y la gallina todavía corre entre las otras aves del corral, maíz, lombrices, cilantros, parecen repetir en medio del alboroto. Pero la madre entra en la escena y todo se oscurece no solo para «ella», sino también para él, que siente el golpe del metal y el olor tibio de la sangre.
APRENDIZAJE
1943
Ese día no quiere ir a la escuela, al final solo va a dibujar gallinas descogotadas y manchas rojas en el papel, y la maestra preguntará qué es eso tan feo y él tendrá que explicar con palabras que ella pueda entender. Pero claro, no entenderá, porque el único que lo comprende es Kiko y su madre lo sabe, pero no le gusta que le hable, que se le acerque, no vaya a ser que se contagie y termine con los brazos torcidos y un hilo de baba cayendo a través de su barbilla. Él sabe que eso no se pega como no se le pega al peleador los colores del goldfish, aunque se quieran mucho, aunque se entiendan en silencio. ¿Qué tal sacar al goldfish del agua y ponerlo dentro de su boca? Llenarla de saliva. ¿Nadará? Se agita y baja por la garganta como un trago vivo. ¿Qué pasará ahora?
VAGONES
1945
Hace diez años no existía, no era un niño o lo que sea que es, porque no tenía dos ojos brillantes llenos de felicidad. Los padres le hicieron los ojos, pero la felicidad la construyeron esos vagones cargados de caña en medio del atardecer. La locomotora chilla decentemente como una señora recatada y él juega entre los rieles. Nunca pensó que hubiera gigantes de metal: y allí están, frente a sus ojos llenos de dicha y sorpresa.
En un segundo pasan por su mente las historias del abuelo y entiende que son reales: miles de vacas apiñadas contra el hierro que avanza veloz, miles de ojos desorbitados, como si supieran que van a llenar sus corazones de corriente hasta que exploten.
A veces la locomotora anuncia la caña de azúcar rumbo al central y otras a los hombres que la cargan, la exprimen, la convierten en pequeños cristales que se derriten en la lengua.
La madre aparece de nuevo, pero esta vez no hay sangre, solo el chirrido de un metal contra otro. La mujer lo empuja y ambos ruedan por la tierra áspera y temblorosa. A su lado pasan nueve vagones que cuenta con deleite. Su madre llora, pero él está feliz, nada en su vida será como antes de contar el último vagón y descubrir que es posible adicionar muchos más, en una cadena infinita.
MADRE
1949
Madre mía, esta no es la primera vez que me engañas…
Reinaldo Arenas
¿Debe decirle mamá o madre, o señora de la saya roja que siempre dice no: a los durofríos, a los pies descalzos, al juego con las gallinas, a las manos sucias? Ella niega lo que más le gusta. «Ojalá no estuviera, ojalá no fuera la madre todo el tiempo».
Y ese deseo se concreta. Ahora no encuentra a la madre, es una mañana fría y la mamá no está para colocar la manta sobre su pecho. La llama y no responde, no le dice «cállate» desde la cocina. Salta al suelo y está húmedo. Por la puerta abierta entraron las gallinas y lo cagaron todo. Hay neblina y el patio se parece al cielo. Dios está en la mata de mango, seguramente. Desde el suelo espera un milagro, pero nada ocurre.
Las nubes se disipan poco a poco. Ahora puede ver dos pies, descalzos y sucios, y ya no cree que sea Dios, porque más arriba está la saya de la señora. No sabe si está molesta o triste, porque no quiere mirar su cara. No sabe cómo fue a parar allí, pero teme que se quede oscilando para siempre.
KIKO
1949
Hoy se llevaron a su madre y nadie dijo nada. La casa está en silencio, el patio está mudo. Él ha dado de comer a las gallinas y ellas no han notado el cambio. Pero Kiko lo mira con ojos que no piden comida ni ropa limpia, ni orinal. Él sabe que lo entiende todo y que podrá cambiarle los pañales y darle huevo con arroz, pero hay cosas que solo ella sabía hacer para que no llorara. Kiko es mayor que él, pero no creció: tiene las manos y los pies torcidos como las raíces de la mata de mango. Él a veces piensa que Kiko es un árbol también, porque toma mucha agua, pero los árboles no sonríen así, ni lloran cuando tienen frío. Él lo abrigará y le contará una historia cada noche, la inventará para él, será divertido, será simple.
PADRE
1949
El hombre no dice nada. Quizás piensa que no hace falta decir que es su padre. Por eso toma a Kiko en brazos y a él lo hace andar por la acera, con un fardo de ropas a la espalda y una gallina bajo el brazo. Atraviesan la calle Línea, el paso de los caballos y la vía del tren, pero él no ve nada de eso, únicamente tiene ojos para la espalda de ese hombre que lo ha sacado de su casa sin palabras. Quiere odiarlo, pero no lo conoce demasiado, siente un dolor que lo golpea en el estómago. Se detiene, intenta vomitar, pero no sale nada, solo un poco de espuma que le humedece los labios. El hombre no se da cuenta, ha doblado la esquina del boulevard y él entiende que un padre comienza por la espalda y el paso apresurado, y que puede decirle señor, ¿papá? Y él no mirará, no se detendrá siquiera, porque los padres que aparecen de pronto, no son responsables de nada.
BASTARDO
1949
¿Por qué los bastardos no se ayudan entre sí? ¿Por qué se rehúyen? ¿Por qué se detestan? ¿Por qué no crean una cofradía?
