Soñaba el mar

por María González Ramos


I. El indulto

No recuerdo el día del encierro. Las fechas, las horas, las personas y los lugares son borrosos, quizá porque me resultan indiferentes. Recuerdo la tormenta y al viento con sus gotitas afiladas lacerando mi piel. Y no me muevo. Recuerdo el murmullo de un río helado, sentirlo penetrar por los poros de mi cuello, abriéndose camino en mi interior. Y no huyo, permanezco inmóvil, casi desafiando al diluvio. En el exterior crece el caos, ahora el agua nos llega a los tobillos, las multitudes corren en busca de un techo que los ampare, los gritos se intensifican. Y pienso —¿quién piensa en medio de una tormenta?—, pienso que el agua no me dañará y que unas cuantas pertenencias mojadas carecen de importancia. Ahora, en este recuerdo vívido, yo soy aún la pertenencia de alguien, y carezco de importancia bajo la lluvia.

Pienso que soy la excepción, me lo repito una y otra vez —con la misma devoción de los creyentes repitiendo sus rezos alrededor mío—, hasta convencerme fielmente de ser inmune a la catástrofe, me considero merecedora de su compasión. Sin embargo, algo en el exterior me lleva a arrastrarme hasta un refugio. Estoy horriblemente equivocada, yo aún no lo sé. Peor: dentro de mí, en la médula y las venas de mi cuerpo, se ha comenzado a gestar la furia del agua.  

Estoy lejos de casa, aunque conozco hace tiempo esta tierra más bien desértica, donde ahora se divierten nadando cientos de hojas y ramas que rodean nuestras cinturas. Este lodazal será pronto campo verde. Las últimas gotas terminan por caer, pesan, vienen enunciando la oscuridad helada, perpetua. La lluvia estancada en mis recovecos comienza a solidificarse en mis articulaciones. El dolor nace, viene desde el interior, como alfileres delgados que brotan desde el cartílago y extienden sus raíces por toda la extremidad.

Y no me muevo, porque no puedo.

II. La adaptación

El encierro duró un año, tiempo suficiente para que mi cuerpo de mujer mutara monstruosamente.  Pronto aprendí a caminar con tres pies; cuando mis hombros subieron hasta la altura de las orejas, tuve que reptar por las escaleras, hasta que mis codos se llenaron de costras. Sin la ayuda del sol, mis articulaciones quedaron congeladas, dejándome postrada día y noche en cama, donde mi único movimiento provenía de mi respiración. Poco a poco el calor abandonaba mi cuerpo, espesando la sangre, haciéndola fría.

El llanto se desbordaba caóticamente desde mis dos enormes cuencas purpúreas y apagó la luz del rostro; la sal terminó por pudrir mi cutis, antes nacarado, ahora lleno de pequeños volcanes hirvientes que compensaban la falta de carmín de los labios. Mientras el vello facial se extendía con grosera velocidad dejando espinas por el mentón, las mejillas y la frente, los cabellos se desprendían de mi coronilla sin esfuerzo, hasta igualar a las de los mártires.

El resto del cuerpo no corrió con mejor suerte en su deformación. Las escamas de la espalda se llenaron de cal y moho por consecuencia del constante sudor frío. Mi ansiedad llenó mi torso de urticaria y llagas abiertas donde desquitaba las horas afilando mis uñas. Mis pechos ya eran tan sólo dos sacos vacíos colgando a los costados, similares a branquias. El verde de las venas y el amarillo indicador de la falta de vitaminas eran lo único que daba color a ese ente reseco que gemía lastimosamente mientras la nada lo consumía. Sobra decir que el aliento pantanoso era apenas soportable. No tengo idea del aspecto de las orejas, con las que únicamente escuchaba un goteo agudo proveniente de mis adentros.

No me importó. Mi cuerpo viejo era común, difícil de mantener. Mi nueva forma pedía una sola cosa.

