por Manuel Jorge Carreón Perea
A veces pregunto la hora a la primera persona que encuentro en la calle. Algunas, con una agradable paciencia, después de informarme la hora y minutos se despiden de mi con una sonrisa. Otros tantos (aunque son los pocos) se niegan o siguen su camino.
Al llegar a la oficina saludo a todos, pregunto por su noche anterior o por su fin de semana si es lunes. Sin embargo, aún cuando converso con setenta y cinco personas en ese sitio, realmente no hablamos de nada. Somos los mismos siempre y cada vez nos conocemos más. Pasamos de ser desconocidos a compañeros y después a extraños. Como diría de Gaulle “la familiaridad genera desprecio”. También soledad.
Una habitación de tres paredes. Es la estructura menos prática en la que he habitado. Vivir en un triángulo rompe mi percepción sobre las cosas y me sitúa en un conflicto que me persigue casi todo el día.
Al despertar, el horizonte amplio y claro que te proporciona un cuarto con cuatro paredes simplemente no está. En cambio, tengo un panorama que se va acotando poco a poco mientras se va oscureciendo conforme mi vista avanza a su final. Y es ahí en dónde no encuentro el final, dónde siento que todo, aún en su perfecta geometría, está mal.
Una resaca de proporciones homéricas. O biblicas, si es que existe diferencia. De cualquier forma tenía que tomar una ducha, vestirme e ir a ver a Paula. No tardaría en sonar mi teléfono con una llamada de ella. Me reclamaría lo de siempre: que soy un desconsiderado, un impuntual, que por qué hacía planes a determinada hora si no pensaba llegar a tiempo… en fin, lo mismo de siempre pero en un día diferente. Y tenía razón. No había forma de poder contradecirla.
Me levanté y tomé el celular. Me adelantaría a ella. Por primera vez yo sería el de la iniciativa.
Sonó tres veces. Me contestó con su voz melodiosa y dulce.
─Hola… ─
En ese momento colgué el teléfono. Entré en pánico.
La amistad nace de forma imprevista, pero se consolida con pequeñas señales y con gestos súbitos, por ejemplo, un libro.
Hace tres lustros, cuando apenas comenzaba a conocer a H., quien siempre citaba a Foucault en las aulas, supe que tenía la casi totalidad de obras del autor francés en español, faltándole sólo una: Yo Pierre Riviere.
En un paseo por el centro de la ciudad, un vendedor Ambulante de libros tenía precisamente ese libro, pero las pocas monedas que tenía en mi bolsillo eran insuficientes para comprarlo. Sentí una angustia. Tan cerca y tan lejos. Fue en ese momento, por una preocupación súbita, que supe que deseaba el libro no para un compañero, sino para un amigo.
Las mudanzas siempre son aparatosas. Aún cuando tengas pocas cosas, al momento de trasladarlas a otro sitio parecen multiplicarse. Te encuentras con objetos que no recuerdas cómo llegaron a tí.
También son múltiples los motivos para llevar a cabo una mudanza: cambio de trabajo o una ruptura amorosa.
Mientras guardaba mis libros en una caja de cartón, encontré “De brevitate vitae”. Tenía años sin verlo. Pensé que lo había perdido.
─¿Le tienes mucho afecto a ese libro?─ me preguntó Paula con una voz dulce y tranquila.
─Me gusta mucho Séneca─ contesté desanimado.
─No te pregunté eso. Vaya que eres complicado.─
No supe qué decir. Tampoco quería discutir.

Manuel Jorge Carreón Perea. Servidor público y escritor.