Violette Leduc
La casa del padre intenta ser agradable, tiene paredes claras y olor a café. Guarda voces desde el amanecer hasta la noche, el silencio no existe. Hay una señora que sonríe y sirve pan y pregunta si quiere mantequilla y si está cansado y si… Él quiere tragarse la lengua para no responder, porque no le gustan las señoras con sonrisas y vestidos azules. También hay niños pequeños que saltan, ríen y saltan, y él solo quiere un poco de silencio o desaparecer para no escuchar cómo gritan.
El hombre nunca está, el padre que le dio un colchón el primer día y lo llevó al cuarto de los chicos. Pero Kiko no estaba allí, se lo llevó la mujer del hogar de niños y él ni siquiera preguntó por qué. Sabe que ahora puede pasar cualquier cosa. Siente alivio: por Kiko, por él, por la madre. No entiende, pero no pregunta, no juega, no sonríe, no habla. Pero sabe que sobrevivirá. Los bastardos son fuertes.
FOTOGRAFÍAS
1951
En las fotografías todo el mundo es feliz. Todos esbozan sonrisas ensayadas por varios minutos. Le falta un brazo al señor de la barba. ¡Qué joven la madre! ¿Es ella? Pero con el cabello largo y está feliz de verdad, porque se le ve en los ojos. Al lado está el padre. ¿Y esas dos niñas? Nadie le dijo que había dos niñas, Julia y Ana, dice en el reverso, y asoman luego en muchas otras fotos. Después ya no están, pero aparece él. Recuerda esa camisa de guinga y ese caballo de palo que un día la madre cortó en pedazos y arrojó entre los carbones encendidos. Pero en ese tiempo nunca se mostraba a Kiko. Más adelante encuentra a la señora nueva, la del vestido azul, la que siempre sonríe aunque no esté el fotógrafo. También surgen los dos niños ruidosos que en el papel no gritan. Y él ya no aparece nunca más.
HERMANOS
1951
Ana y Julia son mujeres, y ya por eso las odia. Aunque no las haya visto, aunque no sepa que son sus hermanas y que viven del otro lado del mar. Y ¿desde cuándo? y ¿por qué? no son preguntas que se le ocurren, porque ellas no existen para él o al menos no existían hasta que las vio riendo en las fotografías al lado de la madre y el padre. Son familia, pero ahora esa palabra ha perdido los bordes y solo persiste en el álbum. Intenta imaginar cómo será la vida de ellas, pero solo logra ver la casa antigua y a Julia y a Ana corriendo en el patio, mas él no está. ¿Y Kiko? Lo extraña, aunque nunca pudo jugar con él detrás de la mata de mango. No sabe dónde se encuentran todos, no quiere pensar. Está cansado.
COLEGIO
1953
El nuevo colegio no le gusta. Ni los nuevos niños ni la nueva maestra que lo pone de castigo cada día y le hace repetir las fechas, y él no sabe cuándo desembarcó Colón. No le interesa saber dónde se acentúan las palabras, ni cuál es la capital de Turquía. Si acaso ella hablara de las piedras calizas o de las metamórficas que se encuentran cuando uno va por la línea y sale de la ciudad y entra a la llanura, al monte, a la cuenca desértica de un río extinto. Pero es más fácil abrir un libro y preguntar por una guerra que nadie entiende o por héroes que permanecen —después de un siglo— erguidos sobre sus caballos. Él quiere aprender, pero no tiene opciones. La elección no existe.
MENTIRA
1956
Necesito matar a alguien dentro de mí.
Clarice Lispector
Su padre no dice la verdad. Él vio a su madre oscilando en la mata de mango, la sostenía un pedazo de tela arrancado de su saya roja. Pero el señor dice que no. Que ella se fue en el tren aquella madrugada, que quería probar suerte en las camaroneras de Río Cauto, que quería ser feliz con su juventud y su belleza. Y cómo es posible que él haya gritado ese día como un poseído y hayan tenido que inyectarlo para que se calmara; todo porque ella se había ido en el tren y él solo lo supo cuando la vio arrastrando la maleta por la calle, silenciosa. Y la quiso seguir, pero la rabia le mordió el corazón y las piernas.
Eso dice el padre, y él no puede creer lo que sale de su boca, porque un día lo llamó bastardo y su lengua se convirtió en el cascabel de una víbora.
Eso dice el hombre para confundirlo, para que su cabeza estalle como un globo lleno de agua. ¿Dice eso para que lo quiera? ¿O para que lo abrace y sienta su olor a tabaco adentrándose en su cuerpo? «Ojalá se trague la lengua», ojalá las palabras no rebotaran en su cerebro. Pero recuerda que Dios ya no lo escucha.
Línea uno. Infancia. (1939-1955) es la primera parte de la novela corta Líneas de tiempo, galardona con el Premio Calendario de narrativa 2019.
La fotografía en la portada la tomó: René Figueroa.

Elizabeth Reinosa Aliaga (Cuba, 1988). Poeta y narradora. Ingeniera en Ciencias Informáticas. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Ha obtenido diversos premios, entre los que se destacan el internacional de poesía Voces nuevas, España, 2016; la beca de escritura Can Serrat, España, 2020 y los premios nacionales Francisco Riverón, 2015 y Calendario de narrativa, 2019. Autora de los poemarios Striptease de la memoria (Ediciones Montecallado, 2016); Formas de contener el vacío (Samarcanda, España, 2016) y Brújulas (Ediciones La Luz, 2018); la novela para niños Las Seis en punto (Sed de Belleza, 2017); y la novela corta para adultos Líneas de tiempo (Editora Abril, 2020). Ha participado en eventos literarios, ferias del libro y festivales de poesía dentro y fuera de su país. Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en periódicos, revistas y antologías de España, Chile, Argentina, Honduras, Perú, México, Italia, Estados Unidos y Cuba.