III. La liberación

Cuando era niña bebía vasos de agua con sal, jugaba a asolearme en la azotea mientras contenía la respiración y jugaba a contemplarlo en las nubes de espuma sobre el cielo celeste. Sabía que no estaba allí, me lo decían mi lengua cuarteada, el dolor de las quemaduras y las constantes insolaciones. Me lo gritaban las clases de natación y el viaje a la playa que no podíamos costear. Todas las noches soñaba en construir castillos de arena y chapotear en la orilla, anhelaba recoger conchitas y subir trepando por la línea de costa. Pero el anhelado encuentro no llegó en ese entonces, pasaron años para realizarlo, fue hasta la edad en que el paisaje resultó meramente melancólico y tuvo un agrio sabor a cebada y olor a fogata.

Todos los días después de la tormenta, me sometía disciplinariamente a tres horas de tortura psicológica. Comenzaba por enlistar todo lo que ya no podría hacer, para después complementarlo con las imágenes que obtenía mediante mi única ventana al mundo exterior, el de ellos, donde el tiempo existía con normalidad. Llena de rabia y rencor, rápidamente me convertí en una observadora silenciosa. Abandoné el habla, no había con quien conversar dado mi terrorífico aspecto. Escribir, dibujar e incluso intentar señalar con mis entumidos dedos no era opción. Mi mente envejeció a gran velocidad, quedé sin pensamientos, ya no podía formularlos. Había dejado de soñar.

El agua estancada es tan destructiva como la tempestad, oculta peligros desconocidos. La que parasitaba mi cuerpo parecía mantenerme con vida para hacerme sufrir lenta y desgarradoramente a cada pulsación. Quizás me había cansado de esperar el fin, tal vez el agua no tocó los recuerdos más profundos o era mi propio grito desesperado de ayuda, pero yo debía de llevarnos al origen, liberarnos de mi propio contenedor. Ceder a su seducción, responder a su eterno llamado.

Sucedió al amanecer. Cerré los ojos y en lugar de la horrible nata negra de siempre, apareció frente a mí una inmensa masa azul apenas tocada por líneas dorada. Y era mío. Un riachuelito fue creciendo bajo mi esternón. El viento húmedo se pegaba a mi piel. La arena y sus diminutos diamantes separaban los dedos de mis pies que aún conseguían mantenerme erguida. La leve marea imantó el agua que albergaba en mi interior. Y caminé hacia él. Las olas lavaron con destreza mi piel, huesos y órganos, devolviéndolos a las algas y los corales. Mi respiración quedó a la orilla, protegiendo las casas de los cangrejos, todas mis uñas y dientes formaron un camino de conchitas hasta el talud, donde el abismo me abrazó hasta disolverme en la solución marina donde ahora habito. Yo —no mi cuerpo—, sonreí. Cuando la gente llegó a la playa en el horizonte flotaba el último rastro de carne, era más pequeño que un puño.

Cuando era niña soñaba el mar.


María González Ramos. Egresada de la carrera en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana (2015-2020) y del Centro de Educación Artística Frida Kahlo con especialidad en teatro (2011-2014). Ha continuado con su preparación artística con diversos talleres y diplomados en las técnicas del dominio del cuerpo y la voz, gimnástica de la danza, kinesiología y biomecánica. Ha participado en diversas puestas en escena como actriz, entre las que destacan  la obra No más margaritas para los cerdos (2015-2017) y la adaptación libre para teatro de la poética de Juan Rulfo Teníamos el silencio (2017) con la Compañía de experimentación literaria La estructura del silencio, bajo la dirección de Aurelio Hamxe. De 2016 a 2020 participó de manera intermitente en el taller de danza folklórica Xochipilli de la UAM-I, a cargo de Selene Luna. En 2014 inició su formación en las artes circenses en Circo Volador y desde 2015 a la actualidad se dedica a impartir clases de danza aérea para todas edades en distintos espacios, con enfoque en las bases del circo social.

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