por Manuel Jorge Carreón Perea
Tomó con sus manos la hoja de papel. El último párrafo que había no lo convencía. Lo recorrió un par de veces con la vista sin encontrar algo diferente [una idea diferente]. El mismo sentido del momento en que fue escrito. No había modificación en el contenido, sólo en la luz que iluminaba el cuarto. Era más intensa. Se hacía tarde y la sombra de la pluma sobre el cuaderno producía una mancha indefinida que se perdía a ratos.
Una vez más ninguna idea que no formara parte del sentido común. Afuera llovía y se dio cuenta de que, casi a la par del inicio de la temporada de lluvias, su ingenio desapareció.
Desistió en proseguir; meditaba la forma de poder narrar un día de su vida sin tener que sacrificar uno para ello, pero no surgía una solución por más que lo forzara. Estaba destinado a crear obras perecederas al tercer o cuarto renglón sin ser leídas por alguien más.
Suspiró. Deseó beber un trago de agua pero no había comprado botellas cuando fue al supermercado. Decidido a no tener sed, y también para buscar un poco de inspiración, pensó en salir a la calle. Tomó su rompevientos azul y una cajetilla de cigarros que metió en el bolsillo izquierdo mientras cerraba la puerta.
En días pasados se sentía afortunado de poder dirigirse a cualquier sitio que deseara con sólo salir de su hogar, pero infeliz por no tener uno a donde llegar sin sentirse como un intruso, como un personaje indeseable de una novela de Mircea Cartarescu.
Al pisar la calle, tuvo la extraña sensación de que su vida no debía ser grande o significativa, la de un misterioso escritor. Reconfortado con esta idea, llegó a la tienda de abarrotes y pidió una botella de agua mineral de un litro. Sería suficiente para la noche. En caso contrario, tenía la posibilidad de volver si se acababa –la tienda no estaba lejos de su apartamento– y hacer una pequeña caminata por la noche. Le podría ayudar a dormir mejor.
Ahora no tenía actividad o plan definido. Estaba en el lugar del personaje solitario del cuento que no podía escribir.
–Si sólo tuviera las palabras correctas para un inicio fenomenal–. pensó para sus adentros. Sabía que esa noche no encontraría ideas, frases o palabras para completar un cuento. Sólo sentimientos poco maduros y mal trabajados que se deformaban al ser escritos y que exiliaban cualquier posibilidad de historia.
Siguió caminando y encontró una librearía que acababa de abrir en la zona. Se veía bastante animada. Tenía lugar la presentación de un libro.
Miró un letrero colocado al lado de la puerta. “Axolotl” estaba escrito con gis blanco. Seguramente era el nombre del local. Vino a su mente el cuento homónimo de Julio Cortázar. Por alguna razón se sintió incómodo.
Saber que, en su ciudad, a cientos –quizá miles– de kilómetros de Paris o Buenos Aires, se rendía culto/ homenaje a aquel autor a quien nunca había podido leer, le producía un malestar casi idiota y que lo privaba de toda lógica.
En ese momento comenzó a arreciar la lluvia. La librería ahora se antojaba como un refugio perfecto para poder pasar el tiempo mientras esperaba que disminuyera el agua. El vino y los bocadillos que se estila proporcionar en las presentaciones de libros, eran los otros incentivos.
Finalmente optó por entrar. Al hacerlo, se dirigió de inmediato al lugar acondicionado para la presentación. Estaba casi lleno, pero aún así encontró un buen asiento.
A los pocos minutos –tres o cuatro habrán transcurrido– dio inicio el evento. El autor se llamaba Pierre Chiazat. Se presentó como nieto de un exiliado de la Segunda República Española. Su libro era sobre vida en el exilio de toda una familia, explicando porque las raíces no se pierden nunca; le pertenecían a una tierra dominada por el espíritu.
Se sentía cómodo, reconfortado y sin frío. Cerró los ojos y se durmió casi al instante.

Manuel Jorge Carreón Perea. Es autor de la novela «Vía Eterna». Ha publicado cuentos y artículos sobre arte, cultura y derechos humanos en diversas revistas culturales y literarias.